Bajo el sol de Kenia (67 page)

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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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«Antes mataré a mi hijo —pensó aferrada al árbol, jadeando y esforzándose por retener al bebé dentro un poco más—. Y después me mataré…»

Sintió como si la estuvieran despedazando y soltó un quejido, luego chilló con todas sus fuerzas.

Se deslizó hacia el suelo, cortándose la mejilla con la corteza rugosa del árbol, notando el sabor de la sangre, viendo la sangre y oyendo en la densa neblina los gruñidos de los malévolos animales depredadores.

—¡Fuera! —gritó.

Wanjiru palpó el suelo mojado en busca de un arma y encontró una piedra. Intentó arrojarla, pero la debilidad se lo impidió. La vida se le estaba escapando y una vida nueva y fuerte trataba de abrirse paso hacia el exterior de su cuerpo. El dolor se alzó, salió de su piel y emprendió el vuelo hacia las nubes bajas y las selvas de bambúes envueltas por las neblinas. Wanjiru estaba en la cima de la montaña y sabía que nunca volvería a bajar.

Pero su bebé no serviría de alimento para las bestias. Ella no permitiría que los animales de la selva terrible se dieran un banquete con el nieto del jefe Mathenge.

Aturdida y débil, el bebé casi nacido ya, Wanjiru empezó a excavar en el barro. Una sepultura, lo suficientemente grande…

* * *

Tenía la sensación de estar durmiendo en un lugar cálido y seco. La mitad de ella le decía que era una ilusión, que seguía a la intemperie, excavando una sepultura para el bebé. Pero otra parte de ella le decía que era muy real.

Volvía a estar en el hospital nativo de Nairobi, donde había trabajado de enfermera durante cinco años antes de irse a vivir al distrito de Nyeri y casarse con David Mathenge.

Discutía con alguien:

—¿Por qué nuestros uniformes son diferentes de los vuestros? ¿Por qué nos pagan mucho menos que a vosotras? ¿Por qué a vosotras os llaman «hermanas» y a nosotras, «doncellas»?

El rostro de su supervisora blanca se materializó delante de Wanjiru. Era el rostro santurrón de una mujer que dijo a Wanjiru que las enfermeras africanas sencillamente no tenían derecho a gozar de la misma categoría que las blancas.

Y entonces Wanjiru, en medio de su extraño sueño, recordó que éste era el motivo que la había empujado a abandonar la profesión de enfermera.

—Nos discriminan —se había quejado a David—. Las africanas recibimos la misma formación y hacemos el mismo trabajo, pero no nos consideran igual que a las hermanas blancas. ¿Para qué iba a tomarme la molestia de seguir allí?

En ese momento Wanjiru abrió los ojos y, al cabo de unos minutos, se dio cuenta de que estaba mirando el techo de una cueva. Siguió echada y pensando, tratando de descubrir si lo de ahora era real u otro sueño. El lecho de hojas secas que tenía debajo parecía bastante real, tanto como el dolor en las manos y los pies. El aire de la cueva misteriosa era cálido y seco, suavemente iluminado por una hoguera en el centro del suelo rocoso. Alrededor de la hoguera, sentadas en cuclillas, comían varias personas.

Wanjiru las miró fijamente. Luego se exploró a sí misma, buscó dentro de su cuerpo y se dio cuenta de que el bebé no estaba.

Intentó hablar, pero sólo le salió un gruñido. Una de las personas de la hoguera se levantó y se acercó a ella. Era una mujer y llevaba un recién nacido en los brazos.

—Tu hijo —dijo la mujer.

Desconcertada, Wanjiru alzó los brazos y tomó a su hijo Christopher para acercárselo al pecho, donde el bebé empezó a alimentarse en seguida. Observó con atención a la mujer arrodillada junto a ella. Por sus rasgos, supuso que era de la tribu meru.

—¿Dónde estoy? —preguntó finalmente Wanjiru.

—Con nosotros no corres peligro. No te preocupes, hermana.

Wanjiru estiró el cuello para recorrer con los ojos la espaciosa cueva. Vio más gente, mucha más, junto a las paredes, durmiendo en los rincones y en salientes de piedra. Vio muebles hechos con bambú, grandes cajas de embalaje en las que aparecían impresas palabras en inglés, fusiles en pabellón, envueltos por las sombras. Un silencio extraño llenaba la cueva, teniendo en cuenta el número de personas que había en ella, pero los aromas eran conocidos y reconfortantes, y la mujer que estaba a su lado sonreía de un modo tranquilizador.

—¿Quiénes sois? —preguntó Wanjiru.

—Te encontramos en la selva y te trajimos aquí. Estás entre amigos —la mujer hizo una pausa, luego dijo—: La tierra es nuestra —miró a Wanjiru como si esperara una respuesta en concreto.

Pero Wanjiru, agotada y confundida, no acertó a decir más que:

—No… no lo entiendo. ¿Quiénes sois?

La sonrisa se esfumó del rostro de la mujer y con voz solemne, casi triste, dijo:

—Somos
uhuru,
hermana. Somos Mau-mau.

Capítulo 44

Mona pensó que el tren no llegaría nunca.

Pero por fin apareció: el silbido, el temblor de los raíles, el humo alzándose hacia el cielo azul. El andén estaba abarrotado de gente; unos, como Mona, esperaban a alguien, y otros aguardaban el momento de subir y luchar por un buen asiento para el viaje hasta Nanyuki. Mona permaneció junto a su Land-Rover y contempló ansiosamente cómo el tren aminoraba la marcha hasta detenerse. No prestó atención a los vagones de primera y segunda clases, donde viajaban los blancos y los asiáticos, pero clavó los ojos en el de tercera. Finalmente —le pareció una eternidad— vio que bajaba del tren.

—¡David! —llamó, agitando la mano.

Él alzó los ojos, sonrió y le devolvió el saludo. Mona se abrió paso entre la multitud y le recibió a medio camino, diciendo:

—¡Empezaba a pensar que no llegarías nunca! ¡Te he echado de menos, David! ¿Qué tal Uganda?

Metieron el equipaje en la parte posterior del Rover, luego abandonaron la ruidosa estación; Mona iba al volante.

—No he podido traer ningún parásito del café —dijo él en el momento en que el vehículo enfilaba la carretera asfaltada—. Pero pasé por el Centro de Investigación de Jacaranda y pude observar la labor que están haciendo allí. Han aparecido unos cuantos parásitos del café.

—¿Han conseguido encontrar algo para exterminarlos?

—Hasta el momento, no.

—Ha habido dos brotes de enfermedad del café en el distrito de Alto Kiambu.

—Sí, ya me lo han dicho, Pero sólo se perdió una parte pequeña de la cosecha y han conseguido frenar el brote.

Siguieron la carretera estrecha, una de las muchas que habían construido los prisioneros italianos durante la guerra; serpenteaba a través de las colinas entre Kiganjo y la plantación Treverton, una región rica y llena de verdor donde las chozas redondas y pequeñas de los kikuyu se encontraban entre cultivos de maíz, plátanos y caña de azúcar. Los niños africanos dejaban de jugar para llamar a los ocupantes del vehículo que pasaba ante ellos. Mujeres que caminaban trabajosamente por el sendero paralelo, inclinadas bajo el peso de odres llenos de agua o haces de leña sujetos a la frente por medio de una tira de cuero, saludaban levantando las manos. Mona les devolvía el saludo, sintiéndose repentinamente feliz después de dos meses de llevar la plantación sin David.

—¿Qué más has aprendido en Jacaranda? —preguntó, mirando de reojo al hombre que iba a su lado. Hacía unos días la tía Grace había dicho que David Mathenge era la viva imagen de su guapo padre el guerrero.

—Siguen considerando que la grasa es el método más seguro para controlar los parásitos. El Gremio de Cultivadores de Café recomienda Synthorbite y Postico. En el centro de Jacaranda están haciendo experimentos con dieldrina, un nuevo insecticida de la Shell —David se movió en el asiento, apoyó el brazo en la ventanilla y miró a Mona—. ¿Qué tal va la plantación?

—Logré vender la última cosecha a cuatrocientos veinticinco la tonelada.

—Es un aumento considerable si lo comparamos con el año pasado.

Mona se rió.

—¡También han subido los costes de explotación! Me alegro tanto de que hayas vuelto, David.

David la miró durante un momento, luego apartó la vista. Colinas verdes y caminos de tierra roja pasaban velozmente por su lado; espesos grupos de plataneros se recortaban sobre el cielo azul. Espirales de humo surgían de multitud de techos cónicos de paja. La escena era apacible y conocida y David la había echado mucho de menos. También había echado de menos a Mona.

—¿Tomarás el té conmigo? —preguntó Mona, dirigiendo el vehículo hacia el lado de Bellatu. Lo aparcó entre un destartalado camión Ford y una limusina Cadillac cubierta de polvo; el primero se utilizaba todos los días, la segunda no se había movido desde el entierro de lady Rose siete años antes—. ¿O quieres descansar?

David se apeó y sacudió el polvo de los pantalones.

—Dormí en el tren. Me encantaría una taza de té.

—¡Estupendo! —dijo Mona, empezando a subir los escalones hacia la puerta de la cocina.

Al entrar, Mona dijo:

—He tenido que ponerme seria otra vez con Solomon. Esta mañana le pillé calentando las tostadas en la chimenea.

—¿Y eso qué tiene de malo?

—¡Que las sostenía entre los dedos de los pies!

David se echó a reír. Mona, sonriendo también, se disponía a decir algo más cuando la sobresaltó la súbita aparición de alguien en el umbral de la puerta del comedor.

—¡Geoff! —exclamó—. No he visto tu coche.

—Me ha traído papá. Ha ido a la misión para ver a la tía Grace.

—¿Ilse ha venido contigo? Nos disponíamos a tomar el té.

Geoffrey dirigió una mirada de desaprobación hacia David, luego dijo:

—Me temo que no es una visita de cortesía. Necesitamos hablar en privado, Mona. Tengo que darte una noticia bastante desagradable.

—¿De qué se trata?

Geoffrey volvió a mirar significativamente a David, que se apresuró a decir:

—Ya tomaré el té más tarde, Mona. Ahora tengo que ir a ver a mi madre y a Wanjiru.

—David —Mona alargó la mano y le tocó el brazo—, vuelve después, por favor, y almuerza conmigo.

—Sí —dijo David—. Hay que echar un vistazo a los libros.

—En serio, Mona —dijo Geoffrey cuando David se hubo ido—. No sé cómo permites que ese criado tuyo te tutee.

—No seas tan altanero, Geoffrey —dijo Mona, maravillándose una vez más al pensar que en otro tiempo había querido casarse con un hombre tan estirado—. Ya te he dicho varias veces que David Mathenge no es un «criado»; es mi encargado. Y es un amigo también. Bueno, ¿qué noticia es esa que querías darme?

—¿Has puesto la radio esta mañana?

—Geoffrey, me levanté antes del amanecer y me pasé toda la mañana en los cobertizos de preparación. Luego tuve que ir a la estación para recoger a David. No, no he escuchado la radio. ¿Por qué me lo preguntas?

A Geoffrey le hubiese gustado decir algo al respecto, que Mona hubiera podido enviar a otra persona a recoger a David, lo que hubiera sido más apropiado, pero, a sabiendas de que era inútil discutir con ella, decidió abordar el motivo de su visita.

—El gobernador ha declarado el estado de excepción en Kenia.

—¡Qué!

—Anoche a última hora, en un intento de poner fin al Mau-mau, detuvieron a Kenyatta y a varios de sus compinches.

—¡Pero si no hay ninguna prueba de que Kenyatta esté detrás del Mau-mau! ¡Hace sólo dos meses denunció públicamente los actos de terrorismo!

—Bueno, de una forma u otra hay que pararles los pies, y apuesto todo lo que tengo a que, estando el viejo Jomo entre rejas y sin poder enviar mensajes al exterior, la violencia cesará.

Mona miró hacia otro lado, apretándose la frente con la mano.

—¿Qué significa eso de «estado de excepción»?

—Pues que en tanto los bandidos no salgan de la selva y se entreguen, viviremos bajo condiciones policiales especiales.

Mona se acercó al mostrador de azulejos, donde una radio de plástico amarillo se encontraba entre una cafetera eléctrica y un exprimidor de naranjas también eléctrico. Desde 1919, el año de su construcción, la cocina de Bellatu había sido objeto de varias renovaciones, la última de ellas hacía dos años, cuando una moderna cocina de gas por fin había sustituido la vieja cocina Dover que funcionaba con leña.

Mona puso la radio y la melodía de
Tu corazón engañoso
llenó el aire. Al manipular los mandos, captó brevemente una emisora del lejano El Cairo, donde un joven coronel llamado Gamal Abdel Nasser encabezaba una revuelta contra la presencia británica en Egipto. Luego encontró la emisora de Nairobi.

«No hay ninguna duda de que Kenia se encuentra en una situación difícil —era la voz del gobernador, sir Evelyn Baring—, pero pido a todos los ciudadanos que conserven la serenidad y procuren no sembrar la alarma haciéndose eco de rumores. He firmado la proclamación del estado de excepción en toda la colonia, medida grave que el gobierno de Kenia ha tomado muy a su pesar. Pero no había otra alternativa ante la creciente oleada de actos ilegales, violencia y desorden en una parte de la colonia. Este estado de cosas es fruto de las actividades del movimiento Mau-mau. Con el fin de restaurar la ley y el orden y permitir que todas las personas pacíficas y leales, cualquiera que sea su raza, puedan hacer su vida normal sin peligro, el gobierno ha tomado medidas de excepción que le permiten detener a ciertas personas que, en su opinión, constituyen un peligro para el orden público».

Mona miró a Geoffrey.

—¿Ciertas personas? ¿Qué quiere decir?

«A tal efecto —prosiguió sir Evelyn—, se ha llevado a cabo una redistribución de las fuerzas policiales y militares y, además, un batallón británico se dirige hacia Nairobi por vía aérea, después de que anoche llegaran las primeras tropas. En el día de hoy también llegará a Mombasa un buque de la armada real, el
Kenya
».

—¡Tropas! —exclamó Mona, apagando la radio—. ¿De veras es todo esto necesario? ¡No tenía idea de que las cosas estuviesen tan mal!

—No lo estaban al principio. Como tú sabes, el Mau-mau, y vete a saber qué querrá decir eso, empezó con unos cuantos elementos fanáticos de Nairobi, los chicos furiosos, gente sin empleo y sin dinero, que se escondían en la selva y de vez en cuando lanzaban ataques arbitrarios, sobre todo para obtener comida y dinero. Desaparecieron uno o dos policías africanos; hubo robos de ganado; alguien se encontró con que le habían quemado la choza. Pero al parecer, cada vez son más los nativos jóvenes y descontentos que se unen a ellos, y la cosa se está extendiendo. Me temo que nos ha pillado desprevenidos a todos.

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