Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
—Muy bien.
Chelsea agachó la cabeza y la levantó hacia los dedos.
—No hay tiempo para más, amiga —dijo Sin Fen. Y empezó a subir el barranco al tiempo que sacaba un cuchillo de la bota.
—Señor, estamos apenas a treinta kilómetros de la costa de Florida —dijo el comandante Sills—. Si esto sigue creciendo a este ritmo, vamos a quedarnos sin agua.
—¡Mierda! —exclamó Rogers—. Si vuelve a ocurrir, un montón de civiles del sur de Florida van a estar como nosotros.
Se sentía febril. No tenía ni idea de los síntomas que debía presentar alguien que hubiera estado expuesto a una dosis mortal de radiación. Lo último que quería era que su tripulación sufriera. Tenía previsto quedarse allí mientras la tripulación permaneciera ocupada, pero en cuanto se agravara la enfermedad, sumergiría el Wyoming hasta el fondo y terminaría con él por el bien de todos. De ese modo impediría que el submarino contaminado causara daño a otras personas.
Sin Fen llegó a lo alto del barranco. Un mercenario vestido de negro se volvió al oírla, pero el grito de alarma murió en su garganta al clavarse en ella un afilado cuchillo. Sin Fen tenía en sus manos la metralleta del mercenario antes de que el cuerpo se desplomara en el suelo.
Se adentró en el campamento y disparó antes de que pudieran advertir su presencia. En menos de diez segundos, los otros cinco mercenarios habían muerto sin saber qué había ocurrido.
Sorprendió a Paul Michelet intentando subirse al asiento del pasajero de uno de los Hueys. Lo detuvo en su huida con el efectivo recurso de disparar al cristal de la cabina de mando y coser a balazos el pecho del piloto.
—¡Por favor! —exclamó Michelet con las manos levantadas, volviéndose hacia ella.
Sin Fen apretó brevemente el gatillo y de la boca del arma sólo salió una bala, que alcanzó la pierna derecha de Michelet por encima de la rodilla y lo arrojó al suelo.
—Calla —dijo ella cuando él gritó. Recuperó su teléfono por satélite, y marcó un número.
—¿Sí? —Foreman se dio cuenta de que agarraba el borde del asiento con tal fuerza que tenía los nudillos blancos.
—Dane está en Angkor Kol Ker. —La voz de Sin Fen era firme y controlada—. El prang del centro de la ciudad es la principal fuente de propagación. La puerta principal.
—¿Qué podemos hacer?
—Tenemos que destruirlo.
—Sí —coincidió Foreman—. Pero no podemos enviar un avión. Ni siquiera podemos disparar un misil de crucero. Nada de lo que tenemos funcionará en esa puerta.
—Dane tiene un plan.
—Te escucho.
Beasley contemplaba las ruinas mientras las grababa con su cámara de vídeo. Carpenter estaba sentada en una gran piedra, con el cansancio reflejado en su rostro. Ariana observaba a Dane, y esperaba, lo mismo que Freed. Flaherty también parecía cansado, con la cara demacrada, tal como Dane la recordaba después de las misiones fronterizas. Éste sabía que el tiempo pasaba, que sólo les quedaban unos minutos, pero la mole del prang los desafiaba, con el haz dorado vibrando de energía.
Flaherty atrajo su atención.
—Como en los viejos tiempos, ¿eh, amigo?
Dane asintió. Bajó la voz para que sólo Flaherty lo oyera.
—¿Qué te ha pasado?
—No sé dónde estoy cuando no estoy aquí, sólo que no es aquí. Sé que no tiene sentido, pero es demasiado complicado. Hay otro lado. Está realmente «al otro lado de la alambrada», si quieres llamarlo así. En alguna otra dimensión donde existen esos «otros». Y allí están luchando los Predecesores y la Sombra..., así es como los llamaron hace mucho, pero ni siquiera sé como se llaman a sí mismos. Sólo oigo sus voces. Dentro de mi cabeza.
»Y aquí —Flaherty abarcó lo que lo rodeaba con un amplio gesto— es por donde cruzan a nuestro lado y continúan luchando. La Tierra sólo es otro lugar que conquistar y utilizar. Y los que me envían no quieren que la Sombra lo logre. Lleva así mucho tiempo.
—¿Por qué no pueden detenerla los Predecesores?
—Tienen un acceso limitado a la Tierra. Lo mismo que la Sombra. Pero el poder de la Sombra es más fuerte aquí. Según he deducido, cuenta con mejor tecnología y domina en la guerra. Los Predecesores hace mucho tiempo, muchísimo tiempo, que se limitan a defenderse. —Y añadió—. Lucharon antes en la Tierra, en el pasado.
—La Atlántida —dijo Dane.
—Quedó completamente destruida. Algunos escaparon.
—Y esos otros, ¿son humanos? —preguntó Dane.
—Nunca los he visto —insistió Flaherty. Pero Dane advirtió cómo caía una cortina en la mente de su amigo, impidiéndole acceder a él, y eso lo inquietó.
Señaló el naga que se enroscaba al otro lado del foso, mirándolos con los ojos maliciosos de sus siete cabezas.
—¿Y eso? ¿Y las demás criaturas? ¿Las que nos atacaron?
—Forman parte de la vida que existe al otro lado. —Flaherty meneó la cabeza—. ¡Mierda, no lo sé! ¡No sé un montón de cosas!
Dane estaba a punto de hacer otra pregunta, pero se interrumpió. Sin Fen.
Cerró los ojos. El plan estaba en marcha. Tenía trabajo.
Patricia Conners escuchó el plan que expuso Foreman.
—No puedo hacer eso —se limitó a responder.
—¿Por qué no? —preguntó Foreman.
—No sé adonde quiere ir a parar —protestó ella—. Y la única forma que tengo de ponerme en contacto con el satélite KH-12 es por radio, y sabemos que la puerta impedirá la conexión.
—Haga lo que le he dicho y no se preocupe del resto.
—Pero recuerde lo que ocurrió al Thunder Dart y al Bright Eye —objetó Conners.
—¡Hágalo! —La voz de Foreman era dura.
—Está bien —respondió Conners cogiendo su gorra del ordenador.
—¡Oh, no! —exclamó Jimmy al verla sentarse ante el ordenador—. ¿Vas a hacerlo?
—No tenemos otra alternativa.
—Pero ¿cómo van a...?
Conners levantó una mano mientras con la otra apretaba una tecla del teclado.
—No nos corresponde preguntarnos por qué.
A doscientos kilómetros de altura sobre la puerta de Angkor, los cohetes de control del satélite KH-12 cobraron vida en cuanto Patricia Conners transmitió la orden. Pero en lugar de moverse lateralmente, el satélite giró despacio.
—No queda mucho tiempo —dijo Flaherty, apartándose de Dane—. Voy a tener que volver ahora. ¿Podrás detenerlo?
—Sí —respondió Dane, parpadeando.
—No pueden mantenerme más tiempo aquí. —Flaherty retrocedió otro paso—. Constituiría un peligro para ti. —Miró a su derecha. Del rayo principal salió otro rayo que empezó a formar una esfera dorada a un lado de la parte superior del prang.
—¡Oh, mierda! —exclamó Freed, poniéndose de pie.
—¿Cómo se sale de aquí? —preguntó Carpenter a gritos, cuando Flaherty retrocedió otro paso y detrás de él apareció un agujero negro.
—Cuando llegue el momento lo sabréis —respondió Flaherty, levantando una mano.
Dane habría jurado que unas gruesas lágrimas resbalaron por las mejillas del jefe de su equipo. Luego desapareció.
Dane miró hacia el cielo.
Los propulsores principales se encendieron y el KH-12 realizó una maniobra que sus creadores jamás habían imaginado, al dirigirse directamente hacia el suelo, con la fuerza de la gravedad de la Tierra sumada a la potencia de los cohetes.
—¡Está pasando algo! —gritó el comandante Sills, y su voz retumbó en la sala de control de operaciones—. Estamos detectando algo por el sonar. Algo sólido. A seis kilómetros de distancia.
—¿Qué es? —preguntó el capitán Rogers.
—¡Parece otro submarino, pero la lectura es muy extraña!
Dane ya no estaba de pie en Angkor Kol Ker, sino muy por encima de él, y al mirar abajo veía el planeta desde una altura muy elevada. Y éste se acercaba. Alargó una mano y sintió que tenía el control, que era capaz de cambiar de posición mientras sentía una sensación de calor en la cara, el comienzo de la atmósfera.
Ariana miró a Dane, que tenía los ojos extraviados. Luego levantó la vista hacia el prang. La esfera dorada ya era sólida, y medía metro y medio de diámetro.
—¡Bajadlo de ahí! —gritó cuando la esfera se precipitó de pronto hacia donde estaban.
Entre Freed, Carpenter y ella agarraron a Dane y lo hicieron rodar por el suelo hasta detrás de unas rocas. La esfera las alcanzó con una fuerte explosión que arrojó fragmentos de piedra por el aire.
Se oyó un grito de dolor. Beasley seguía de pie en el mismo sitio, con la cámara de vídeo en una mano y apretándose con la otra su amplio estómago, la sangre brotándole de entre los dedos. Se tambaleó despacio hacia atrás, contra la muralla de la ciudad, y cayó sentado al suelo.
—¡Maldita sea! —exclamó Freed, corriendo hacia el profesor mientras sacaba una compresa del botiquín que llevaba en su chaleco de combate.
—¡Mirad! —exclamó Carpenter, desviando la atención de Ariana del botiquín de primeros auxilios.
Otra esfera dorada se estaba formando, el doble de grande que la primera.
—¡Qué diablos ocurre! —exclamó Conners. Movía la palanca de mando del KH-12, pero no respondía. El ordenador le informó que el satélite estaba lanzando cohetes de control y cambiando su trayectoria—. He perdido el control —dijo.
—¿Quién lo tiene entonces? —preguntó Jimmy, mirando los indicadores por encima de su hombro. —No tengo ni idea.
Dane vio debajo de él el contorno del Sudeste asiático, que aumentaba de tamaño a un ritmo exagerado. La línea de la costa se prolongaba hasta perderse de vista, y abajo sólo había verde. Se obligó a reducir la velocidad, sin saber muy bien cómo hacerlo, pero logró concentrarse y consiguió distinguir en el verde que se extendía a sus pies los débiles trazos de un rectángulo. Y allí, justo a su derecha, estaba el haz dorado.
Reajustó su trayectoria moviéndose hacia el haz, hasta que descendió paralelo a él.
—¡Dios mío! —exclamó Freed. La segunda esfera dorada ya era sólida. Sabía que ésta los eliminaría a todos—. ¡Dane! —Lo zarandeó, pero no obtuvo respuesta.
Dane veía por fin Angkor Kol Ker debajo de él. El haz dorado estaba justo a su derecha. El KH-12 era una masa inerte. Todos los sistemas habían sido desconectados y nada podía atraer la atención de la energía de la Sombra.
Dane le dio un último codazo.
El KH-12 pesaba dieciocho toneladas. Los paneles solares habían sido cortados enseguida, tan pronto como inició el descenso, pero su ausencia apenas disminuía el peso del satélite. Se estrelló contra la parte superior del prang a más de seis mil cuatrocientos kilómetros por hora. La masa por la velocidad era igual a una explosión equivalente a la bomba que Michelet había arrojado para despejar la zona de aterrizaje.
Dane abrió los ojos. Oyó gritos alrededor y el ensordecedor estampido de una explosión. Una bola de fuego había sustituido al prang y de él salían volando grandes fragmentos de piedra. Dane rodó hasta los demás, que se habían resguardado entre varios bloques de piedra.
—¿Qué demonios ha sido eso? —gritó Freed, mientras oían a su alrededor el ruido de piedras estrellándose contra el suelo.
Dane atisbo a través del polvo y los escombros. El prang y el haz dorado habían desaparecido.
—¡Se está deteniendo! —exclamó Jimmy, mirando la pantalla con incredulidad—. ¡Se está deteniendo!
—¿Qué hay de las otras fuentes? —preguntó Conners.
—Se están deteniendo también. —Jimmy hizo un gesto de incredulidad—. ¡Lo hemos conseguido!
—¿Qué hemos hecho? —murmuró Conners para sí.
Foreman observaba los datos que le llegaban de la NSA. Los comprendió, pero no se dejó llevar por la euforia ni se permitió sentirse aliviado. La propagación por el espacio había cesado, pero las puertas seguían existiendo. Aisladas ahora, pero eso sólo los llevaba de nuevo al punto de partida.
—¡Estamos detectando un segundo objeto! —comunicó Sills al capitán Rogers—. Justo detrás del primero. Algo muy grande.
—¿Qué es?
—Es demasiado grande para ser un submarino. ¡Dios, es seis veces mayor que un Tifón!
Rogers sabía que un Tifón era el submarino más grande del mundo, el orgullo de la flota de misiles balísticos rusos, que desplazaba más veintiséis mil quinientas toneladas cuando se sumergía. De casi dos campos de fútbol de largo y quince metros de ancho, un Tifón era el doble de grande que su submarino. Pero la idea de algo seis veces mayor que eso lo dejó estupefacto.
—Prepara todo el armamento y acerquémonos —ordenó.
Roger recorrió con la vista el centro de operaciones. El capellán de a bordo se movía por él hablando en voz baja con los hombres, administrando los últimos sacramentos.
—Ahora es un buen momento para buscar la salida de la que ha hablado tu amigo —dijo Ariana, conteniendo con sus manos la sangre de la herida de Beasley.
El suelo bajo sus pies se combó de pronto, desconcertando a todo el grupo, naciéndolos buscar un lugar donde asirse.
—¡Mierda! —exclamó Freed cuando el terremoto se interrumpió un instante, señalando desde el muro.
El fondo de piedra del foso se había resquebrajado y empezado a vaciarse. Al otro lado, el naga se alzaba e inclinaba hacia adelante, siguiendo con sus siete pares de ojos el agua que desaparecía. Luego se deslizó en el agua.
Freed se encajó en el hombro la culata de su M-16 y apuntó.
—¡Por allí! —gritó Dane, señalando a la derecha.
Por donde Flaherty había aparecido y desaparecido se abría otro agujero negro. Circular, de unos dos metros y medio de diámetro, se elevaba tembloroso a unos treinta centímetros por encima del suelo, que volvía a estremecerse.
—¡Vamos! —dijo Dane, cogiendo a Beasley por un brazo.
Freed seguía apuntando con su arma al naga, que ya había cruzado la mitad del foso y estaba a menos de doscientos metros de distancia, moviéndose deprisa.
—¿Ahí dentro?
—¿Prefiere quedarse aquí? —preguntó Dane, mientras Carpenter sujetaba a Beasley del otro brazo y Ariana le apretaba la herida, y se acercaban al agujero negro.
Freed disparó todo el cargador contra el naga, pero lo único que pareció conseguir fue aumentar la velocidad de la serpiente.
—¡Mierda! —exclamó Freed—. Moveos. —Y retrocedió encajando otro cargador.
Dane llegó al agujero. Entre él y Carpenter levantaron a Beasley y lo arrojaron dentro. Luego hizo un ademán, como un caballero que deja pasar a una dama, y Carpenter lo cruzó de un salto, seguida de Ariana. Dane se volvió hacia Freed, que volvía a disparar.