Todo el mundo se hacía cargo de que en el protectorado las reglas eran diferentes y a menudo se improvisaban sobre la marcha. Los fines de semana dedicados a cazar, beber y tirar al blanco ayudaban a olvidar que las cosechas se estaban marchitando en los campos, que los africanos morían de hambre y enfermedad y de que acechaba muy de cerca una amenaza real: la de tener que hacer las maletas y volver a Inglaterra, reconociendo el fracaso.
«Bendito sea Valentine Treverton», pensaban todos. Sabía cumplir su palabra y ciertamente esa noche lo estaba demostrando. Sus invitados le adoraban por ello.
Lady Rose estaba deslumbrante cuando se apeó de la carreta, sujetando con la mano un ramo de lirios blancos, nada menos. ¿Dónde los habría conseguido Treverton en plena sequía? ¡Y el peinado de la condesa! Todas las mujeres tomaron nota de que deberían cortarse el pelo, abandonar sus anticuados peinados estilo Gibson, y adoptar el nuevo ondulado marcel, como correspondía a la mujer nueva y libre, el peinado que en Europa causaba escándalo pero que lady Rose acababa de convertir en aceptable. Su vestido largo, adornado con cuentecillas, dejaba una estela detrás de ella. Sonrió y saludó con la cabeza mientras subía la escalinata, el pelo reluciendo como platino bruñido a la luz de las antorchas. Valentine caminaba a su lado, orgulloso y digno; decididamente, era el hombre más guapo de todos los presentes. Les seguía la doctora Grace Treverton, vestida de un modo más conservador que su cuñada; la señora Pembroke iba con ella, llevando a la pequeña de nueve meses, Mona; y cerraban la comitiva sir James y lady Donald, los mejores amigos de los Treverton, sus invitados de honor.
Dos criados sonrientes abrieron las puertas y Valentine condujo a su esposa hacia el interior de su nuevo hogar por primera vez.
A ojos de Rose todo era tan fabuloso como se lo había imaginado… ¡más aún! Valentine había instalado pequeñas sorpresas en todas partes: una cómoda antigua, de patas altas, donde estaba expuesta su porcelana Spode tras pasar casi todo un año guardada en una caja de embalaje; el maravilloso reloj de caja en el salón, donde se columpiaba con el tiempo; y un retrato de los padres de Rose que Valentine había pedido en secreto y que ahora aparecía colgado en el comedor. Y la mayor y mejor de todas las sorpresas: un árbol de Navidad en el centro del salón, cortado en el bosque de Aberdare y adornado con velitas encendidas, oropel y chucherías diversas. En su base había nieve artificial.
Rose se emocionó y, volviéndose hacia él, le abrazó al tiempo que decía:
—¡Valentine, amor mío!
Cuando se besaron todos los presentes prorrumpieron en vítores, exceptuando los criados kikuyu, que, siendo miembros de una tribu donde no se besaba, se preguntaron por qué la memsaab y el bwana juntaban sus bocas.
Miranda West, que había llegado de Nairobi el día antes y trabajaba en la cocina desde antes del amanecer, puso esmero en que sus obras maestras se sirvieran ordenadamente. Como era imposible que doscientos invitados se sentaran juntos, se sirvió un banquete estilo bufete, y los invitados fueron atendidos por sirvientes africanos que llevaban chalecos escarlata de Zanzíbar con bordados de oro sobre largos kanzus blancos, las manos enfundadas en guantes también blancos. Los pasteles de patatas fritas de Miranda acompañaron el asado de gacela, las truchas arco iris del menguante embalse de Valentine, las aves con miel cocidas al horno y el jamón de Rift Valley. Los bizcochos se comían con mantequilla y compota; el salmón de Miranda se sirvió sobre rebanadas de pan de elaboración casera; y hasta los ponches fueron creación suya; en poncheras de cristal tallado con cacillos y vasos que hacían juego se ofrecieron los famosos refrescos y claretes. La comida arrancó suspiros de éxtasis y melancolía de los invitados llenos de añoranza, que de pronto se acordaban de Inglaterra y de lo que habían dejado allí a cambio de una vida nueva e incierta. Incluso había músicos con violines y un acordeón que interpretaron villancicos. Bellatu relucía en la noche, en su solitaria cima, como un reino que cobrase vida una vez cada cien años. En muchos kilómetros a la redonda los nativos, acurrucados en sus chozas oscuras y llenas de humo, con sus hijos y sus cabras, temerosos de la oscuridad, escuchaban los sonidos desconcertantes, de risas y música, de los
wazungu.
Un elefante solitario berreaba en la ladera de una montaña cercana, como si quisiera recordarles a los de la fiesta dónde estaban en realidad.
Los invitados salieron a la veranda, al jardín, y algunos incluso se las ingeniaron para subir furtivamente a echar un vistazo a las alcobas. Valentine no se separaba de Rose ni un solo momento. Era una pareja encantada que derramaba magia y bendiciones sobre todas las personas a las que tocaba. La suerte de Treverton en el protectorado se había convertido en una leyenda durante el último año; cuando todas las cosechas ajenas perecían por falta de agua, sus plantones estaban fuertes y verdes. Incluso tenía una forma misteriosa de tratar a los africanos, que le eran fieles y, al parecer, nunca huían ni le sacaban el cuerpo al trabajo. La gente se agolpaba alrededor del conde y su bella esposa, con la esperanza de que se les pegara parte de su encanto.
Grace huyó a la terraza, donde se detuvo junto a un seto recortado y volvió los ojos hacia el río Chania.
—Me parece que tu hermano se ha superado a sí mismo —dijo sir James, acercándose a ella—. Lo de esta noche dará que hablar durante muchos años.
Grace se rió y bebió un sorbo de champán.
—¿Cómo diablos puede Valentine permitirse todo esto? —preguntó James.
Grace no contestó. Sabía que su hermano estaba gastando mucho dinero de los ingresos que le producían las rentas de Bella Hill y rogaba a Dios que su buen juicio le dijese cuándo tenía que detenerse. La finca de Suffolk no era un pozo sin fondo.
Tres hombres pasaron cerca de ellos y sus esmóquines blancos les dieron un aspecto fantasmal bajo la luz de la luna.
—Cuando voy de safari —dijo uno de ellos—, prefiero dormir al raso. El cielo es un buen techo, ¡siempre y cuando no tenga goteras!
James alzó su copa de coñac y sonrió a Grace, que se vio atrapada en su sonrisa, en las arruguitas que tenía alrededor de los ojos.
En el momento de doblar el seto, uno de los tres hombres, comiéndose un poco las palabras, dijo:
—Me han dicho que hay un ejemplar monstruoso cerca del lago Rodolfo —y la conversación, al mismo tiempo que se apagaba, empezó a girar en torno a la caza de elefantes.
James se puso pensativo y una expresión distraída apareció en su cara; la copa siguió junto a sus labios, sin que la tocara.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Grace.
—Sólo estaba recordando… —dejó la copa sobre el borde de mármol de una bañera para pájaros—. Mi padre cazaba en busca de marfil. Cuando tuve edad suficiente, empezó a llevarme con él en los safaris. Recuerdo que yo acababa de cumplir los dieciséis cuando fuimos al lago Rodolfo.
James hablaba sin mirar a Grace y su voz se hizo lejana.
—Eso fue en 1904. Estábamos siguiendo la pista de un macho viejo que mi padre había herido con su primer disparo. Yo me quedé en el campamento, él se adelantó y lo encontró. El elefante cargó contra él y antes de poder disparar por segunda vez, el rifle se le encasquilló. Dio media vuelta y echó a correr, perseguido por el gigantesco animal. El encargado de llevar las armas vino a buscarme y me dijo que mi padre se apartó justo en el momento en que el elefante se le echaba encima. El animal dio la vuelta, regresó y trató de clavarle los colmillos. Cuando llegué, mi padre había logrado reptar hasta colocarse detrás de la mandíbula del elefante, para que los colmillos no pudiesen alcanzarle, pero el animal empezó a golpearle con las rodillas. Disparé varias veces y abatí al animal, pero mi padre ya estaba muerto. El viaje de vuelta fue muy largo, varios cientos de kilómetros, y lo hice sólo con los porteadores nativos. Durante todo el camino me atormentó la preocupación sobre cómo iba a darle la noticia a mi madre. Pero cuando llegué a Mombasa me encontré con que había muerto de melanuria.
Miró a Grace, la expresión dulce.
—Fue entonces cuando me fui a Inglaterra a vivir con unos parientes. Al volver al África Oriental británica, tenía veintidós años y me había casado. Compré la tierra de Kilima Simba e importé vacas de Ayreshire para cruzarlas con toros Boran del país. Desde entonces no me he sentido con ánimos de cazar.
Miró con atención a Grace durante un momento, luego dijo:
—Aquí eres feliz de verdad, ¿no es así, Grace?
—Sí.
—Me alegro. Las personas que no aman al África Oriental no tienen derecho a estar aquí. Éste es el único mundo que conozco. Nací aquí y aquí moriré. Estos otros —señaló la casa ruidosa con un gesto— que vienen aquí con la intención de amasar rápidamente una fortuna, que explotan la tierra y a los nativos… son unos criminales. Los que no sientan amor por esta tierra deberían volver a su casa.
—¡Ésta es mi casa ahora! —dijo Grace con voz queda.
James sonrió y se puso a recitar en voz baja:
—Aquí en una tierra grande y bañada por el sol, donde ningún mal hiere hasta lo más hondo, apoyaré mi mano en la mano del vecino, y juntos expiaremos.
Hizo una pausa y parecía a punto de decir algo más cuando una voz se interpuso entre ellos.
—¡Ah, estáis aquí!
Al volverse, observaron que la esposa de James salía de la casa.
Una vez más, como en varias ocasiones durante los últimos diez meses, a Grace le pareció captar una expresión de desagrado o dolor en el rostro de Lucille. Pero siempre, como ahora, una sonrisa la sustituía en seguida.
—Me temo que allí dentro el ruido empieza a ser insoportable —dijo Lucille—. ¡Alguien está bailando danzas escocesas!
James se echó a reír.
—¿Os imagináis a estos juerguistas levantándose temprano para jugar al polo?
—¡Mi hermano se encargará de que se levanten! Lleva un mes ejercitando sus poneys. Sin duda veremos un buen partido. ¿Has hecho alguna apuesta, James?
—Me temo —dijo Lucille— que no vamos a quedarnos para ver los partidos de polo. Nos iremos a primera hora de la mañana.
—¿Os iréis?
—Lucille quiere ir a la misión metodista de Karatina para el oficio de Navidad.
—¡Pero si va a venir el padre Mario de la misión católica! Celebraremos una misa preciosa en el jardín.
La sonrisa de Lucille se endureció:
—No deseo asistir a un oficio católico. Ya es una lástima que sólo pueda ir a Karatina cuatro veces al año. ¿Sabes, Grace? Deberías escribir a tu sociedad misionera pidiendo un ministro en vez de las hermanas enfermeras que les pides.
—Pero es que necesito enfermeras, Lucille. Me hacen muchísima falta. Al parecer, no hay forma de enseñar a los kikuyu a tocar personas enfermas.
—Es que no sigues el método apropiado. Un ministro conseguiría que estos paganos abandonasen sus abominables costumbres y se hicieran cristianos. Entonces tendrías toda la ayuda que necesitas.
Grace la miró fijamente.
—¡Escuchad! —dijo James—. Están tocando
Noche de paz.
Al bajar las voces y las risas de la fiesta, las cuerdas de los violines subieron hasta llenar la noche. Pronto la casa y los jardines se sumieron en el silencio mientras el himno navideño se elevaba hacia las frías estrellas ecuatoriales tan lejos de casa. Unas cuantas nubes humosas se despegaron del monte Kenia, como atraídas por la curiosidad, y cruzaron el cielo a la deriva.
Grace se encontraba entre James y Lucille y los tres miraron los salones brillantemente iluminados de Bellatu y la familia grande y muy diversa que se unía en una sola y conocida canción. Algunas voces se sumaron a los violines. Otras aportaban la armonía. Los sirvientes africanos contemplaban la escena con expresión fija mientras los
wazungu,
bulliciosos hacía sólo un momento y ahora reverentes, se ponían tristes y nostálgicos.
Miranda West salió de la cocina. Al otro lado del salón, de pie junto al árbol de Navidad, vio a lord Treverton, su voz de barítono dirigiendo el coro. Miranda pensó en el año nuevo, 1920, y en la promesa que contenía. Había una sola manera de conseguir que el conde fuera suyo, y era darle lo que más deseaba: un hijo varón.
Dio la coincidencia de que en ese momento Valentine pensaba lo mismo, pero en términos diferentes. Cogido de la mano de Rose mientras cantaban
Noche de paz,
pensó que el bromuro del doctor Hare no había resuelto el problema y pensó también en la nueva táctica que se proponía empezar esa noche. El polvo en el chocolate vespertino de Rose sólo había servido para darle sueño, y Valentine no la quería así. Él quería que Rose respondiera, que le hiciese el amor. Sacó la conclusión de que la culpa había sido de tener que vivir en tiendas. Y del sentido de la delicadeza y la decencia que tenía Rose… Pero esa noche, por primera vez, la subiría a su alcoba, donde empezarían debidamente su vida matrimonial juntos, debajo del dosel de la ancestral cama imperial de los Treverton.
Lucille, de pie junto a su esposo en la terraza, sintiendo cómo la atenazaba el aire húmedo de la noche, intentó de todo corazón cantar para ahuyentar de su alma toda la amargura y la ira. Lady Lucille Donald, residente en el protectorado desde hacía diez años, esposa de ranchero y madre devota, ocultaba un secreto terrible: detestaba el África Oriental británica y maldecía el día en que saliera de Inglaterra.
—¡Memsaab! —susurró alguien en tono apremiante desde el otro lado del seto—. ¡Memsaab!
Al volverse, Grace vio a Mario, los ojos grandes y asustados en la oscuridad.
—¡Venga en seguida, memsaab! ¡Ha pasado algo malo!
—¿Dónde? ¿Qué es?
—Es el jefe Mathenge. ¡Venga en seguida!
Grace y James intercambiaron una mirada. Luego James dijo a Lucille:
—Quédate aquí, cariño. Iré con Grace.
Siguieron a Mario por un sendero serpenteante, salieron de los jardines de la casa, doblaron el borde de la selva y echaron a andar por la orilla del río. Mario los guiaba hacia Birdsong Cottage.
—¿De qué se trata, Mario? —preguntó Grace cuando llegaron a su casa—. ¿Dónde está el jefe Mathenge?
—Detrás de la casa, memsaab.
Al doblar la esquina y entrar en el pequeño huerto, Grace y James se detuvieron en seco. En la oscuridad pudieron distinguir una figura que yacía entre las plantas de maíz y judías.