Read Atlantis - La ciudad perdida Online
Authors: Greg Donegan
—Es un helicóptero —añadió Hudson, apretándose el auricular a una oreja. Luego apretó un botón de su radio FM—. Bravo Dos Nueve, aquí Angler. Bravo Dos Nueve, aquí Angler. Corto.
—¿Angler? —preguntó Ariana—. ¿Es tu nombre en clave?
Hudson hizo un gesto de asentimiento.
—¿Cuánto tiempo hace que trabajas para Syn-Tech?
—Sólo accedí a enviarles los datos de esta misión —respondió Hudson.
—Y aprovechaste la señal del GPS para enviárselos —dijo ella, ganándose una mirada de sorpresa del operador de la radio.
—¿Lo sabías? —preguntó. Luego volvió a concentrarse en el auricular—. Roger, Bravo Dos Nueve. Te recibo entrecortado y distorsionado. Corto. —Tapó con una mano el micrófono—. Voy a conectar la FM al altavoz. —Se volvió hacia la radio y apretó un interruptor—. Roger, Bravo Dos Nueve. Esperamos tu llegada. Nuestra situación es crítica y necesitamos ayuda inmediata. Corto.
Por el altavoz se oyó una voz por encima de una mezcla de interferencias que sonaban como pequeñas explosiones.
—Aquí Dos Nueve. Nunca he visto nada parecido. La visibilidad es mala. Podemos... captar la señal luminosa pero... de vez en cuando desaparece. Estamos... cuatro... vuestra...
—Bravo Dos Nueve, repite —dijo Hudson, apretando el botón del micrófono—. Te recibo entrecortado y distorsionado. Corto.
El altavoz emitió el crujido de parásitos.
—Esto... dificultad...
Hudson esperó unos segundos.
—Bravo Dos Nueve, aquí Angler. Adelante. Corto.
El altavoz emitió un desagradable chirrido de parásitos.
—¡Allá va! —exclamó Freed cuando el helicóptero se ladeó por encima de ellos y descendió en picado hacia el valle. Se precipitó contra el muro de niebla y se desplazó a lo largo de él durante casi un kilómetro, luego describió un círculo sobre el río, sin dejar de ganar altitud.
—Se lo están pensando mejor—observó Dane. Tenía las manos en el muro de piedra—. Si entran, son hombres muertos.
Beasley y Freed intercambiaron una mirada.
—Están entrando —dijo Dane.
El helicóptero se dirigió directamente hacia la niebla, ganando aún altitud. A menos de medio kilómetro del borde de la niebla apareció alrededor del helicóptero un gran círculo de luz dorada que se contrajo rápidamente, centrándose en él. Se produjo un destello y a continuación empezaron a caer pequeños fragmentos sobre la selva. Unos segundos después, el ruido de la explosión retumbó como un trueno lejano.
—¡Dios mío! —exclamó Beasley.
—Eso significa que hemos acertado al decidir no entrar por el aire —comentó Freed.
—¿Cree que nos va a ir mucho mejor a pie? —preguntó Dane.
Los gritos del piloto del helicóptero resonaron en toda el área de comunicaciones y luego se produjo un silencio reverberante.
Mike Herrín se levantó de un salto.
—¡Vienen por nosotros! ¡Tenemos que salir de aquí! Están ahí arriba, esperándonos. Oigo el helicóptero.
Se subió a la mesa y, alargando las manos hacia la escotilla del techo, agarró la palanca para abrirla. Ariana y Carpenter lo sujetaron por las piernas, pero él propinó una fuerte patada a Carpenter en plena cara, haciéndole retroceder tambaleante y llevándose consigo a Ariana.
Se abrió la escotilla y Ariana consiguió ver por encima de Herrín. La niebla que se arremolinaba apenas dejaba entrar la luz del sol.
—¡Mike! —gritó, sujetándole una pierna—. ¡Vuelve a entrar!
Ingram había ocupado el lugar de Carpenter y tiraba de la otra pierna de Herrín, que tenía la mitad del cuerpo fuera de la escotilla. Ariana miraba hacia arriba, cuando en el espacio que había alrededor del torso de Herrín apareció una gran sombra, llenando la escotilla. Oyó gritar a Herrín y sintió convulsiones de sus piernas. El grito cesó tan bruscamente como había empezado, reemplazado por unos chasquidos muy fuertes, y a continuación Herrín cayó dentro del avión, o, mejor dicho, la mitad inferior de su cuerpo. Ariana levantó la vista de sus piernas que se retorcían. Sorprendentemente, del torso partido manaba poca sangre.
—¡Dios mío! —murmuró. El ruido regresó, como si una criatura se deslizara sobre el avión. Pero esta vez consiguió ver por la escotilla las grandes escamas de la criatura, que pasó de largo. Sacó la Beretta y apuntó.
—¡No! —gritó Carpenter, sujetándole los brazos—. ¡No lo hagas!
Ariana retrocedió tambaleante, mientras Carpenter cerraba de golpe la escotilla. Sintieron cómo se movía todo el avión, inclinándose ligeramente hacia la izquierda. El ruido continuó otros diez segundos, luego cesó y el avión se quedó quieto.
El altavoz cobró de nuevo vida, esta vez con los puntos y rayas del morse. Hudson copió ansioso el mensaje, mientras Ariana cubría con una tela la mitad inferior del cuerpo de Herrín.
N-O-U-S-A-D-V-O-Z-P-O-R-R-A-D-I-O-
N-O-U-S-A-D-V-O-Z-P-O-R-R-A-D-I-O-
D-E-S-C-O-N-E-C-T-A-D-O-R-D-E-N-A-D-OR-
O-M-O-R-I-D
Q-U-E-D-A-P-O-C-O-T-I-E-M-P-O-
D-E-S-C-O-N-E-C-T-A-D-O-R-D-E-N-A-D-O-R-
O-M-O-R-I-D
Q-U-E-D-A-P-O-C-O-T-I-E-M-P-O-
—Alguna pista sobre cómo hacerlo sería útil —dijo Ariana al leer el mensaje—.¡Pregúntales cómo! —ordenó a Hudson.
Ingram y Carpenter miraban fijamente los restos de Herrín, cuya sangre empapaba lentamente la tela.
—¡Hazlo! —gritó Ariana.
El hombre de la radio sacó su llave de morse y envió cuatro letras repetidamente:
C-O-M-O-C-O-M-O-C-O-M-O-C-O-M-O-
Ariana observó a Hudson escribir las letras de la respuesta.
I-N-T-E-N-T-A-D-L-O-N-O-S-E-C-O-M-O-
T-R-A-T-A-R-E-M-O-S-D-E-A-Y-U-D-A-R-D-E-S-D-E-F-U-E-R-A-
—Pide alguna identificación —pidió Ariana a Hudson.
Q-U-I-E-N-E-S-S-O-I-S-
Las rayas y puntos regresaron de inmediato.
E-R-K-A-N-S-A-S-
—No lo entiendo —dijo Ariana, tratando de dar sentido a las letras.
—Yo sí —dijo Carpenter. Los otros tres se volvieron hacia ella—. ER Kansas significa Equipo de Reconocimiento Kansas. Es el nombre en clave de un comando de las Fuerzas Especiales que entró en esta zona en 1968.
—¿1968? —repitió Ingram.
—¿Cómo demonios lo sabes? —preguntó Ariana.
—Está en el expediente clasificado de la CÍA sobre esta región que se conoce con el nombre en clave de puerta de Angkor —respondió Carpenter.
—¿Cómo lo sabes? —insistió Ingram.
—¿Eres de la CÍA? —preguntó Ariana.
—Sí.
—¿Hay alguien aquí que realmente sea quien se supone que es? —preguntó Ariana.
—Eso ya no importa —repuso Carpenter—. Lo más importante es que nos larguemos de aquí cuanto antes.
—¿Cómo? —Ariana señaló la escotilla con un ademán—. Ya has visto a esa criatura. Ahora sabes que dije la verdad sobre la serpiente de siete cabezas. No sé cómo ni por qué, pero está ahí fuera.
—Alguien está intentando ayudarnos —dijo Ingram, señalando el bloc de Hudson con los mensajes en morse.
Ariana se pasó una mano por su pelo largo y notó lo sucio que lo tenía mientras pensaba a toda velocidad.
—¿Quién está intentando ayudamos? ¿Quién es el ER Kansas y cómo es posible que esté ahí desde 1968?
—Lo formaban cuatro hombres —explicó Carpenter—. A tres de ellos los dieron por desaparecidos. El jefe del comando era el sargento Flaherty. .
—Pregunta si es Flaherty —ordenó Ariana.
Él pulsó la pregunta. La respuesta fue concisa.
—Sí —dijo Hudson, sin molestarse en escribirla.
—¿Fue Flaherty el que consiguió salir? —preguntó Ariana.
—No. Flaherty fue uno de los dados por desaparecidos en acción —respondió Carpenter.
—¿Cómo es posible?
—No lo sé, pero si hacemos lo que nos dice, tal vez pueda ayudarnos a salir de aquí.
—Muy bien —dijo Ariana, dando una palmada en la consola de comunicaciones—. Estoy harta de esperar de brazos cruzados. ¿A alguien se le ocurre cómo desconectar Argus sin que nos quedemos fritos?
—Destruyendo el avión —respondió Carpenter.
—Da la casualidad de que estamos dentro de él —replicó Ingram.
—Vamos a tener que salir de él tarde o temprano —respondió Carpenter.
—¿Cómo podemos destruirlo? —preguntó Ariana.
—Volando los depósitos de combustible —respondió Carpenter.
—No podemos —replicó Ingram—. ¿No te has enterado? Han desaparecido las alas, lo que significa que han desaparecido los depósitos de combustible.
—No todos. —Carpenter señaló—. El depósito de la sección central está debajo del fuselaje principal, entre las alas. Contiene casi cuarenta mil litros de combustible, más que suficiente para hacer estallar este avión.
—Pero ¿cómo vamos a prender fuego al depósito? —preguntó Ariana.
—Yo puedo hacerlo —respondió Carpenter.
—Di a Flaherty que vamos a volar el avión —dijo Ariana, volviéndose hacia Hudson—. Dile que necesitaremos su ayuda para escapar una vez que esté todo listo.
—No tiene por qué preocuparse por Syn-Tech —dijo Sin Fen a Paul Michelet.
Michelet tiró del cinturón de seguridad y se lo abrochó, mientras los pilotos aumentaban la potencia de las turbinas.
—¿Cómo lo sabe?
—Estoy en contacto con alguien que lo sabe —respondió ella.
—Si mi hija no estuviera mezclada en esto...
—Por favor, no amenace a la ligera —lo interrumpió Sin Fen—. Podemos trabajar juntos. Sólo tiene que hacer lo que yo le diga.
Un camión se acercó al helicóptero y se detuvo con un chirrido. De él bajaron dos hombres vestidos con mono negro y una bolsa de lona al hombro. Se acercaron a grandes zancadas al helicóptero y dejaron caer las bolsas dentro antes de subirse.
Sin Fen miró a Michelet, que sonrió con frialdad.
—Prevención —explicó.
Con un estremecimiento, el helicóptero se elevó del asfalto.
Sin Fen se quitó los auriculares para no tener que seguir escuchando a Michelet. Acarició las orejas de Chelsea.
—Así me gusta.
Chelsea volvió la cabeza y alzó sus ojos dorados hacia Sin Fen.
—Tranquila, no le pasará nada —dijo ella.
—Estamos recibiendo lecturas extrañas, señor.
—Especifique —replicó el capitán Rogers, mirándolo.
La sala de control de operaciones del Wyoming era muy distinta de las atestadas y oscuras salas metálicas de los submarinos de la Segunda Guerra Mundial. Rogers estaba sentado en una silla de cuero sujeta firmemente al suelo, desde donde podía ver a todos los que se encontraban en la sala de alta tecnología. La sala estaba iluminada con luces tenues que permitían a cada miembro de la tripulación concentrarse en las pantallas de sus ordenadores y demás aparatos.
—La radiactividad es superior a la normal. Estamos detectando interferencias electromagnéticas.
—¿Peligroso?
—No a estos niveles.
—¿Fuente?
—Algo que hay más adelante en el agua.
—¿Distancia?
—Ochenta kilómetros.
—Bien, tenemos órdenes de acercarnos al límite. Vamos allá. Seguid vigilando y avisadme cuando se produzca algún cambio.
—¡Esto es asombroso! —exclamó Beasley, recorriendo con las manos la piedra y los dibujos grabados en ella—. Nadie ha descubierto nunca nada igual. Ni siquiera se sospechaba que pudiera existir algo así. En Angkor Wat no hay nada que se le parezca. Y esto es más antiguo. Mucho más antiguo.
Dane escuchó al historiador hablar consigo mismo mientras observaba a Freed, que recorría con la mirada la zona donde se había estrellado el helicóptero. Los canadienses también habían visto el helicóptero destruido y Dane percibió su inquietud ante la perspectiva de adentrarse en el valle.
—No hay supervivientes —dijo.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Freed, bajando los prismáticos.
—Tiene que empezar a creer lo que le digo —replicó Dane—. De lo contrario, ¿qué sentido tiene que les acompañe?
—No me gusta esto —repuso Freed, mirándolo fijamente.
—Eso está bien —respondió Dane.
—No me refiero a eso. —Freed señaló con el pulgar la niebla—. No me gusta que usted nos acompañe, ni me gusta esa extraña mujer que ha aparecido en el aeródromo. No me gusta que ocurran cosas que no entiendo.
—Creo que reunimos con la gente debería ser nuestro objetivo principal. —Dane señaló el otro lado del río—. Sugiero que se quede aquí con los canadienses y me deje entrar solo.
—No puedo hacerlo —replicó Freed.
—Ya me lo parecía, pero no estoy muy seguro de que vaya a convencer a los canadienses para que lo acompañen.
—Lo harán —dijo Freed con un tono que indicó a Dane que probablemente lo harían.
Ambos se volvieron al oír la exclamación de Beasley.
—¡Estoy empezando a entenderlo! —El profesor seguía absorto en las imágenes del muro de piedra, ajeno a lo que ocurría a su alrededor, la destrucción del helicóptero borrada ya de su mente.
—¿Entender qué? —preguntó Dane.
—Es increíble —respondió Beasley, haciendo un gesto de sorpresa.
—¿El qué?
—Lo que dan a entender estos textos y estos símbolos —respondió Beasley tambaleándose—. Si no los tuviera delante, no creería que son reales.
—Explíquese —dijo Dane con voz serena, tratando de calmarlo.
—Está bien. Déjenme pensar un momento. —Beasley se frotó la frente—. Según esto, el reino Khmer se estableció aquí hace más de cinco mil años. Dice que los Khmer llegaron aquí procedentes de otro lugar, donde habían gobernado un reino enorme durante cinco mil años. Pero eso es imposible.
—¿Por qué? —preguntó Freed.
Dane observó cómo Beasley se obligaba a no estallar ante tal pregunta.
—¡Porque según nuestra definición de la historia, la civilización humana empezó hace sólo tres mil años! Los Khmer no pudieron tener un imperio siete mil años antes. —Beasley se toqueteó la barba—. Pero aquí dice que lo hicieron. —Señaló una sección de piedra—. No sólo eso, sino que... —Se interrumpió.
—¿Qué? —preguntó Dane.
Beasley pareció comprender de pronto, y su voz cambió, volviéndose de pronto más segura.
—No, no es imposible. Tiene sentido.
—¿Qué tiene sentido? —preguntó una vez más Dane.
—Los Khmer. De dónde vinieron. La civilización. —Beasley hablaba de forma apocopada, mientras se movía a lo largo del muro y seguía leyendo.
Dane se obligó a esperar. El profesor se detuvo por fin y se volvió hacia ellos.