—El sistema del hombre blanco es mejor, mujer mía —le había dicho a la joven Wachera la noche antes de irse para siempre. Mathenge se había presentado en la choza llevando ropa de hombre blanco porque los padres de la misión le habían dicho que la desnudez era una abominación a ojos del dios Jesu—. Ésta es la nueva edad. El mundo está cambiando. Ngai en su montaña ha muerto; hay un nuevo dios. ¿Deben perecer los hijos de Mumbi por no adorar al nuevo dios y aprender sus costumbres? Recuerda el proverbio que dice que la muchacha bonita pasa de largo por la casa de un hombre pobre. ¿Quieres que las otras tribus del mundo pasen de largo por la puerta de los kikuyu?
Wachera le había escuchado sumida en un silencio respetuoso, guardándose las lágrimas para derramarlas después y no avergonzarse delante de su esposo. El pequeño Kabiru, su hijo, correteaba por la choza, sin darse cuenta de la gran despedida que tenía lugar ante él.
—Me hicieron jefe, mujer mía, y tengo el deber de cuidar de nuestro pueblo. Recuerda el proverbio que dice que el ganado que tiene un jefe cojo nunca llega a buenos pastos. Aprenderé la lectura del hombre blanco y ofreceré sacrificios al dios Jesu. Los padres de la misión me enseñaron una imagen del dios malo al que llaman Satanás, y su piel es del color de los kikuyu. Me han enseñado que el negro es malo, y yo no quiero ser malo. Me lavaron la frente y me llamaron Solomon, que es mi nuevo nombre. Ahora soy como el hombre blanco, soy su igual. Y mi hijo aquí presente, que se llama Kabiru por su abuelo, irá a la misión y también lo lavarán y recibirá un nombre nuevo y así será igual al hombre blanco.
Mathenge se fue y al cabo de seis pasos del sol volvió con el niño y dijo:
—Ahora se llama David y es cristiano. El hombre blanco lo tratará como a un hermano.
Luego Mathenge había dicho:
—Dios Jesu dice que cometo un pecado poseyendo más de una esposa. Tú me desafiaste, mujer mía, no trasladándote al otro lado del río cuando te lo ordené. Por ello ya no eres mi esposa. Ahora viviré como un hombre cristiano con Gachiku, y con Njeri, mi hija a la que Jesu devolvió la vida. Y cuando me llegue la hora de morir seré devuelto a la vida, como promete Jesu.
Después, Wachera había apretado a Kabiru contra su pecho, lamentándose como si Mathenge hubiera muerto. Para una mujer kikuyu ser repudiada por su esposo representaba la peor de las calamidades, porque entonces era expulsada del clan y dejaba de tener familia. Wachera no lloraba solamente por la pérdida de su amado compañero, sino por el vacío que habría en su vientre en años venideros. Se aferró a Kabiru y prorrumpió en lamentos, lavando al pequeño con sus lágrimas como si quisiera hacer desaparecer el bautizo del hombre blanco, pero al final, porque era el deseo del hombre al que amaba con desesperación, empezó a llamar David a su hijo. Y cuando derribaron su choza por quinta vez no la reconstruyó, sino que fue a instalarse en la choza de su abuela, donde los tres vivían en amor y solaz mutuo.
Las calabazas estaban llenas; era hora de regresar. Como la joven Wachera transportaba también a David sobre su cadera, la abuela llevaba más calabazas, así que su carga era más pesada, lo que el hombre blanco habría medido en cuarenta kilos. Dobladas por la cintura, la cara hacia el suelo, con tiras de cuero que se les clavaban en la frente para sujetar las calabazas en su sitio, las dos caminaban en silencio, penosamente, por la selva desconocida, de regreso a su choza junto al embalse de Valentine.
* * *
El aire de última hora de la tarde estaba lleno de humo porque los hombres estaban quemando lo que quedaba del gigantesco tocón de la higuera; el silencio del río se veía roto por el ruido de las cadenas y del motor del tractor.
Wachera y su abuela salieron de la espesura a tiempo de ver cómo las viejas raíces, igual que dedos nudosos de una mano que protestase, eran arrancadas del suelo en medio de una lluvia de tierra. Las dos mujeres se detuvieron y se quedaron contemplando fijamente la escena. Un equipo de diez hombres arrastraba el tocón para llevárselo y llenaba la cavidad que había dejado. Lo único que quedaba del inmenso tronco y de las grandes ramas del árbol sagrado eran haces de leña recién cortada.
Con movimientos lentos la anciana Wachera se quitó las calabazas de la espalda.
—Hija —dijo—, llévame a la selva ahora. Ha llegado mi hora.
La joven Wachera la miró con fijeza:
—¿Estás enferma, abuela?
La hechicera hablaba serenamente, pero había en su voz un eco de fatiga y vejez que la nieta nunca había oído antes.
—El hogar de los antepasados ha sido destruido. El terreno sagrado ha sido profanado. Hay gran
thahu
aquí. Mi tiempo en este mundo ha terminado. Llévame ahora, nieta.
El brazo que extendió era firme. Wachera puso sus calabazas en el suelo, trasladó a David a la otra cadera y cogió la mano de su abuela. Volvieron la espalda a los hombres kikuyu que vestían como el hombre blanco y estaban cortando y quemando el árbol sagrado y volvieron a la selva.
Caminaban en silencio y sólo el pequeño David, que tenía catorce meses y no se daba cuenta de la catástrofe que acababa de producirse, emitía ruidillos por la boca. Aunque no quería aceptarlo, la joven Wachera sabía que era verdad, que su abuela estaba a punto de morir. La costumbre kikuyu era no enterrar los muertos, sino dejar el cuerpo para que lo devorasen las hienas. No debía permitirse que una persona muriese en una choza, porque entonces la choza no era limpia y había que quemarla; los cadáveres no podían tocarse, porque era tabú. Y por ello los enfermos y los moribundos, cuando todavía estaban vivos, eran llevados o iban por su propio pie a un lugar donde morirían solos y así evitaban que la
thahu
cayera sobre el hogar.
Llegaron a un lugar donde no vivían personas. La abuela se sentó en el suelo polvoriento y cubierto de ramitas y hojas secas y por primera vez sus movimientos fueron los de una mujer anciana. La joven Wachera se maravilló al ver cuan súbitamente había envejecido su abuela. Las articulaciones cansadas crujían, los brazos y las piernas se movían rígidamente cuando hacía sólo un rato, mientras transportaba las calabazas, la hechicera se había mostrado tan vigorosa y ágil como su nieta, que era cincuenta años más joven.
La anciana Wachera se sentó en el suelo y estiró las piernas.
—Pronto me llevará el Señor de la Luz —dijo quedamente—. Y volveré a vivir con nuestros primeros padres, Kikuyu y Mumbi.
Después de colocar a David en el suelo, la joven Wachera se sentó ante su abuela y se quedó esperando. Algo terrible había pasado, algo que la joven sólo podía concebir vagamente, algo que escapaba a su comprensión, pero que ella creía que algún día lograría comprender.
—Hay pesadumbre en la tierra de los kikuyu —dijo por fin la anciana Wachera, empezando a respirar con dificultad—. Ha llegado el momento de que las viejas costumbres desaparezcan. Ahora sé que nací para ver el ocaso de los kikuyu. Los hijos de Mumbi volverán la espalda a Ngai, a sus antepasados, a las leyes de la tribu. Se esforzarán por ser como el hombre blanco. Las viejas costumbres morirán y caerán en el olvido.
»Mathenge nunca volverá a ti, hija. El hombre blanco lo ha hechizado. Pero el hombre que en otro tiempo fue tu dueño no será feliz en su nueva vida, porque existe el proverbio que dice que el cuchillo, una vez afilado, corta a su propietario. Pero él no tiene la culpa, porque, como dice otro proverbio, el corazón de un hombre se alimenta de lo que le gusta.
La anciana enmudeció. El sol empezaba a salir de la selva, dejando tras sí sombras largas como serpientes que trataban de coger a las dos mujeres kikuyu.
—Tú sabes, hija, que vivimos en nuestros descendientes. Un hombre debe ser dueño de muchas esposas y tener muchos hijos para que nuestros antepasados vivan eternamente. Pero el hombre blanco nos dice que esto no está bien. Los hombres kikuyu ya abandonan a sus esposas. No habrá suficientes niños para recibir las almas de los abuelos que se hayan ido de este mundo y entonces los espíritus de nuestros antepasados no encontrarán hogar y vagarán por la tierra. Pronto no habrá más higueras y no quedará nadie que se comunique con nuestros padres y madres del pasado. Se habrán perdido.
Con manos temblorosas la hechicera se quitó una pulsera de la muñeca —estaba hecha con pestañas de elefante y, por lo tanto, contenía magia poderosa— y se la entregó a su nieta. Cuando volvió a hablar su voz era más apagada, su respiración era más irregular. Era como si la vida se estuviese escapando de sus viejos huesos, como ocurría con las raíces de la higuera moribunda.
—Ahora comerás un juramento, nieta. Y luego me dejarás sola.
La selva se estaba volviendo oscura y amenazadora. Ningún kikuyu salía jamás de noche debido a los numerosos peligros que representaban los animales y los malos espíritus. Pero la joven quería quedarse junto a su abuela hasta que la muerte se la hubiera llevado.
—No dejaré que te lleven mientras estés viva —dijo con voz enérgica, refiriéndose a las hienas, que ya empezaban a merodear por las cercanías.
La anciana Wachera meneó la cabeza.
—No me importa que se den un festín con mi carne mientras esté viva. Hay que honrar y respetar a las hienas, hija. No gritaré. Tienes que irte, pero primero el juramento.
Wachera estaba aterrorizada. Comer juramentos era la forma más poderosa de magia kikuyu; hacía que el alma de la persona quedase atada a su palabra. Faltar a semejante juramento significaba una muerte instantánea y terrible.
—Ahora vas a prometerme, nieta, por la tierra que es nuestra Gran Madre, que protegerás las antiguas costumbres y que las mantendrás para siempre jamás —la anciana recogió un poco de tierra con la mano. Hizo unas señales místicas sobre la tierra, cerró los ojos y dijo—: Algún día los hijos de Mumbi se volverán contra el hombre blanco y le expulsarán de la tierra de los kikuyu. Cuando llegue ese momento querrán volver a las costumbres de sus padres. Pero, ¿quién estará aquí para enseñárselas?
—Yo —susurró la joven Wachera.
La hechicera puso la tierra en las manos de su nieta.
—Jura por la tierra nuestra Gran Madre que conservarás las costumbres de la tribu y que te comunicarás siempre con los antepasados.
Wachera alzó las manos hasta la boca, metió la lengua en la tierra y, tragándosela, dijo:
—Lo juro.
—Jura también, Wachera, que serás la hechicera de nuestro pueblo y ejercerás los ritos y la magia de nuestras madres.
De nuevo Wachera comió la tierra y prestó el juramento.
—Y prométeme, hija mía de mi alma… —la anciana se esforzó por tomar aliento. Su cuerpo parecía encogerse ante los ojos de su nieta—. Prométeme que te vengarás del hombre blanco de la colina.
Wachera comió el juramento, prometió vengarse del
wazungu
y vio morir a su abuela.
Había cruzado la selva de noche sin sentir temor, pues sabía que el espíritu de la abuela caminaba a su lado. Wachera caminaba con pasos decididos, los ojos ciegos a las oscuras formas de cabezas y flancos que la rodeaban, las orejas sordas a los ruidos que hacían las hienas que se estaban dando un banquete con carne humana. Se abría paso entre la espesura con David abrazado a su cuerpo fuerte y joven, el valor y la determinación llenándola a cada paso como si el poder de la abuela corriese por sus venas. Su timidez y humildad desaparecían con cada árbol que pasaba; con cada roca que pisaba y cada ramita que se partía bajo los pies, sus temores e incertidumbres juveniles se rompían y eran arrojados a un lado. Wachera crecía mientras caminaba, crecía en espíritu y en estatura. Se había aprendido de memoria todas las palabras que acababa de decirle la anciana Wachera; las recordaría hasta el día de su muerte.
Por fin salió de la selva y se encontró en el claro donde antes estaba el árbol sagrado y donde ahora había una choza solitaria a la luz de la luna. Sosteniendo a su bebé, el único que iba a tener en su vida, ahora lo sabía, la joven Wachera, convertida en la hechicera del clan, volvió sus ojos hacia la gran casa de piedra de la colina.
* * *
—Esto parece una coronación, ¿verdad?
Lo dijo su excelencia el gobernador, que, debido a su alto rango en el protectorado, era quien más cerca estaba de la escalinata de la casa. La excitación era palpable en el aire nocturno. Las antorchas ardían a lo largo de la calzada curva que llegaba hasta el camino de tierra por donde seguían llegando invitados. Los reunidos hablaban en voz baja, comentando con emoción el espectáculo que Treverton había orquestado. Las copas de vino lanzaban destellos bajo la luz de la luna; las ginebras rosas se agitaban en los vasos altos. Todo el mundo esperaba ansiosamente la llegada del conde y la condesa, tras la cual tendrían todos la oportunidad de ver por dentro la magnífica casa nueva y disfrutar luego de un festín en regla.
—Me han dicho que toda la iluminación es de bombillas. Treverton ha instalado un generador o algo así, la primera electricidad que hay en la provincia.
—Tengo entendido que mañana habrá polo —dijo otra persona. Era Hardy Acres, el director del banco más importante de Nairobi, con quien casi todos los presentes estaban endeudados.
—Si el tiempo aguanta —añadió un hombre a su lado. Las caras se volvieron hacia el cielo nocturno, donde brillaban la luna y las estrellas. Aun así, algunos creían notar una humedad desacostumbrada. ¿Y no soplaba un poquito de brisa? Sólo faltaba un buen ventarrón y las nubes bajarían del monte Kenia y traerían… lluvia.
—¡Atención! —dijo otra voz—: ¡Ya vienen!
Valentine Treverton sabía que en el África Oriental británica podía sustituirse el buen gusto por la espectacularidad sin que ocurriera ningún percance porque ello formaba parte de la magia de vivir en el protectorado. Al igual que a otros colonos, el sol ecuatorial afectaba a Treverton; el estilo se convertía en ostentación y su sentido de la pompa rozaba la parodia. Todo el mundo lo aceptaba y disfrutaba con ello. Así, cuando la carreta bajó por la calzada, tirada por poneys enjaezados al estilo árabe, con campanillas y cascabeles, la carreta decorada con cintas y flores, conducida por un africano vestido con la librea de la familia Treverton, sin olvidar el blasón bordado en el pecho y un sombrero de copa de terciopelo verde, los invitados aplaudieron con entusiasmo. A los colonizadores del África Oriental les gustaba un buen espectáculo.