Atlantis - La ciudad perdida (33 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
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—¡Oh, Dios! —gimió McKenzie, viendo cómo había acabado su compañero.

Teague lo sacó de su estado de shock al disparar un cargador hacia adelante.

McKenzie apretó el gatillo, pero el dedo se le quedó paralizado cuando de la niebla salió un haz de luz dorada que los alcanzó a él y a Teague, y los rodeó apretujándolos.

El haz los levantó del suelo y los llevó hacia la niebla.

Dane se detuvo al oír a lo lejos unos disparos que cesaron bruscamente. Percibió, más que oyó, los gritos, demasiado lejanos para que llegaran a sus oídos. Dirigió una mirada a Freed, que no hizo ningún comentario, y luego a Beasley, que tenía la cara pálida y bañada en sudor.

—Lo conseguiremos —dijo Dane. Al volverse, se detuvo y se quedó completamente inmóvil, con los ojos cerrados. Volvió la cabeza despacio en la dirección en que habían venido.

—Chelsea —susurró Dane, sin darse cuenta de que había pronunciado el nombre en alto.

—¿Qué ocurre? —preguntó Freed.

Dane lo ignoró y se concentró en las imágenes mentales. Seguía sin saber nada de Sin Fen, pero ahora supo por qué. Era una visión borrosa y distorsionada, pero pudo entenderla. La veía a través de una serie de líneas y manchas que Dane supo que eran ramas y hojas. Y la perspectiva era baja, a menos de treinta centímetros o medio metro por encima del suelo. Pero distinguió vagamente dos helicópteros y a unos hombres vestidos de negro que rodeaban un claro abierto por una explosión. Por un instante la imagen se enfocó y vio con claridad a Sin Fen tendida en el suelo, firmemente atada, con los ojos cerrados y los músculos de la cara relajados.

—Maldita sea —murmuró.

—¿Cómo dice? —preguntó Freed.

—Su jefe lo está estropeando todo —respondió Dane, sacando su arma y apuntando a Freed entre los ojos—. Ha cogido a mi colega.

—¿Su colega? —Freed no parpadeó—. ¿Esa extraña mujer? Si no la conocía. Llevaba escrito en la cara que era de la Agencia.

—¿Y? —Dane miró fijamente a Freed—. ¿Es que no lo entiende? Hemos dejado muy atrás sus luchas corporativas. Esto es mucho más importante que todo eso. Debería matarlo ahora mismo. —Pero se detuvo cuando la imagen mental volvió a cambiar y vio a Chelsea corriendo, alejándose del campamento base en dirección al oeste. Venía a su encuentro.

¡No! Dane proyectó con todas sus fuerzas una orden.

Chelsea se detuvo y movió la cabeza alrededor, buscando a su amo. Estaba rodeada de selva, llena de ruidos y olores. No le gustaba ese lugar. Movió la cola arriba y abajo. Gimió.

Tranquila, Chelsea. Tranquila.

Dane se dio cuenta de que Freed retrocedía, alejándose del arma con que lo apuntaba. La bajó. Al rescate, Chelsea. Al rescate.

Chelsea gimió una vez más. No sabía de dónde salía la voz. Era su amo, pero no sonaba bien. Sus ojos dorados penetraron las sombras de la selva, buscando.

De pronto acudió a su mente una imagen. Algo que acababa de ver. La simpática mujer tumbada en el suelo. Comprendió que era a ella a quien su amo quería que rescatara. Pero él también estaba en peligro. Volvió la cabeza hacia el camino por donde había venido y luego hacia el oeste, indecisa.

¡Ve!

Era imposible desobedecer la orden. Con un débil gruñido, Chelsea dio media vuelta y volvió por donde había venido.

—¿Qué demonios está haciendo? —preguntó Freed.

—Yo no lo necesito —repuso Dane—. Si usted me necesita, sígame. Si no, vaya tras los canadienses.

Freed miró hacia donde habían oído los disparos de automática. Bajó la pistola.

—No se interponga en mi camino —añadió Dane—. Y cuando volvamos, Michelet lo pagará caro.

—Nos ocuparemos de eso cuando volvamos —dijo Freed.

Dane se detuvo, pues unas grandes formas habían aparecido en la niebla. Beasly lo alcanzó y avanzó unos pasos más.

—¡Dios mío! —exclamó en voz baja, mirando las enormes piedras que cruzaban el camino formando una hilera.

Cada piedra medía más de veinticinco metros de altura y tenían una forma vagamente humana, con una gran cara alargada que correspondía a una tercera parte de su estatura. Costaba verlas con claridad debido a la espesa capa de vegetación que había crecido a su alrededor. Pero a pesar de los árboles y las plantas trepadoras que cubrían la piedra, estaba claro que todas eran del mismo tamaño, y por donde la piedra no había sido tallada, la habían cortado limpiamente como con un escarpelo, aunque la superficie estaba deteriorada por los años y los elementos.

—A su lado Stonehenge parece un juego de cubos —comentó cuando Dane y Freed se unieron a él—. ¿Cómo demonios las llevaron hasta allí? Cada una debe de pesar setenta u ochenta toneladas. Y son doce metros más altas que las estatuas más grandes de la isla de Pascua. —Beasley sacó de su mochila una pequeña cámara de vídeo y tomó una vista panorámica de la hilera de megalitos que tenían ante sí, casi hombro con hombro.

Dane señaló una cavidad entre la base de dos megalitos.

—Las cruzaremos por allí.

—¿Qué hay al otro lado? —preguntó Freed.

Dane conocía la respuesta.

—Angkor Kol Ker.

CAPÍTULO 16

—La marina de guerra y las fuerzas aéreas están desviando los barcos y aviones de la zona del Triángulo de las Bermudas —dijo Foreman por el micrófono del teléfono vía satélite.

—Si esto sigue creciendo, tendrán problemas para mantenerlo en secreto. —La voz de Conners era tensa—. La puerta del Triángulo de las Bermudas alcanzará en seis horas la costa de Florida.

Foreman no sabía quién era esa mujer, pero llevaba cincuenta años enfrentándose él solo a la pesadilla de las puertas.

—Los japoneses están a punto de revelarlo a la prensa. Están obligando a su flota de pescadores a alejarse de la puerta del mar del Diablo en expansión, pero eso constituye un enorme problema logístico. Los pescadores exigen una explicación. —Rió con amargura—. Lo irónico del caso es que, aunque lo hagan público, seguirán sin poder dar una explicación.

—De acuerdo con mi mapa y las gráficas de la propagación, algunas de estas puertas acabarán muy pronto con la vida de muchas personas. Los niveles de radiación son bastante altos.

Foreman profirió un profundo suspiro.

—Lo sé... —Se interrumpió cuando en su consola parpadeó otra luz—. Debo dejarla ahora.

—¡La puerta de Angkor se está activando! —exclamó Conners antes de que él cortara la comunicación—. ¡Hay una oleada de radiactividad en el sector oriental!

—Espere —dijo Foreman. Apretó un botón para abrir otra línea y ordenó—: Hable.

Una voz salió retumbando del altavoz, y Foreman supo por el tono inconfundible que procedía de un submarino que transmitía en ULF u ondas de ultra baja frecuencia a través del agua.

—Aquí el capitán Rogers del Wyoming. Tenemos una situación de crisis.

Rogers no hizo caso de la reacción del comandante Sills ante su última transmisión de radio. Una «situación de crisis» restaba importancia a lo que estaba ocurriendo. Se habían disparado las alarmas y la tripulación corría a sus puestos de combate.

—Voy a pasarle con nuestro centro de operaciones —añadió Rogers—. Ahora mismo estoy un poco ocupado para explicárselo con pelos y señales. —Y apretó un interruptor. Luego ordenó a su timonel—: Timón a estribor a toda máquina.

—A la orden, señor. Timón a estribor a toda máquina.

—¿Estado de la situación? —preguntó mirando a Sills, que estaba pendiente de un indicador.

—La radiación exterior aumenta.

Rogers miró la placa de radiación que llevaba en la camisa.

—¡Más potencia! —gritó al suboficial de marina encargado de la sala de máquinas del submarino.

—Estamos navegando a toda máquina, señor. —¿Estado? —preguntó Rogers a Sills.

—La radiación exterior sigue aumentando, señor. Muy por encima de los límites de seguridad.

Rogers volvió a mirar a Sills, que parecía preocupado.

—¡Maldita sea! Ha sobrepasado el rojo, señor.

Rogers cerró los ojos. Bajó la mano y arrancó la cinta adhesiva de su placa de radiación. La línea inferior estaba roja. Todos los que se hallaban en la sala de control lo miraban fijamente. Cogió el micrófono que le ponía en contacto con Foreman.

—Estamos en alarma roja, de proa a popa. Todos muertos. Todavía no lo estamos, pero lo estaremos.

Foreman escuchó el informe de Rogers. No había nada que decir. Se sobresaltó al oír una voz por el altavoz; había olvidado que había dejado abierta la línea con la NSA.

—Eso es lo que va a ocurrir pronto en tierra —dijo Conners.

—Lo sé. —Foreman echó un vistazo a varios de los mensajes que habían recibido sus operadores—. Los japoneses han perdido un avión de reconocimiento hace diez minutos. Ha desaparecido. Sabe Dios qué está pasando a los rusos. Han perdido el contacto con su centro de observación próximo a Chernobyl.

—Es el principio del fin, ¿verdad?

Foreman no tuvo nada que añadir.

Chelsea oyó los helicópteros cerca del lugar del que había huido y se detuvo a olfatear. Había tantas cosas nuevas para ella en ese extraño lugar, tantos olores, escenas y ruidos raros.

A pesar de su tamaño, se movía con sigilo. Con el morro pegado al suelo, avanzó por la jungla, acercándose al ruido y a los olores de los humanos, y al lugar donde había visto por última vez a esa agradable joven, buscando el olor que recordaba.

Entre las cuatro estatuas gigantescas que obstruían el paso había tres túneles. Ariana los miró fijamente.

—¿Cuál? —preguntó Ingram.

—Esto no me gusta —murmuró Carpenter.

Las estatuas de cada flanco se fundían con las paredes de piedra del cauce seco y sus brazos se tocaban, de modo que debajo de las grandes manos las cavidades tenían cinco metros de alto y metro veinte de ancho, y desaparecían en la oscuridad. Todas estaban cubiertas de follaje, restringiendo aún más la visibilidad.

—Creo que la del centro —dijo Ingram.

—No sé —respondió Ariana. Estaba muy preocupada. Veía los ojos de las estatuas, a más de veinte metros por encima de ella. La piedra pintada de rojo brillante apenas se veía a través de la niebla que se arremolinaba.

Los tres volvieron la cabeza cuando el tronco de un árbol partiéndose hendió el aire. A continuación Ariana reconoció el ruido de algo que se acercaba deslizándose.

—¡Mierda! —exclamó Ingram. Se volvió y echó a correr hacia el túnel del centro. Ariana y Carpenter lo siguieron cuando el ruido se hizo más fuerte y cayeron otros árboles.

Ingram ya había entrado en el túnel, cuando de pronto tropezó y cayó de rodillas. Profirió un breve grito y miró por encima del hombro, y en ese preciso momento el techo se desplomó. El bloque de piedra llenó completamente el túnel e Ingram desapareció.

El único indicio de su muerte fue la sangre roja que se filtró por debajo de la piedra pulcramente cortada.

Ariana y Carpenter retrocedieron un paso cuando la sangre llegó a sus pies. Ariana se obligó a reaccionar y agarró a Carpenter del brazo.

—Vamos.

Echaron a correr hacia las estatuas. El ruido se oía mucho más fuerte, en algún lugar próximo en la niebla.

—¿Izquierda o derecha? —preguntó Ariana a Carpenter.

—¿Qué te hace pensar que uno de los dos funcionará? —preguntó Carpenter.

—O cruzamos o esperamos a eso. —Ariana señaló en dirección al ruido producido por algo que seguía deslizándose. Ahora se oía también el siseo.

—Izquierda —dijo Carpenter—. La gente suele ir a la derecha cuando se pierde en el bosque, de modo que si podemos escoger, debe de ser la izquierda.

A Ariana no le convenció el razonamiento, pero no había tiempo para discutir. Juntas rodearon la base de la estatua y se adentraron en la cavidad. Se detuvieron y se miraron antes de cruzar el túnel a todo correr.

—¡Santo cielo! —exclamó Beasley.

Estaban en el borde de la alta cordillera de montañas que se extendía a izquierda y derecha hasta desaparecer en la niebla. El terreno que tenían ante ellos descendía, y en esa dirección no había niebla por primera vez desde que cruzaran la puerta de Angkor. Dos kilómetros más adelante, de la cima de una montaña escarpada salía un haz de luz dorada que se elevaba unos ciento cincuenta metros por encima de sus cabezas hasta fundirse con el cielo oscuro que se arremolinaba. Pero pudieron ver que la «montaña» era artificial, una enorme y escarpada pirámide de piedra intrincadamente tallada y cubierta de una espesa capa de vegetación. Y al pie de la montaña se hallaban los restos de una ciudad amurallada que se caía a pedazos bajo el peso de los años y había sido invadida por la selva. Fuera de las murallas, un amplio foso se extendía hasta donde ellos se encontraban. Era difícil saber si había agua en el foso, ya que había sido invadido por la vegetación.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Freed.

—Angkor Kol Ker—respondió Dane.

—El mayor descubrimiento... —empezó a decir Beasley, pero Freed lo interrumpió.

—No, me refiero a ese rayo dorado, estúpidos.

—Creo que es lo que está destruyendo nuestro mundo —repuso Dane, recordando las imágenes que Sin Fen le había enviado de las puertas. Y empezó a bajar la pendiente.

Ariana cayó desplomada al suelo, momentáneamente exhausta no tanto por la carrera a través del túnel como por el repentino bajón de adrenalina tras conseguir cruzarlo sin ser aplastadas. Había corrido todo el tiempo con los hombros hundidos, esperando que la piedra que tenían sobre sus cabezas se desprendiera en cualquier momento, pero no había ocurrido nada.

—Mira —susurró Carpenter a su lado.

Ariana levantó la mirada, y vio el haz de luz dorada que salía disparado de la pirámide y la antigua ciudad alrededor. Se levantó con esfuerzo, sacudiéndose el agotamiento.

—Vamos.

—¿No podemos hacer nada por esos hombres? —La voz del presidente se había dulcificado.

Foreman sabía que la realidad acababa imponiéndose. Se recostó en su asiento, escuchando a los hombres de la Sala de Crisis de la Casa Blanca discutir los últimos avances del Wyoming.

—No sólo no podemos salvarlos —respondió el general Tilson, comandante en jefe del Estado Mayor—, sino que tampoco podemos rescatar el submarino. Ha recibido tanta radiactividad que cualquiera que suba a bordo recibirá también una dosis letal.

—¿Cuánto tiempo les queda? —preguntó el presidente.

—Unas cuatro horas antes de que empiecen a encontrarse mal -^-respondió el general Tilson—. Toda la tripulación habrá muerto en veinticuatro horas.

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