Bajo el sol de Kenia (68 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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De repente Mona sintió frío. Se acercó a la cocina y puso la marmita en el fuego. «Mau-mau» era un término del que había oído hablar por primera vez dos años antes, cuando pocas personas ajenas al servicio secreto prestaban atención al mismo. Y luego empezaron a ocurrir incidentes: robo de municiones en la jefatura de policía; incendio de un cultivo de maíz; notas amenazadoras que aparecían misteriosamente en toda la ciudad de Nairobi. Hacía ahora un mes que una banda había atacado la misión católica y se había ido con dinero y una escopeta dejando a los misioneros encerrados bajo llave en una habitación. Una semana después el cadáver de un perro estrangulado apareció colgado en el mercado de Majengo, a modo de advertencia del Mau-mau a los colonos blancos. Finalmente, hacía de ello sólo dos semanas, se había producido el asesinato, a plena luz del día, de un anciano jefe de tribu, hombre muy respetado, tanto por los africanos como por los blancos.

Geoffrey entró en la cocina y se apoyó en el fregadero con los brazos cruzados.

—El colmo ha sido lo de esta mañana a primera hora —dijo—. ¿Conoces a Abel Kamau, el lechero de Mewiga?

Mona dijo que sí con la cabeza. Abel Kamau era uno de los soldados africanos que habían vuelto de la guerra casados con europeas. Los Kamau se habían instalado unos pocos kilómetros al norte de Bellatu con el propósito de llevar una existencia tranquila y pacífica. Eran una de las escasísimas parejas interraciales de Kenia, y todo el mundo les hacía el vacío, tanto los africanos como los blancos, así como las respectivas familias, hasta el punto de que llevaban una vida solitaria y apenas tenían amigos. Mona los había conocido y le parecían personas simpáticas y agradables. Tenían un hijo de cuatro años.

—Fueron atacados mientras dormían durante la noche —dijo Geoffrey—. Los mataron. Según la policía, Abel y su esposa quedaron casi irreconocibles a causa de las cuchilladas que les asestaron con
pangas.

Mona tuvo que sentarse en una silla.

—¡Dios mío! ¿Y el chico?

—Se salvó, pero no creen que viva mucho tiempo. Esos desalmados le arrancaron los ojos.

—¡Cielo santo! ¿Por qué?

—Usan los ojos en las ceremonias en que prestan juramento —Geoffrey se sentó de cara a Mona en el otro lado de la mesa—. Los Kamau eran un blanco del Mau-mau por haber roto los tabúes raciales. Como tú sabes, los matrimonios mixtos ofenden a los africanos tanto como a los blancos. El tremendo crimen de Abel Kamau era haberse casado con una mujer blanca, además de ser leal. Aparte de atacar a unos cuantos blancos aislados, parece ser que la campaña del Mau-mau va dirigida contra los africanos que apoyan al gobierno colonial.

La marmita empezó a silbar y Mona la miró, pero no hizo ningún movimiento.

—¿Y se puede saber qué crimen había cometido ese pobre niño? —preguntó en voz baja.

—Su padre se había acostado con una mujer blanca.

Mona se levantó finalmente y preparó el té con gestos maquinales. La alegría que sintiera por el regreso de David se había esfumado ya.

—¿La policía tiene alguna idea de quién ha sido?

—Saben exactamente quién los mató. Chege, el criado de los Kamau.

—¡No es posible! —exclamó Mona, volviéndose rápidamente—. ¡Pero si Chege es un anciano cariñoso y amable que no le haría daño ni a una mosca! ¡Pero si era el mejor amigo del padre de Abel!

—Sí, eso es lo más monstruoso de todo el asunto. El Mau-mau empieza a valerse de personas allegadas a sus víctimas.

—Pero, ¿cómo es posible? ¡Chege sentía verdadera devoción por Abel y su esposa!

—El amor y la devoción, Mona, no son nada comparados con el poder de un juramento del Mau-mau.

Mona sabía lo de los juramentos, había oído hablar de ellos toda su vida. El juramento era lo que ataba a un kikuyu a su palabra; era parte integrante de la estructura social de la tribu y estaba tan impregnado de supersticiones y tabúes ancestrales, que pocos kikuyu podían infringir el que habían prestado.

—Pero, ¿cómo consiguieron que alguien prestara juramento contra su voluntad y cometiera luego un crimen tan terrible?

—Se valen del juramento para forzar a la gente. Obligan a prestarlo por medio del terror. Lo más probable es que secuestrasen a Chege, se lo llevaran a la selva, le sometieran a un ritual obsceno y luego le soltaran.

—Pero, ¿cómo podían estar seguros de que Chege cumpliría sus órdenes?

—Los Mau-mau pueden estar seguros de cualquier persona a la que hayan obligado a prestar juramento, Mona. Si el juramento por sí solo no es suficiente para que el pobre desgraciado cumpla sus exigencias, recurren a la amenaza de ejecutarle. Y eso da resultado.

Mona puso la tetera, las tazas, el azúcar y la leche en una bandeja y salió de la cocina. Encontró a Ilse, la esposa de Geoffrey, sentada en la sala de estar, hojeando un catálogo Sears. Ilse había engordado mucho durante los siete años que llevaba casada con Geoffrey y ahora aparecía aún más gruesa debido al embarazo.

—¡Santo cielo! —exclamó, dejando el catálogo—. ¡Cuánta maldad! ¡Y pensar que ha pasado tan cerca de nosotros!

Al ver lo pálida y consternada que estaba Ilse, Mona recordó que la casa de los Kamau se encontraba a poco más de medio kilómetro de Kilima Simba.

Profundamente ensimismada, Mona se puso a remover su té. Aunque nunca había oído a Kenyatta, había leído extractos de sus discursos en la prensa. Era el líder de la Unión Africana de Kenia, la poderosa y creciente organización política que, según declaraciones de Kenyatta, tenía por objetivo eliminar las barreras raciales en Kenia y obtener más tierra, más educación, más liderazgo para los africanos, con la meta final de gobernarse a sí mismos.

—Buscamos una sola cosa —había dicho el carismático Jomo—, y esa cosa es la paz.

A pesar de que Kenyatta había denunciado al Mau-mau en varias ocasiones, el gobierno había decidido que él y la Unión Africana de Kenia estaban detrás del terrorismo y, por consiguiente, había ordenado su detención. Mona pensó que era una medida peligrosa y posiblemente insensata.

—No hay razón para preocuparse, Mona —dijo Geoffrey—. El Mau-mau se disgregará sin sus líderes. Baring ha prometido que Kenyatta nunca volverá a ser un hombre libre. Y para que los terroristas vean que vamos en serio, tenemos el equivalente de seis batallones distribuidos por toda la provincia, además de los tres batallones kenianos de los Rifles Africanos del Rey, un batallón ugandés que opera en el Rift y dos compañías de batallones de Tanganika. Anoche los Fusileros de Lancashire llegaron por vía aérea del canal. Aterrizaron en la base de Eastleigh y están en Nairobi a modo de reserva. También estamos creando una guardia nacional con ex combatientes africanos que lucharon en la guerra y son leales. Personalmente, Mona, me alegro de que por fin les estemos tratando con mano firme. Vamos a demostrar a los negros y al mundo que podemos defender esta colonia en cualquier momento, por aire y por mar.

—Me pregunto… —dijo Mona. Estaba mirando por la gran ventana de la sala de estar, a través de la cual entraba un día glorioso que derramaba luz ecuatorial sobre los muebles antiguos, elegantes y sombríos de Bellatu. Buganvillas de vivos colores, rosa y naranja, enmarcaban la galería, hileras de verdes cafetos cubrían las leves ondulaciones del paisaje y a lo lejos, purpúreo y coronado de nieve, se alzaba el monte Kenia en su majestad sin nubes—. Me pregunto, Geoffrey, si las medidas que ha tomado el gobernador no serán un error. Al echar mano de tanta fuerza militar, ha venido a reconocer ante el mundo, y también ante el Mau-mau, que el gobierno de los colonos blancos de Kenia es incapaz de defender la colonia sin ayuda.

—¡Dios mío, Mona, hablas como si quisieras que los negros gobernasen el país!

—Su deseo de autogobierno no me parece irrazonable.

—Bueno, estoy de acuerdo contigo en parte. Llevo años pidiendo a gritos el autogobierno, y tú lo sabes. No tiene ningún sentido que sigamos dependiendo de Whitehall. Pero lo que yo quiero es el autogobierno para los blancos.

—Geoffrey, los blancos de este país somos cuarenta mil ¡y los africanos son seis millones! Tiene que ser evidente para ti y para todo el mundo que el modelo de «apartheid» rodesiano nunca funcionará aquí en Kenia. No tenemos ese derecho.

—Te equivocas, Mona. Sí tenemos derecho. No olvides los milagros que nuestra pequeñísima minoría ha obrado en el África Oriental. El contribuyente británico, Mona, el que más apuros ha pasado después de la guerra, ha destinado grandes sumas de dinero a esta colonia, ¡dinero que ha ayudado a los africanos! Cuando uno tiene en cuenta todo lo que hemos hecho por ellos, que en realidad les hemos sacados de la edad de piedra, y que les hemos estado cuidando durante años, resulta escandaloso que se haya permitido que la situación llegara a este extremo. Si quieres que te diga, Mona, fuimos unos necios al no aceptar el plan de Montgomery cuando tuvimos la ocasión.

—¿A qué plan te refieres?

—En el cuarenta y ocho, el mariscal de campo Montgomery propuso que se crearan bases militares en Kenia porque previó las disensiones que tenemos hoy. Como no le escuchamos, los africanos les han hecho el juego a los comunistas y eso es exactamente lo que ahora tenemos que afrontar. La totalidad del Mau-mau se basa en principios comunistas, te lo digo yo.

—Oh, Geoffrey —dijo Mona, impacientándose—. Sigo diciendo que es su país tanto como el nuestro, y no deberíamos cerrar los ojos ante las necesidades y los sentimientos de seis millones de personas.

Geoffrey sonrió torcidamente.

—¿De veras crees que son capaces de gobernarse? —se echó a reír—. ¡Es como si estuviera oyendo a los negros! «¡Dadnos el trabajo y terminaremos las herramientas!»

—Eres injusto.

—¡Y yo digo que ellos son unos ingratos! Pero, ¿qué podía esperarse de ellos? En la lengua kikuyu ni siquiera hay una palabra que signifique «gracias». Nosotros tuvimos que enseñarles a dar las gracias.

Geoffrey se levantó bruscamente. Detestaba estas discusiones con Mona. La muchacha lo ponía furioso. Todo lo de Mona lo sacaba de quicio: sus opiniones políticas, su forma de vivir… especialmente su forma de vivir.

Pensaba que Mona era una mujer bien parecida, que incluso podía ser muy guapa si no insistiera en vestirse y actuar como una vulgar agricultora. En su opinión, Mona había heredado una atractiva combinación de la belleza de su madre y la guapura morena de su padre, y debería sacarle partido vistiendo mejor y visitando de vez en cuando la peluquería. Pero Mona se empeñaba en recogerse el largo cabello negro en una cola de caballo sencilla y en llevar camisas de hombre. No tenía ni un gramo de estilo y se pasaba los días en los cafetales, trabajando al lado de sus africanos. Mona no parecía haber heredado ni pizca de la elegancia de sus padres. Desgraciadamente, los días de champán y partidos de polo habían terminado hacía mucho tiempo; parecían haber muerto con Valentine. Geoffrey sabía que las habitaciones para los invitados llevaban muchos años cerradas. Ninguna limusina subía ahora por la calzada, ninguna fiesta alegre llenaba las sombrías habitaciones. Mona sólo recibía en su casa a hombres del Gremio de Cultivadores de Café, plantadores como ella, con los que fumaba cigarrillos y bebía coñac mientras hablaban de los precios en los mercados mundiales. Lo que necesitaba Mona era un hombre que le recordase que era una mujer. Y Geoffrey decidió que ese hombre era él.

Un aguijonazo de la conciencia lo hizo mirar a su esposa, que estaba sentada y llevaba una prenda de algodón para futuras mamas, gorda y satisfecha de sí misma, sin más interés en la vida que sus hijos. Ilse se había descuidado. Después de cuatro hijos y embarazada de nuevo, había perdido todo el atractivo sexual que la hacía deseable. Geoffrey reconocía que era una buena madre. Pero como compañera de cama hacía ya mucho tiempo que había perdido su atractivo. Se preguntó en qué estaría pensando cuando decidió casarse con ella porque la habían perseguido y le daba lástima. ¡Debería haberse casado con Mona!

Cada vez le resultaba más difícil dominar el deseo que Mona le inspiraba. Le asombraba que la muchacha fuera capaz de llevar una vida tan célibe. Era antinatural. Sin duda también ella anhelaba intimidad con un hombre. Pese a ello, por extraño que resultara, en su vida no había ningún hombre, excepción hecha de los que tenían con ella relaciones estrictamente comerciales. Geoffrey estaba seguro de que Mona tenía que sentir algún anhelo, que de noche, sola en la cama, debía de pensar en la esterilidad de su vida. Se dijo que Mona debía de estar madura para que la recogiese un hombre como era debido y se prometió a sí mismo que uno de esos días, o una de esas noches, daría rienda suelta a su lujuria e iría a Bellatu cuando la muchacha estuviera sola. Y ella estaría tan preparada para él como él lo estaba para ella.

—De todos modos —dijo, acercándose a la ventana, el cuerpo, que a sus cuarenta años seguía siendo delgado, recortándose sobre el sol de octubre—, pienso enseñarles a estos bandidos del Mau-mau que a mí no pueden intimidarme. Seguiré con mi negocio como si nada, pese a lo que la mala prensa ha hecho. Una vez haya pasado esta tontería del Mau-mau, y pasará, te lo prometo, volveré a tener mis clientes.

Geoffrey se refería a su agencia turística embrionaria, la que había fundado al ser licenciado del ejército. Su profecía en el sentido de que la guerra sería el origen de una nueva época del turismo se había hecho realidad. En todo el mundo, los soldados que volvían a casa contaban a sus familias historias sobre los lugares exóticos que habían visto: París, Roma, Egipto, las Hawai, el Pacífico Sur. Estos descubrimientos, junto con la reciente introducción de los aviones a chorro en la aviación comercial, que reducían drásticamente la duración de los viajes, habían despertado un súbito interés mundial por el turismo. La Agencia de Viajes Donald, que funcionaba en la sala de estar de Geoffrey Donald en Kilima Simba, se encontraba todavía en su primera y difícil etapa, pues Kenia aún no se había convertido en un punto de atracción turística. De momento, Geoffrey sólo organizaba safaris de caza, pero su propósito era crear algo totalmente nuevo: los safaris fotográficos.

—Estoy trabajando en una nueva campaña de publicidad —dijo, volviendo a la mesa para tomarse el té y cambiando de tema con esa agilidad que enfurecía a Mona—. Me están haciendo el borrador de un folleto con fotografías de leones y jirafas y nativos. Y el folleto dirá que el obrero de Manchester puede disfrutar de dos semanas de aventuras africanas con la seguridad y la comodidad garantizadas. Ahora que tenemos estas reservas de fauna y flora naturales, gracias a la diligente labor de la tía Grace, vale la pena que saquemos provecho de ellas.

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