Bajo el sol de Kenia (29 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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El reverendo Sanky y sus acompañantes observaban en silencio, tomando algunas notas; inspeccionaron el instrumental que había sobre la mesa —laringoscopio, martillo de reflejos, jeringas hipodérmicas, depresores linguales, fórceps y bisturís—; leyeron las etiquetas de los frascos; echaron un vistazo a los gráficos; y escucharon.

Un viejo con el cuerpo cubierto de llagas armó un alboroto cuando Grace hizo ademán de coger una jeringa hipodérmica. Mario le tradujo lo que decía el viejo:

—Dice que ya le pincharon, memsaab. Ayer, en la misión católica.

—Entiendo —dijo ella, llenando la jeringa con el contenido de una botella cuya etiqueta rezaba «Neosalvarsan»—. ¿Le pusieron esto mismo?

—Dice que sí, memsaab.

—Pregúntale si también le pusieron una inyección contra la infección de las nubes.

Mario y el viejo cambiaron unas palabras; luego el primero dijo:

—Dice que ésa también, memsaab.

—Muy bien, pues. Hazme el favor de sujetarle, Mario.

Mientras el viejo protestaba, Grace le clavó la hipodérmica en el brazo.

—Oiga —dijo el reverendo Sanky cuando el viejo se hubo marchado, quejándose ruidosamente—. ¿Se puede saber a qué venía tanto barullo?

Grace le contestó mientras examinaba el interior de la boca de una mujer.

—Ese hombre tenía bubas. Necesitaba una inyección de Neosalvarsan.

—Pero él le ha dicho que ya se la habían puesto.

—Esta gente tiene muchísimo miedo a las inyecciones, reverendo Sanky —dijo Grace, cogiendo unas pinzas—. Siempre mienten e insisten en que ya les han puesto la inyección.

—¿Pero cómo podía estar usted segura de que el hombre mentía? —preguntó la señora Sanky observando cómo Grace extraía un diente cariado de la boca de la mujer kikuyu.

—Porque insistió en que también le habían inyectado contra la infección de las nubes, y eso es algo que no existe.

—¿Lo ha inventado usted?

—Mario, por favor, dile a la mujer que se enjuague la boca con esto y que luego lo escupa —Grace se lavó las manos en una palangana de agua jabonosa y dijo—: Es una forma de averiguar si dicen la verdad. Si me hubiese dicho que no le habían puesto una inyección para la infección de las nubes, entonces habría sabido que decía la verdad en el caso del Neosalvarsan. Algunas de estas personas me han jurado que les habían puesto una inyección de chocolate.

El reverendo y su esposa se miraron. Otro miembro de la delegación dijo:

—¿Por qué le ha dado a esa mujer el diente que acababa de extraerle?

—No he tenido más remedio. De no habérselo dado, pensaría que iba a utilizarlo contra ella en la magia negra.

—Doctora Treverton —dijo la otra mujer del grupo—, ¿por qué su morfina es de color rojo? La morfina no es roja. De hecho —señaló los frascos de medicina que había sobre la mesa—, todas estas soluciones deberían ser incoloras; y, pese a ello, son de colores diferentes. ¿Por qué? Grace cogió un bebé de brazos de su madre y procedió a curarle una quemadura en la pierna.

—Descubrí que esta gente piensa que todos los líquidos incoloros son agua y que, por lo tanto, no sirven de nada. Al añadirles un colorante, se convencen de que en ellos hay poder. Lo mismo ocurre si una medicina tiene sabor amargo; confían más en ella. En ese sentido, el africano no se distingue del inglés que acude a un médico de Harley Street.

—Doctora Treverton, ¿puede atender a todas las dolencias que se le presentan?

—A muchas de ellas. Recurro bastante a lo de «vaselina por fuera, quinina por dentro». Así resuelvo la mayoría de los casos. El resto lo mando al hospital católico.

Los cinco miembros del grupo se miraron. El reverendo Sanky dijo:

—¿Podría concedernos un poco de tiempo ahora, doctora Treverton?

—Desde luego —devolvió el bebé vendado a su madre, diciéndole que tuviese cuidado con la hoguera, a sabiendas de que la advertencia caería en saco roto; después se lavó las manos y le dijo a Mario que vigilase a los que todavía esperaban, no fueran a robar algo.

—¿Esta gente le roba cosas, doctora Treverton? —preguntó la señora Sanky mientras bajaban por el sendero hacia el río. El grupo había expresado el deseo de visitar el poblado cercano.

—Sí, en efecto.

—Parece ser que no tienen sentido de la moral.

—Al contrario, los kikuyu son un pueblo muy moral y tienen su propio código de leyes y castigos, un código rígido. Ocurre sencillamente que no ven nada malo en robarle al hombre blanco.

El reverendo Sanky, que caminaba al lado de Grace, dijo:

—Hasta ahora, en su tratamiento de esta gente, hemos observado mentiras, trucos y supersticiones… por parte de usted, doctora.

—Es la única manera de comunicarse con ellos. De no hacerlo así, no me entenderían.

—¿Quién vive allí? —preguntó Ida Sanky, señalando la choza solitaria junto al campo de polo de Valentine.

—Pertenece a una curandera local que se llama Wachera.

—Creía que al final habían declarado a los hechiceros fuera de la ley.

—Y así es. Wachera sería multada o iría a la cárcel si la pillasen ejerciendo la medicina tribal. La gente va a verla en secreto.

—Si usted está al corriente de estas prácticas secretas, doctora Treverton, confío en que habrá informado de ello a las autoridades.

Grace se detuvo en la margen del río donde la pasarela de madera construida por Valentine llevaba al poblado.

—Y así lo he hecho, reverendo Sanky. Créame. He tratado de poner fin a lo que hace esa mujer. Es el mayor obstáculo en mi lucha por educar a los africanos.

—¿No puede hablar con ella? ¿Razonar con ella?

—Wachera no quiere saber nada de mí.

—¡Por fuerza tiene que ver que nuestros métodos son mejores!

—Al contrario. Wachera aguarda el momento en que los británicos hagan las maletas y se larguen de Kenia.

—He leído algunas cosas —dijo un joven del grupo—. ¿Es verdad que las mujeres se acuestan con los amigos de sus esposos?

—Es una costumbre tribal muy antigua que está muy arraigada en los sistemas de grupos de edades, que son unos sistemas muy complejos. Y se hace abiertamente, a discreción de la esposa y con la aprobación del esposo.

—Fornicación, por decirlo de otro modo.

Grace se volvió hacia el reverendo.

—No, no es fornicación. Las costumbres sexuales de los kikuyu son diferentes de las nuestras. Por ejemplo, en su lengua no hay ninguna palabra que signifique «violación». Sus actitudes sexuales podrían parecemos promiscuas, pero tienen tabúes muy estrictos…

—Doctora Treverton —dijo el reverendo Sanky—, el cariño que siente por esta gente es obvio, y no somos insensibles a lo que trata usted de hacer aquí. Sin embargo, nos parece que su método no es el más indicado.

—¿No?

—Allí arriba, mientras curaba a los pacientes, ni una sola vez les habló del Señor, ni una sola vez les dijo que su poder procedía de Él, no trató de acercar a ninguna de esas personas a Jesús, aunque le sobraron las oportunidades.

—No soy predicadora, reverendo Sanky.

—Precisamente, y ése es su problema principal. Ha descuidado sus necesidades espirituales, y por ello los africanos continúan con sus malas costumbres. Por ejemplo, esa operación en la que se mutila a las muchachas. ¿Qué ha hecho usted, doctora Treverton, por contribuir a los esfuerzos que las misiones hacen aquí, en Kenia, a favor de la abolición de esa costumbre?

—Para poder tratar las enfermedades de esta gente, reverendo, debo contar con su confianza y su amistad. Si empiezo a predicarles y a condenar sus tradiciones tribales, no se acercarán a mi clínica. La misión católica ha perdido a muchos de sus africanos porque los sacerdotes talaron higueras sagradas.

—No irá a decirme que condona usted el culto a los árboles, ¿eh?

—No lo condono, pero…

—Mire usted, doctora Treverton —dijo un miembro de edad avanzada del grupo—, el propósito principal de una misión médica aquí es evangélico. Queríamos tener aquí una clínica, no para curar sus cuerpos, sino para acercar esta gente a Jesús.

—Ya les he dicho que no soy predicadora.

—Entonces necesita uno.

—Pues envíenmelo, faltaría más —dijo Grace—. ¡Pero envíenme también enfermeras y personal médico!

—Parece que le va muy bien a usted sola, doctora —dijo la señora Sanky—. ¿Para qué necesita tantos ayudantes?

—Para enseñarles a los africanos a ayudarse a sí mismos.

—¿Ayudarse a sí mismos? —dijo el reverendo.

Grace habló con rapidez y vehemencia.

—Mi verdadero objetivo es enseñar a los africanos a cuidar de sí mismos. Si pudiera tener un equipo en el poblado, alguien que enseñase a los kikuyu una vida más sana, tendría muchos menos pacientes. Y si pudiera enseñarles a otros kikuyu, como le he enseñado a Mario, a prestar los primeros auxilios…

—Habla usted de autonomía para esta gente.

—Sí, así es.

—¿Entonces cómo podríamos acercarlos a Jesús? Si los africanos pudieran arreglárselas sin ayuda, no verían ninguna razón para acudir a los médicos cristianos y, por consiguiente, sería imposible evangelizarlos.

Grace miró fijamente a las cinco personas, que parecían fuera de lugar con sus chaquetas abrochadas y sus corbatas, las dos mujeres con corsé. Parecían vestidas para pasar una tarde en Wimbledon y no en la selva africana. De repente pensó en Jeremy y recordó una conversación que habían tenido una noche mientras paseaban por cubierta.

«Lo primero que construiremos, querida, será una casa para los enfermos hospitalizados —había dicho Jeremy—. Los enfermos ambulatorios son difíciles de retener, pero los pacientes que guardan cama son un público cautivo y, por consiguiente, mucho más receptivos a las enseñanzas espirituales».

Era extraño. Nunca había pensado realmente en ello, en la importancia que daba Jeremy al aspecto proselitista de su misión. Y cuanto más pensaba ahora en ello, más fácil le resultaba ver a Jeremy entre los miembros de la delegación.

Pensó en el dinero que la delegación representaba, en la aportación mensual de la sociedad misionera de Suffolk. Eran su último recurso, esas cinco personas que evidentemente no estaban satisfechas de sus métodos. No acudiría a Valentine en busca de ayuda, especialmente ahora que Miranda West se paseaba por Nairobi vestida de futura mamá y toda el África Oriental estaba llena de habladurías sobre la identidad del padre. Grace no tenía la menor intención de que su hermano la mantuviese del mismo modo que mantenía a su querida.

—Aceptaré gustosamente a un predicador, reverendo Sanky —dijo—. Su ayuda será muy bien recibida.

El reverendo sonrió.

—Nos hacemos cargo de lo que ha tenido que soportar aquí, doctora. Desde luego, no le habrá resultado fácil. Y como ha estado tan aislada durante el último año y medio, no es extraño que haya perdido el rumbo. Ya he pensado en alguien, en un hombre que en estos momentos trabaja en Uganda. Se trata del reverendo Masters. Es el más indicado. Haga que su gente le construya una casa inmediatamente, porque le haré venir en el primer tren.

—¿Traerá personal médico con él?

—El reverendo Masters querrá hacerse antes una idea de las necesidades médicas.

—¿No es a mí a quien corresponde esa tarea?

—A partir de ahora, el reverendo Masters tendrá la misión a su cargo, doctora. Todas las decisiones las tomará él.

Grace miró al reverendo Sanky.

—¡A su cargo! Pero… esta misión es mía.

—Construida con nuestro dinero, doctora. Ya va siendo hora de que intervengamos en su supervisión —el reverendo Sanky miró a su alrededor, hacia el río turbulento, la selva indómita, los tejados de paja de las chozas que asomaban entre los árboles, y vio una tierra que estaba madura para hombres como el reverendo Thomas Masters, un hombre severo y adusto, de rectitud inconmovible, que había puesto a Satanás en fuga en cuatro países africanos.

Capítulo 18

Las lluvias habían cesado hacía tres días y parecía que a Nairobi le hubiesen salido los colores de la noche a la mañana. Mientras caminaba hacia el hotel King Edward, Miranda West vio paredes cubiertas de buganvillas de color escarlata, anaranjado y rosa, jardines particulares llenos de geranios, claveles y fucsias que acababan de florecer. Los árboles que bordeaban las fangosas calles de Nairobi aparecían adornados con flores rojas, blancas y de color lavanda. Era Navidad y el mundo, alimentado por las breves lluvias de noviembre, rebosaba vida y crecimiento. El voluminoso cuerpo de Miranda West, que saludaba alegremente a las personas que se cruzaban con ella, era como un canto a la vida. Estaba embarazada de seis meses y se le notaba de lejos.

Al llegar al hotel, entró en la cocina para recoger una bandeja de sopa y emparedados, luego subió a sus aposentos, donde se quitó el cojín de debajo del vestido y lo dejó a un lado. Tras ponerse una bata y asegurarse de que nadie la veía, subió al ático por una escalera privada.

Peony estaba sentada en la cama, leyendo una revista.

—¿Qué tal estamos hoy? —preguntó Miranda, dejando la bandeja delante de Peony.

La habitación estaba decorada con papel pintado, alfombra, cortinas y contenía también los muebles y los extras —libros, un gramófono, una mecedora— que Peony había pedido. Era todo lo cómoda que podía ser; pero resultaba imposible disimular que era una cárcel, y Peony empezaba a estar harta.

—Faltan dos días para Navidad —dijo—, y yo estoy aquí encerrada, y me lo pierdo todo.

—No vas a perderte nada. Te traeré un poco de ganso y budín de Navidad. Y tengo un regalo para ti.

Peony echó un vistazo al contenido de la bandeja de emparedados y dijo:

—¡Vaya! ¿Pasta de jamón otra vez?

—Mis clientes pagan mucho dinero por mi pasta de jamón.

—Preferiría galletas y mermelada.

Miranda reprimió su irritación. Sabía que a la muchacha no le resultaba fácil permanecer encerrada las veinticuatro horas del día, sin ver a nadie más que a ella. Pero valdría la pena y así se lo recordó a Peony.

—Sólo faltan tres meses más, hija mía, y luego volverás a Inglaterra con dinero en el bolsillo.

—¿Está segura de que esa gente seguirá adelante… los que van a adoptar el bebé? —preguntó Peony con voz malhumorada.

—Te lo prometo.

—¿Y cómo es que nunca vienen a verme? Sería natural que quisieran ver a la madre. Vamos, digo yo.

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