Bajo el sol de Kenia (28 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Hormigas blancas corrían por el techo de paja; los lagartos se deslizaban por las paredes y las vigas. El bungalow estaba vivo, como lo estaban también el jardín y la selva. Las dos personas del bungalow escucharon el coro de vida que les rodeaba por todas partes, perdidos durante unos momentos en sus respectivos ojos, atrapados en la proximidad de sus cuerpos y la intimidad del momento. Luego James dijo:

—Es tarde. Deberías acostarte, Grace.

—¡No pretenderás volver a casa ahora! Es peligroso.

—Rose me ha ofrecido un camastro en la casa.

Grace sintió deseos de decirle que se quedara con ella, pero en vez de ello, cogió un farol y se lo dio, diciéndole:

—El camino que va de aquí a la casa es peligroso de noche, James. Ten cuidado, por favor.

Grace abrió la puerta y James salió a la veranda, se puso de nuevo el sombrero de ala ancha y se volvió para mirarla con los ojos hundidos en la oscuridad.

—Te prometo una cosa, Grace. Haré todo lo que pueda para ayudarte.

Capítulo 16

Peony estaba sentada con la cara entre las manos, los delgados hombros encorvados, el cuerpo estremecido por los sollozos.

—¡No sé qué voy a hacer! —gimió—. ¡Me mataré!

—¡Tonterías! —dijo Miranda, ofreciendo una copa de coñac a la muchacha—. Toma. Bébete esto y deja de llorar. Así no vas a resolver nada.

La doncella alzó el rostro hinchado.

—¡Resolver! ¿Cómo se puede resolver esto?

—Hay métodos.

Peony abrió mucho los ojos.

—Oh, no, señorita —dijo con voz entrecortada—. Eso no sería capaz de hacerlo jamás.

Miranda se sentó ante su escritorio y con la punta de un dedo dio unos golpecitos en el secante verde. ¡El día había sido terrible! Primero había descubierto que alguien robaba en la cocina y había tenido que averiguar cuál de los chicos era el culpable. Luego uno de los huéspedes había enfermado de fiebre y asustado a todos los demás. Y ahora esto.

Peony, la doncella inglesa de Miranda, era una joven pálida que había llegado en el último barco con su prometido, que había muerto de melanuria en Mombasa. Miranda la había contratado y la muchacha llevaba ocho meses haciendo su trabajo alegremente, con diligencia, y estaba ahorrando para volver a Inglaterra.

—¿De cuánto tiempo estás? —preguntó Miranda.

—Unos dos meses.

—¿Y el padre? ¿Lo sabe el padre?

Peony puso cara de desdicha.

—No lo sabe, señorita. Hace tiempo que se marchó de aquí. Ni… ni siquiera sé cómo se llama.

Miranda meneó la cabeza, disgustada. ¡Estas chicas! Algunas de ellas parecían conejos; llegaban a Kenia, no mostraban ni un ápice de discreción y perdían la cabeza al ver tantos hombres. La esposa de un colono del distrito de Limuru se ganaba un buen dinero practicando abortos.

Miranda se levantó y fue hasta la ventana. Le parecía que cada vez que se asomaba había más ajetreo en Nairobi. ¿Era su imaginación o aparecían cinco automóviles nuevos cada vez que volvía la espalda, otros cien hombres que llegaban en busca de aventuras, otras veinte mujeres que andaban en busca de un marido rico? Miranda empezaba a detestar Kenia.

Valentine no había pasado a verla desde su única noche juntos.

Al otro lado de la calle se detuvo una carreta llena de agricultores holandeses. Se pasarían el día comprando, comerciando, recogiendo el correo, y luego volverían a las tierras que tenían en el quinto pino.

«Santo Dios —pensó Miranda—. ¿Por qué se muestran tan orgullosos? ¿Por qué les parecerá tan honorable dedicarse a destripar una tierra donde no crece nada salvo la malaria y la enfermedad del sueño?»

No había recibido ni siquiera una nota de Valentine. A primera hora de la mañana siguiente Valentine había salido sigilosamente de su cama para regresar con su esposa a su plantación en el norte. Desde entonces no se había presentado ni una sola vez. Y Miranda sabía que había estado en Nairobi, porque lo había visto.

Peony rompió a llorar de nuevo y Miranda sintió crecer su amargura. ¡A veces la vida actuaba de un modo perverso! Ante ella tenía a esa chica, histérica porque estaba embarazada después de una aventura de una noche con un chico sin nombre, mientras ella, Miranda, ansiaba quedar embarazada y no podía.

Siguió contemplando la calle. Una de las mujeres bóers estaba embarazada y hacía gala de ello en público. Los tiempos estaban cambiando. La reclusión y la ocultación del embarazo eran cosas del pasado. La guerra había acabado con los convencionalismos y las modas. Ahora había vestidos especiales para las futuras mamas y las mujeres ostentaban su vientre con orgullo.

«Excepto yo —pensó Miranda, odiando a la joven esposa bóer—. Yo debería andar por la calle como ésa».

Circularía la noticia de que el padre del bebé era el conde, y éste la instalaría en algún lugar bonito, quizá en una casa de Parklands, donde viviría como una emperatriz mientras otra persona le llevaba el hotel y depositaba los beneficios en su cuenta. Pero necesitaba un bebé para que ese sueño se hiciera realidad, y para ello era necesario que Valentine volviera a acostarse con ella.

Miranda encorvó los hombros. Era inútil. Valentine no volvería. Cualquier imbécil podía darse cuenta de ello. Había estado borracho y, al serenarse y darse cuenta de lo ocurrido, lo había lamentado.

—No quiero que me hagan una de esas operaciones —gimió Peony—. ¡Me criaron católica!

Miranda se volvió hacia ella con una expresión de desprecio.

—Eso deberías haberlo pensado antes de entregarte a tu flaqueza. Si no quieres librarte de él, ¿piensas quedártelo?

Los ojos de Peony se pusieron redondos como monedas.

—¡No, no, señorita! ¿Qué haría yo con un crío? No es que quiera al chico con el que me acosté. No significa nada para mí. No quiero el bebé. Pero no podría… matarlo.

—¿Entonces qué vas a hacer?

Peony se retorció el delantal.

—Pensaba que tal vez alguien lo adoptaría.

Miranda la miró fijamente.

Peony aparecía pequeña y patética en la butaca grande, los contornos de sus hombros huesudos eran visibles a través de la tela de su vestido barato. Pero Miranda sabía que era una chica sana. Y que el bebé también sería sano.

Miranda entornó los ojos; acababa de ocurrírsele una idea.

—¿Dices que el chico no sabe lo que ha pasado?

—¡Así es, señorita! Y no lo sabrá porque nunca volveré a verle.

—¿Lo sabe alguien?

Peony dijo que no con la cabeza.

Miranda sonrió.

—Entonces voy a ayudarte.

—Oh, gracias…

—Pero tienes que prometerme que guardarás el secreto. Escúchame, que voy a decirte lo que haremos…

* * *

Rose le había escrito una nota:

«Una docena de bollitos de almendra de la señora West. Y pastel de Bristol, por favor».

Era la única forma en que se comunicaban, o bien por medio de la señora Pembroke, la niñera, o valiéndose de notas escritas. Había encontrado la de ese día en su vestidor, cuando se estaba preparando para ir a Nairobi. Rose ya había salido de la casa, por supuesto, y estaba en el claro de los eucaliptos.

Valentine estuvo tentado de fingir que no había visto la nota, o que la señora West ya no elaboraba pasteles, pero sabía que las mentiras no le salvarían. No se estaba portando de forma honorable. Por desagradable que fuera, no podía pasarse el resto de su vida esquivando a Miranda; tenía que verla y enterrar el asunto.

Miranda salió de la cocina con las manos extendidas y Valentine vio con sorpresa que lo saludaba efusivamente.

—Ha estado usted ocupado, lord Treverton —dijo, señalando a uno de los chicos que estaba poniendo las mesas para el té—. Dos cervezas —dijo en suajili, luego se volvió hacia Valentine—. Debe de tener muchísimo trabajo, entre quitar las malas hierbas, podar y todo lo demás dos mil hectáreas de café. Los otros plantadores no hablan de otra cosa.

Valentine miró a su alrededor, pensando que el comedor era un lugar bastante público. Pero en ese momento, entre el almuerzo y el té, no había nadie. Y los chicos estaban trabajando en silencio en el otro extremo de la habitación.

—Lamento no haber venido últimamente, Miranda. En realidad ha sido porque no sabía qué decirle.

—No tiene importancia —dijo ella—. De veras que no importa.

—Normalmente no soy así. Me siento como un canalla. No era mi intención que ocurriese aquello. Bebí demasiada ginebra en el Norfolk.

—Por supuesto. Lo comprendo.

—Bien, pues —apoyó las manos en la mesa, sintiéndose inmensamente aliviado—. ¡He de reconocer que es usted estupenda, Miranda!

Miranda se rió.

—¿Qué pensaba que iba a hacer? Después de todo, no soy una novata que acaba de bajar del barco. Y confío de veras en su discreción. Al fin y al cabo, tengo que pensar en mi reputación.

—Tiene usted mi palabra de honor.

—Y también hay que proteger la suya.

—Sí, claro.

—Especialmente ahora.

—¿Ahora?

Llegaron las cervezas. Miranda las sirvió en jarras de vidrio y esperó hasta que el chico hubo regresado a la cocina; entonces dijo:

—Es una verdadera coincidencia que haya venido hoy, lord Treverton. Estaba a punto de salir a buscarle.

Valentine la miró con expresión cautelosa.

—¿De veras?

Miranda bebió un sorbo de cerveza.

—Oh, me temo que el chico nos ha traído cerveza fría. Desde hace un tiempo tengo en casa un poco de hielo para los norteamericanos. Les gusta la cerveza fría, ¿lo sabía usted?

—Miranda, ¿por qué iba a salir a buscarme? Sin duda sabrá que lo que pasó aquella noche no puede repetirse.

—No esperaba que se repitiera. Si me alegro de que haya venido es porque tengo algo que decirle.

—¿Qué es?

—Estoy embarazada.

—¡Cómo!

Un camarero apareció en la puerta de la cocina y volvió a entrar en ella cuando Miranda le hizo un gesto con la mano.

—Por favor, lord Treverton, tenemos que ser discretos.

—Embarazada —dijo él.

—Sí.

—¿Está segura?

—Sí —Miranda suspiró.

—¿Y por qué me lo dice a mí?

—Porque el hijo es suyo.

—¡Mío!

—Desde luego, no puede ser de otro.

Valentine la miró fijamente; luego dijo:

—¡Santo Dios! —se levantó, dio unos pasos y se volvió—. ¿Qué piensa hacer?

—¿Hacer? Pues, tenerlo, por supuesto.

—Hay una mujer en Limuru. Una tal señora Bates…

Miranda meneó la cabeza.

—Nunca sería capaz de hacer eso. ¿Usted, sí? ¿A sabiendas de que el hijo es suyo? Y hay muchas probabilidades de que sea niño. Mi familia suele tener hijos varones —hizo una pausa para dar a sus palabras tiempo de surtir efecto; luego añadió—: No pido nada de usted. No soy de ésas. Yo me ocuparé de él, le educaré como a un hijo propio. Nadie sabrá que usted es el padre. Sólo me dije que debía usted saberlo. Eso es todo.

Valentine la miró con expresión sombría y pensativa. Ella le devolvió la mirada con expresión franca, honrada.

Entonces Valentine pensó en su padre, el anciano conde. Habían corrido rumores sobre una mujer y un chiquillo en Londres. El padre de Valentine los había instalado en un piso de Bedford Square.

Un chico. Un
hijo varón…

Volvió a acercarse a la mesa y se sentó.

—Lo siento, Miranda —dijo con voz sincera y seria—. No era mi propósito que pasara esto.

—Tampoco el mío, pero así están las cosas. Llevo años protegiendo mi reputación. Y ahora se ha malogrado por culpa de un momento de flaqueza.

—La culpa fue mía.

—Fue de los dos.

—La ayudaré, naturalmente.

—No le pido que lo haga.

—A pesar de ello… —los pensamientos de Valentine se dispararon. Vio a los socios de su club, las miradas maliciosas que se dirigían unos a otros al entrar él, las conversaciones que enmudecían bruscamente. Valentine sabía que toda la colonia hablaba de él y de Rose, que especulaba sobre sus problemas matrimoniales. La gente decía que el conde de Treverton no era capaz de engendrar un heredero.

—¿Cuándo nacerá? —preguntó.

—En marzo.

—Muy bien, pues —dijo, sacando el billetero del bolsillo—. Esto es para empezar.

Capítulo 17

Era la peor época del año para viajar a Kenia, justo antes de las lluvias, cuando la hierba estaba seca, en los campos no había cosechas, y todo el país aparecía marchito y abandonado de Dios.

«Como me pasará a mí —pensó Grace—, si hoy no me ando con cuidado».

La delegación había llegado el día antes, hospedándose en el hotel Rinoceronte Blanco, en Nyeri, y no tardaría en presentarse en el bungalow para iniciar la inspección. Sintiéndose responsable de la situación, James se había ofrecido a ayudarle, pero Grace le había dicho que no, porque creía que debía recibir a la delegación ella sola.

La mañana era joven y fresca mientras Grace caminaba por el sendero hacia el pequeño recinto donde estaba su clínica. La neblina nocturna todavía se enroscaba en el suelo y el rocío relucía en las hojas como flores de cristal. Grace vio el destello de color de una moscareta en lo alto de los árboles, la cola larga y escarlata recibiendo el sol de la mañana. Un abejaruco de color canela cruzó volando el sendero. El aire estaba lleno de cantos y parloteos. Al otro lado del río, el humo azul de las hogueras de los kikuyu colgaba de las ramas bajas de los árboles.

La misión de Grace consistía en tres estructuras: el ambulatorio, que era una techumbre de paja sobre cuatro postes; la escuela, que no era más que unos troncos colocados como bancos de cara a un olivo en el que estaba la pizarra; y una choza de barro para los enfermos graves o heridos. Una multitud silenciosa y ordenada ya la estaba esperando: mujeres con bebés en la espalda; ancianos acuclillados en el suelo jugando una partida interminable con guijarros.

Grace llevaba ya un buen rato haciendo su labor de costumbre cuando finalmente apareció la delegación, tres hombres y dos mujeres.

Hubo las presentaciones de rigor, ya que era la primera vez que se veían. El reverendo Sanky encabezaba el grupo e iba acompañado de su esposa, Ida. Al principio no hicieron preguntas y se limitaron a observar a Grace mientras atendía a los pacientes africanos de uno en uno con la ayuda de Mario. Había los acostumbrados niños con quemaduras, que Grace trató con permanganato y vendas limpias, despidiéndoles luego y recordándoles a sus madres los peligros de las hogueras que encendían en sus chozas. Se presentó un hombre con un bocio y Grace no pudo hacer nada por él; otro que era un caso grave de elefantiasis, y Grace le dijo que acudiese al hospital católico de Nyeri; otro con la mano gravemente infectada por no haberse cuidado el corte que se había hecho tres días antes. Muchos de los pacientes presentaban dolencias que ya les habían hecho acudir a ella, algunos varias veces. Estos problemas tenían su origen en las malas condiciones sanitarias en que vivían, y aunque Grace les hacía las mismas advertencias una y otra vez, diciéndoles que limpiasen la choza, que no dejaran entrar en ella a las cabras, que se lavasen el cuerpo con regularidad, que calzaran sandalias, que ahuyentasen las moscas de la cara, nunca seguían sus consejos.

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