Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
El naga estaba a menos de doce metros de distancia, y se alzaba y movía sus cabezas en todas direcciones.
—¡Vamos! —gritó saltando.
Sintió el cuerpo extraño mientras atravesaba el círculo, como si se adentrara en un espeso campo de gelatina y se viera comprimido en él. Luego, con un ruido seco, salió de nuevo al aire libre. Aterrizó en una rejilla de metal, donde tropezó con Ariana que acababa de levantarse del suelo.
Por el agujero apareció la cara de Freed, seguida del resto de su cuerpo.
—¡Dios...! —empezó a decir, pero las palabras se convirtieron en un grito cuando una de las cabezas de la serpiente se asomó por el agujero y cerró la mandíbula alrededor de su brazo. Freed abrió mucho los ojos y el grito terminó en un entrecortado jadeo.
Dane lo agarró por el brazo derecho en el preciso momento en que la criatura empezaba a arrastrarlo hacia el agujero.
De pronto el círculo negro se cerró, cortando limpiamente la cabeza de la serpiente justo detrás de los ojos, que cayó sobre la rejilla de metal.
—¡ Arrancádmela! —gritó Freed.
Dane miró alrededor. Estaban en un compartimiento estrecho de paredes metálicas, y había muchas tuberías que se extendían por el techo. Vio colgada en la pared un hacha contra incendios y la cogió. A continuación deslizó el mango entre las mandíbulas y las abrió haciendo palanca, y liberó de los colmillos el brazo destrozado de Freed, del que manaba sangre de una arteria cortada. Por último se quitó el cinturón y lo enrolló alrededor del brazo de Freed, justo por encima del chorro de sangre, y la hemorragia prácticamente se detuvo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Freed, pálido, recostándose en la pared metálica.
Dane volvió a mirar a su alrededor, con más detenimiento. Advirtió el nombre grabado en el mango del hacha que acababa de utilizar.
—En el Scorpion.
La escotilla del compartimiento se abrió de pronto y un marinero asomó la cabeza. Parpadeó al ver la escena que tenía ante él.
—¿Quiénes demonios sois?
—¡Tengo que hablar con el capitán! —respondió Dane.
—El sonar ha identificado el primer objeto, señor —informó el comandante Sills—. Es el submarino estadounidense Scorpion.
Rogers lo miró con incredulidad. Todos los submarinistas conocían la historia del Scorpion, perdido en el océano en 1968.
—¿Y el segundo?
—Ni idea, señor, pero está persiguiendo al Scorpion.
—Ponnos en posición para enfrentarnos al segundo.
—A la orden, señor.
La tripulación del Wyoming estaba muriéndose, pero tenía suficientes fuerzas para librar la última batalla. El submarino se precipitó hacia el Scorpion, que avanzaba muy despacio. No tenían ni idea de qué podía ser el segundo y enorme objeto, pero el capitán Rogers estaba decidido a proteger a toda costa al Scorpion. No sabía cómo un submarino que había sido dado por desaparecido en las profundidades del océano hacía treinta años podía aparecer de pronto, pero si había la más remota posibilidad de que la tripulación estuviera con vida, el sacrificio que su propia tripulación ya había hecho merecería la pena.
Los tubos de los torpedos delanteros estaban cargados, y Rogers ordenó disparar tan pronto como estuviera a tiro.
—Las puertas están disminuyendo —informó Foreman.
—Advierto que está cambiando —dijo Sin Fen por el teléfono vía satélite. Chelsea estaba a su lado con el morro levantado, percibiendo también la diferencia.
—¿Estás en contacto con Dane? —preguntó Foreman.
Sin Fen se proyectó hacia el oeste, pero no recibió respuesta.
—No está allí. O no está vivo.
—¡Maldita sea, lo necesitamos! Lo ha detenido, pero no creo que hayamos visto el final. Necesitamos saber qué ha pasado, y le necesitamos a él.
De pronto, Sin Fen sintió una débil caricia, como el roce de un pelo en la piel.
—Está vivo.
—¿Dónde?
Sin Fen se concentró y vio por un instante lo que Dane veía.
—¡Está en el Scorpion, en el Triángulo de las Bermudas!
—El Scorpion sigue moviéndose, señor—informó Sills.
—¿Cuánto marcan los indicadores?
—La radiación ha bajado. La puerta se está cerrando sobre sí misma, pero tanto el Scorpion como el gran objeto siguen dentro.
—¿Distancia del Scorpion?
—Dos kilómetros y sigue acercándose.
—¿Podemos hablar con ellos?
—En el sesenta y ocho las radios eran muy diferentes de las que utilizamos ahora —respondió Sills, atusándose el pelo—. Ellos...
—¿Podemos hablar con ellos o no?
—Lo intentaré, señor.
—Se pondrá bien —dijo Dane a Freed cuando se disponía a seguir al marinero. Comprobó el improvisado torniquete que le había hecho en el brazo y añadió—: Pediré al médico de a bordo que venga.
El marinero seguía mirándolos, no tanto a ellos como a la enorme cabeza de serpiente cortada de la que manaba sangre.
—¿Quiénes son?
—Llévame ante tu capitán. —Dane le puso una mano en el hombro y lo apremió con la mente.
—A la orden, señor.
El marinero dio media vuelta y cruzó la escotilla, y Dane lo siguió. El siguiente compartimiento era la cocina y pasaron junto a un par de marineros. A continuación entraron en la sala de control del submarino. Los hombres trabajaban frenéticos mientras se gritaban órdenes.
En el centro, junto al periscopio, había un hombre de unos treinta y cinco años. Llevaba en el cuello el águila del capitán. Al ver a Dane, se detuvo en mitad de una orden.
—¿Quién demonios eres?
—No hay tiempo, señor—respondió Dane—. ¡Tenemos que salir de aquí!
—¿Qué está pasando? —preguntó Bateman con frustración—. Mi reactor se ha desconectado y hemos perdido todo contacto con la superficie...
—¡ Señor! —gritó un hombre—. He establecido contacto por radio con un submarino estadounidense que se llama Wyoming.
—No existe ningún submarino con ese nombre —replicó Bateman—. Pásalo al altavoz.
Se oyó un crujido y a continuación una voz por el altavoz.
—Aquí el capitán Rogers del Wyoming. Deben tomar un rumbo de doscientos setenta grados inmediatamente. Se encuentran en grave peligro.
—Identifíquese —ordenó el capitán Bateman—. Nunca he oído mencionar su barco.
—No hay tiempo —replicó Rogers—. Estamos en 1999. ¡Llevan treinta años desaparecidos, y si no empiezan a moverse, volverán a desaparecer!
Bateman se volvió hacia Dane y lo miró perplejo.
—Es verdad —asintió Dane—. Llevan treinta años perdidos.
—No es posible. —Bateman sacudió la cabeza—. Estamos en 1968.
—Ha cruzado una puerta —explicó Dane—. Lo sabe porque trabajaba para Foreman. Entraron en algo muy extraño. —Dio un paso adelante y lo sujetó por los hombros—. Tiene que salvar su barco. Ponga rumbo de doscientos setenta grados. ¡Ya!
Bateman sacudió la cabeza, pero gritó al timonel:
—Dos-siete-cero grados. A toda máquina.
—Los torpedos están siguiendo la trayectoria. —Sills seguía mirando la pantalla de un ordenador mientras transmitía los datos—. Han hecho impacto.
Rogers esperó mientras su barco se acercaba al Scorpion. Sabía exactamente cuánto tiempo tardaría en viajar por el agua el sonido de la explosión. Pasados unos segundos, miró a Sills.
—Ha pasado el tiempo, señor. Debemos de haber errado el blanco.
—¿Cómo demonios vamos a errar un blanco seis veces mayor que un Tifón? —preguntó Rogers.
—¿Qué nos ha pasado? —inquirió Bateman.
Dane era el centro de atención de todos los presentes en la sala de control.
—No lo sé —respondió—. Primero tenemos que salir de aquí y luego intentaremos averiguarlo.
—El objeto está a menos de un kilómetro de distancia.
—¿A qué distancia del Scorpion'!
—A ochocientos metros. El Scorpion está moviéndose. Con un rumbo de dos-setenta grados.
—Reducid a un tercio —ordenó Rogers—. Virad todo a babor. —Observaba el símbolo que representaba el Scorpion en su pantalla e imaginó las posiciones relativas de su submarino y el objeto desconocido.
—El objeto vuelve a acercarse al Scorpion.
—¡Señor! —exclamó el operador de radio, tendiéndole un auricular a Rogers.
—¿Sí? —respondió Rogers.
—Aquí Foreman. Debe salvar el Scorpion. ¿Entendido?
—Entendido. —Rogers devolvió el auricular y se volvió hacia Sills—. Estupendo. ¿Cuánto calculas que tardará el Scorpion en salir de la puerta del Triángulo de las Bermudas a esa velocidad?
—Un minuto y veinte segundos —respondió Sills, tras apretar una tecla de su ordenador.
—¿Y cuánto falta para que lo alcance el gran objeto?
—Cuarenta y cinco segundos —respondió inmediatamente Sills, que ya había calculado el tiempo.
—Sitúanos entre los dos.
—A la orden, señor.
—¿Cuánto tardará?
—Treinta segundos.
—Capellán, me temo que va a tener que rezar más deprisa —dijo Rogers, mirando hacia un lado.
Alcanzó a ver la niebla detrás del Scorpion, pero se alejaba por segundos, y la tormenta se cerraba sobre sí misma.
Carpenter, Beasley, Freed y Ariana se reunieron con él y miraron en la misma dirección.
—¿Estamos a salvo? —preguntó Freed.
—De momento —respondió Dane.
La euforia de Foreman se enfrió con el siguiente informe del cuartel general de la marina.
—El Wyoming ha desaparecido, señor.
El Wyoming se deslizó entre el Scorpion y el gran objeto que aparecía en sus pantallas. Era una esfera gigantesca, de más de dos kilómetros y medio de ancho, cuya superficie negra mate estaba hecha de alguna clase de metal. En el centro de la parte delantera se abría una enorme puerta en espiral, de más de cien metros de ancho.
La esfera se dirigía hacia el Scorpion, pero el Wyoming se interpuso en su camino. Frenó cuando el Wyoming se deslizó en la abertura.
—El Scorpion acaba de aparecer en el SOSUS. —Foreman escuchaba el informe del cuartel general de la marina—. ¡Ha dejado atrás la puerta! ¡Está saliendo a la superficie!
—Conners, ¿qué es lo último que se sabe de la puerta del Triángulo de las Bermudas? —preguntó Foreman, descolgando el auricular.
—Sigue disminuyendo —informó ella—. A una velocidad aún mayor.
—¿Y de la puerta de Ankor?
—Se ha reducido a una pequeña extensión de unos seis kilómetros de ancho, y sigue disminuyendo.
El capitán Bateman abrió la escotilla y subió, seguido de cerca por Dane, que parpadeó a la brillante luz del sol. Miró alrededor.
—La última vez que nos vimos, me apuntabas con un arma —dijo Foreman.
Dane estudió al anciano sentado al otro lado de la mesa de conferencias, advirtiendo los cambios que habían producido los años. Foreman había envejecido bien, salvo por su pelo antes canoso y abundante, que le raleaba más de lo que recordaba.
—Y usted me mentía —continuó Dane, alargando una mano a su izquierda para acariciar la oreja izquierda de Chelsea. La perra dorada ladeó la cabeza y la apretó contra la mano.
—Me reservaba información —corrigió Foreman—. La palabra mentira es demasiado fuerte para emplearla en este contexto.
Estaban sentados en la sala de conferencias del cuartel general de la CÍA, en Langley. Sin Fen estaba sentada al lado de Foreman. Éste debía marcharse enseguida a una reunión de alto nivel en Washington con el presidente y el Consejo de Seguridad Nacional, para hablar sobre lo que acababa de ocurrir tanto en la puerta de Angkor, en Camboya, como en las restantes puertas.
La chocante y repentina reaparición del submarino Scorpion, dado por desaparecido en los diarios de navegación de la marina estadounidense de 1968, se había mantenido en secreto, pero Dane sabía que no podrían hacerlo mucho más tiempo. No podían explicar el hecho de que ningún miembro de la tripulación pareciera haber envejecido en treinta años. Ni podía explicarlo la tripulación. Que ellos supieran, sólo habían transcurrido unos minutos entre el momento en que habían comunicado por radio a Foreman en 1968 que el reactor se había desconectado al entrar en el Triángulo de las Bermudas, y el momento en que Dane había aparecido en el puente de mando del submarino hacía dos días.
—¿Por qué sigue necesitándome? —preguntó Dane.
—Porque la misión que empezó hace treinta años no ha terminado —respondió Foreman—. Porque has sido tú quien ha detenido la invasión a través de la puerta de Angkor.
—Por el momento —añadió Sin Fen.
—Por eso te necesito —concluyó Foreman.
Dane miró a Sin Fen, cuya mente era un muro negro para él. Luego se volvió hacia Foreman. Podía leer más en él, pero no todo lo que le hubiera gustado. Sabía que el anciano decía la verdad, pero también que había muchas cosas que no sabía o le ocultaba. Basándose en sus pasadas experiencias con el hombre de la CÍA, probablemente ambas cosas.
—Lo he escrito todo en mi informe —insistió Dane.
—Además —continuó Foreman como si no lo hubiera oído—, hemos perdido el Wyoming dentro de la puerta del Triángulo de las Bermudas.
—Se han perdido otros submarinos en las puertas —replicó Dane.
—Ninguno con veinticuatro ICBM Trident a bordo. Cada misil está dotado de ocho cabezas nucleares MK 4 de cien kilotones cada una, es decir, ciento noventa y dos cabezas nucleares. Y nuestros amigos del otro lado, sean quienes sean o lo que sean (la Sombra, como los llamó su amigo Flaherty), parecen tener una acusada inclinación por lo radiactivo. Nos hemos impuesto a sus armas en este primer asalto, pero tal vez no nos vaya tan bien contra nuestras propias armas que acaban de capturar.
—Estupendo —dijo Dane—. Recuperamos el Scorpion, y la Sombra se hace con el Wyoming y sus armas nucleares.
—Te tenemos a ti —repuso Foreman—. Tienes una especie de poder, una especie de ligazón con esas puertas. Has vuelto a conseguir entrar y salir de la puerta de Angkor. Por segunda vez. Eso es una vez más de lo que nadie ha hecho.
Dane se limitó a mirar fijamente al representante de la CÍA. Tenía la sensación de estar en medio de un remolino, y de ser arrastrado contra su voluntad hacia un centro oscuro y peligroso. Y, para ser sinceros, no estaba seguro de la fuerza con que iba a poder nadar contra el poder que lo arrastraba hacia allí, si es que era capaz de resistir.
Foreman dejó unas fotografías en la mesa delante de él.