Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
—Según estas inscripciones, antes de trasladarse al Sudeste asiático el imperio Khmer era una gran isla situada en el mar, al otro lado de la Tierra, al otro lado del mar. —Se apresuró a añadir—: Lo interpreto como una isla del Atlántico, y la tierra al otro lado, el continente americano.
—Pero... —empezó a decir Dane, pero Beasley lo interrumpió.
—Menciona una Sombra oscura. Aquí explica cómo los Khmer abandonaron su antigua tierra natal y viajaron por el océano para huir de la Sombra, pero ésta los siguió. Cómo los guerreros montaron guardia durante generaciones contra la Sombra.
—¿Y? —preguntó Freed.
—No creo que tenga un final feliz —dijo Dane mientras Beasley seguía leyendo.
—Aquí dice algo de enfrentarse a... uf... —Beasley hizo una pausa.
—¿A qué? —preguntó Freed.
—A monstruos —respondió Beasley, dedicando una sonrisa a Dane. Los naga y demás. —Señaló hacia el muro del este—. Allí habla de la época anterior. Antes de que los Khmer llegaran aquí. Cuando la isla en la que vivían fue destruida por lo que llaman el «fuego de la oscura Sombra», hace unos cinco mil años, y la gente se desperdigó por la Tierra.
»Pero la descripción de la isla. Los círculos de tierra y agua alrededor de una colina central sobre la que se erigían un templo y el palacio de los gobernantes. Que yo sepa, sólo existe otro lugar que se haya descrito así. ¡Que coincida exactamente con las antiguas leyendas! ¡La isla de la Atlántida! Tiene que serlo. —Cerró los ojos y recitó—: "La Atlántida era el reino de Poseidón. Cuando Poseidón se enamoró de una mujer mortal llamada Cleito, mandó construir en el centro de la tierra un palacio y lo rodeó de círculos de agua para protegerla.
»"Cleito dio a luz a cinco pares de gemelos, todos varones, que fueron los primeros gobernadores de la Atlántida, y Atlante fue el nombre del primer rey de la Atlántida. Construyeron un gran templo para rendir culto a Poseidón, y a través de los círculos de tierra abrieron un canal para facilitar el comercio..." —Abrió los ojos—. Continúa, pero me imagino que no querrán oírlo ahora. Todo de Platón, escrito en el 360 A.C.
«Piensen en Angkor Thom y Angkor Wat. Los fosos que los Khmer construyeron alrededor de la ciudad. Diría que los Khmer trataban de imitar lo que se hizo en la Atlántida, pero ellos no tenían el océano. Tuvieron que procurarse su propio suministro de agua y asegurarse de que siempre estuviera lleno.
Dane lo escuchaba, pero estaba más preocupado por lo que había al otro lado del río. Si esa llamada de radio había sido auténtica y Flaherty estaba realmente allí, entonces... Se sobresaltó. Si Flaherty había enviado ese mensaje hacía sólo unos días...
—Déjeme la PRC-77 —dijo a Freed, interrumpiendo las divagaciones excitadas de Beasley.
—¿Para qué?
—Si ese mensaje que me dejaron escuchar es auténtico, los miembros de mi equipo siguen con vida y tienen medios para comunicarse —explicó Dane.
Freed se quitó la mochila y se la pasó. Dane la colocó sobre una piedra lisa y vio dentro la pintura verde descolorida de la parte superior de la radio. Luego movió el dial de frecuencias, cuyo ruido le pareció casi reconfortante, ya que le recordó viejas misiones en las que había intentado sintonizar frecuencias a tientas en la oscuridad. Enroscó la antena y encendió la radio. A continuación sintonizó la frecuencia FM de emergencia de aquella última misión y se puso los auriculares.
—Gran Rojo, aquí Dane. Corto. —Esperó unos segundos, luego volvió a apretar el botón de transmisión—. Gran Rojo, aquí Dane. Corto. —Todavía nada—. Gran Rojo, aquí Dane. Si me oyes, haz dos chasquidos. Corto.
—¡Oh, mierda! —exclamó Freed, sujetando a Dane por el brazo y señalando hacia el oeste. Justo frente a ellos, en la niebla, a un kilómetro y medio de distancia, se estaba formando una gran esfera dorada.
La radio chasqueó dos veces y a continuación estalló en un código en morse. Dane descifró mentalmente el código y lo tradujo en palabras mientras volvía a coger el micrófono.
—Gran Rojo, aquí... —Se interrumpió cuando las letras se unieron en su cabeza.
S-I-N-V-O-Z-
Se agachó en el preciso momento en que del centro del círculo salió un relámpago de luz dorada en dirección a ellos. Freed agarró a Beasley y lo empujó hasta detrás de la muralla de piedra. El relámpago estalló con un ruido atronador. Dane oyó cómo la piedra saltaba en pedazos y sintió que los fragmentos llovían sobre ellos. Se tumbó de espaldas y levantó la vista. Había volado un gran trozo de muralla, resquebrajando la piedra.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Freed, levantándose despacio.
—Sí —respondió Dane.
Beasly miraba fijamente el boquete abierto en el muro.
—Sin voz —dijo Dane—. Ése era el mensaje en morse.
—La próxima vez descífrelo un poco más deprisa —replicó Freed.
—¿Están todos bien? —resonó la voz de McKenzie desde abajo.
—Sí, estamos bien —respondió Freed a gritos.
—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó McKenzie.
—No lo sé. Regresen a sus posiciones y manténganse a cubierto —ordenó Freed.
—¿A cubierto? —McKenzie no salía de su asombro—. ¿De relámpagos que surgen de la niebla?
—Retrocedan —susurró Freed.
El canadiense hizo un gesto de contrariedad, pero obedeció.
—¿Tiene una llave de morse? —preguntó Dane.
—No.
—Maldita sea.
La radio volvió a cobrar vida con rayas y puntos que crepitaban por el altavoz. Dane sacó del bolsillo del pecho un pequeño bloc y se apresuró a apuntarlos. Cundo se dio cuenta de que el mensaje se repetía, dejó de apuntar y empezó a descifrar.
D-A-N-E-
G-R-A-N-R-O-J-O-
N-O-E-N-V-I-E-S-V-O-Z-
7-8-2-9-4-3-
T-R-A-T-A-R-E-M-O-S-D-E-C-U-B-R-I-R-O-S-
Dane levantó la vista del bloc y miró a través del boquete recién abierto en el muro, hacia la niebla. Flaherty estaba allí. Vivo.
Freed había desplegado su mapa y lo estudiaba.
—Esa coordenada está al norte de donde cayó el avión. A unos diez kilómetros. Dane se levantó. Sin una llave de morse no podía «hablar» con Flaherty, y era evidente que el ex jefe de su equipo no iba a enviarle otro mensaje. Así no había forma de comprobar el asunto de los MILSTARS. Consultó el mapa.
Las coordenadas se cruzaban justo en el centro de lo que parecía una gran depresión de forma rectangular, de unos siete kilómetros de ancho y doce de largo. Las líneas de color verde oscuro que cubrían toda la zona significaban selva espesa. Por supuesto, una nota al pie del mapa informaba que los datos representados no habían sido verificados. Dane advirtió que dentro de la depresión no había cotas topográficas ni detalles, como si los cartógrafos se hubieran limitado a hacer conjeturas. Recordó el comentario de Beasley sobre los espacios en blanco de los mapas antiguos. Al parecer los seguía habiendo en los modernos.
—Es allí. —Levantó la vista y señaló a la derecha de la parte delantera.
—Antes iremos al avión —dijo Freed.
—No.
—Escuche, ésta es mi misión... —empezó a decir Freed.
—Muy bien —lo interrumpió Dane—. Vaya al avión y llévese a los canadienses con usted. Yo me dirigiré a estas coordenadas. Flaherty ha dicho, que nos cubrirá si vamos al lugar que nos ha señalado.
—¿Cómo va a cubrirnos? —preguntó Freed.
—No lo sé —admitió Dane—, pero me conformo con cualquier cosa. Si va al avión, no creo que reciba ninguna ayuda.
—Estamos perdiendo el tiempo aquí cotorreando —dijo Freed.
Se dirigió a las escaleras del interior, y Dane y Beasley lo siguieron.
—Salgamos de aquí —ordenó Freed a los canadienses.
—¿Qué le ha ocurrido a ese helicóptero? —preguntó McKenzie, con los otros tres canadienses detrás de él toqueteando sus armas con poca convicción.
—Por eso no vinimos hasta aquí volando —respondió Freed—. Esa niebla tiene un efecto extraño en los aparatos electromagnéticos.
—No ha sido ninguna niebla lo que ha derribado ese helicóptero —replicó McKenzie—. No ha sido ninguna niebla lo que casi les hace saltar en mil pedazos.
—En marcha —ordenó Freed.
—No...
—Muévete si no quieres volver a casa a pie —dijo Freed—. Sólo si me seguís, podréis subiros al helicóptero que os lleve de vuelta a Tailandia, y yo voy a entrar allí.
—Eso me suena —comentó Dane.
—Moveos —ordenó Freed, ignorándolo.
—¿Adonde? —preguntó Dane, sin moverse.
—¿Qué le parece si vamos al avión y luego a las coordenadas del norte? —respondió Freed, tras vacilar un breve instante.
—No queremos pasar más tiempo del necesario allí dentro —respondió Dane—. Ed debe de tener una razón para querer que vayamos a esas coordenadas, y él ya está dentro. También debe de saber lo del avión. Confío en él y creo que debemos hacer lo que nos dice. Yo voy a esas coordenadas.
Vio cómo Freed miraba por encima de él, hacia la muralla derruida de la torre de la vigilancia.
—Está bien. Pero con la condición de que luego vayamos al avión.
Dane no creyó necesario responderle. Aun con Flaherty «cubriéndolos», fuera lo que fuese lo que eso significaba, no tenía muchas esperanzas de llegar a las coordenadas.
Los canadienses se desplegaron y empezaron a bajar la colina, seguidos de Freed, Dane y Beasley.
Dane sintió en su fuero interno la misma sensación de miedo e inquietud, pero podía controlarla mejor después de tantos años entrando en edificios derruidos y zonas siniestradas. Se concentró en la tarea inmediata de bajar la colina.
—Has venido bien equipada —dijo Ariana a Carpenter cuando ésta le mostró el cable azul de un detonador.
Estaban en el centro del área de consolas. Justo bajo sus pies, según los planos del avión, estaba el depósito de combustible principal. Habían dejado a Ingram en el área de comunicaciones vigilando a Hudson y esperando el mensaje de Flaherty respondiendo a su petición de ayuda cuando abandonaran el avión.
—Siempre preparada como los boy-scouts —dijo Carpenter, sacando del forro de su bolso un detonador.
—¿Por qué te enviaron a espiarnos? —preguntó Ariana.
—Por la región en la que estamos —respondió Carpenter—. La CÍA lleva mucho tiempo vigilándola de cerca.
—¿Por qué?
—Porque... —Carpenter se interrumpió y señaló hacia arriba—. ¿Por qué demonios crees? Aquí está pasando algo extraño desde hace tiempo y estamos intentando averiguar de qué se trata.
—¿Por qué no me advirtieron?
Carpenter se detuvo y levantó la vista hacia ella.
—A tu padre se le entregó suficiente información para que supiera que era un lugar extraño y peligroso. Se le dijo que se habían estrellado otros aviones y que había desaparecido gente. Supongo que creyó que merecía la pena arriesgarse y hacer el reconocimiento. —Le tendió el detonador—. Sostén esto.
Ariana cogió el detonador. Sabía que lo que decía Carpenter era cierto. Su padre lo sabía y, a pesar de ello, los había enviado. Los beneficios, siempre los beneficios.
Carpenter dobló con unas tenacillas la cubierta metálica del extremo del detonador, sujetándola al cable. Ariana observó cómo movía los dedos con destreza y supo que lo había hecho muchas veces.
—¿En qué clase de lugar estamos? —preguntó.
—Aquí me has pillado. —Carpenter se recostó en su silla y se secó la frente cubierta de sudor—. Me enrolé poco antes de salir en esta misión. A juzgar por las instrucciones que me dieron, nadie lo sabe. Por eso estamos aquí. Como conejillos de Indias que se sueltan en el laberinto. El mundo entero está pendiente de nosotros. Pero diría que no somos sólo nosotros. Tu padre habrá enviado un equipo de rescate, y puesto que aún no han dado señales de vida, diría que los ha atrapado la gran serpiente u otra cosa. Y lo mismo le ha ocurrido al helicóptero de Syn-Tech y a cualquier expedición de rescate que envíe mi agencia, si es que envía alguna. Me dio la ingrata y desalentadora impresión de que al tipo que me dio las instrucciones le importaba muy poco lo que pudiera pasarme. Quería que averiguara qué ocurría aquí dentro y punto. La puerta de Angkor lo llamó. No creo que le preocupara mucho lo cara que pudiera costar tal información.
—¡Dios mío! —exclamó Ariana.
—Sí, niña, nos han engañado a las dos —dijo Carpenter. Sostenía en las manos el detonador—. Ya está listo para hacerlo estallar.
—Veamos si hemos recibido noticias sobre cómo se supone que vamos a salir de aquí —dijo Ariana, dirigiéndose a la parte delantera del avión.
En cuanto entró en el área de comunicaciones, Ingram le tendió una hoja de papel.
—Acaba de llegar esto.
Ariana lo leyó.
I-D-A-L-A-S-C-O-O-R-D-E-N-A-D-A-S-
7-8-2-9-4-3-
I-D-A-L-A-S-C-O-O-R-D-E-N-A-D-A-S-
7-8-2-9-4-3-
Ariana sacó un mapa y lo extendió sobre la mesa.
—Bien, esto es lo que hay. —Se quedó mirando fijamente la zona señalada por las coordenadas, luego levantó la vista hacia Ingram, Hudson y Carpenter—. Está a unos cinco kilómetros al norte.
—Yo no puedo recorrerlos —dijo Hudson.
—Entonces tendremos que dejarte aquí.
—No podéis... —empezó a decir Hudson, pero al ver la mirada indignada de Ariana se interrumpió.
—Te ayudaremos a llegar hasta allí, pero ni se te ocurra decirme lo que puedo o no puedo hacer, cabrón.
—Pero ¿cómo sabemos que allí hay algo? —preguntó Ingram.
—En estos momentos no creo que tengamos otra elección —replicó Ariana—. Preparaos.
—¡Ariana! —gritó Carpenter desde la cola del avión—. No te lo pierdas.
Ariana corrió hasta el área de consolas central, evitando el haz de luz dorada que había matado a Daley. Carpenter miraba la unidad central de Argus.
—¿Qué pasa?
—Mira. Está pasando algo.
Ariana observó cómo una pieza del soporte físico de Argus desaparecía dentro del aura dorada que lo rodeaba.
—¿Qué demonios está pasando?
—Doce horas —dijo Carpenter—. Tal vez sea demasiado tarde.
—¡En marcha!
—Utilizaba los satélites MILSTARS —confirmó Jimmy, estudiando la última imagen—, pero los puntos de convergencia no se basan en eso.
—Pero la energía era transportada a través de los MILSTARS —replicó Conners. Estaban en su oficina, con las paredes cubiertas de imágenes, y todas las superficies libres y el suelo llenos de hojas impresas del ordenador—. ¿Qué la transporta ahora?