Atlantis - La ciudad perdida (32 page)

BOOK: Atlantis - La ciudad perdida
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—¿Cambiará eso la velocidad de propagación?

—No.

—¿Y la fuerza?

—No.

—Estupendo. —Conners descolgó el teléfono—. Informaré a Foreman.

El helicóptero de combate AH-1 Cobra tenía pintado en el costado el logotipo de las Fuerzas Aéreas de Camboya. Era una reliquia de la guerra de Vietnam, capturada al ejército vietnamita cuando éste había invadido Camboya unos años atrás, y que se mantenía volando gracias a las piezas que habían rescatado de otros AH-1 derribados o abandonados por los vietnamitas en su retirada.

El campamento de Syn-Tech estaba compuesto por cuatro tiendas colocadas alrededor de un pequeño campo abierto en el que se hallaba el helicóptero Hind-D ruso.

El AH-1 se acercó deprisa y a escasa altura, y en cuanto salió de la hilera de árboles disparó con la metralleta de 7,62 milímetros acoplada en el morro. No tardaron en seguir unos cohetes de seis centímetros, que hicieron estallar el Hind en pedazos. El piloto del Cobra se mantuvo inmóvil en el aire y siguió disparando, persiguiendo a los supervivientes que corrían a ponerse a cubierto en la selva y destruyendo completamente el campamento. La venganza de Michelet fue total.

Ariana oía movimiento a su alrededor, pero nada que sonara como la serpiente gigantesca que había matado a Herrin. Siguieron avanzando colina abajo sin detenerse. Ariana los guiaba escogiendo el árbol más lejano que alcanzaba a ver en la niebla y dirigiéndose a él, para a continuación escoger otro. Su brújula había enloquecido, pero, según el mapa, tenían que bajar la colina.

Apartó una gran planta que colgaba y se detuvo sintiendo cómo se le erizaba el vello de la nuca.

—¡Dios mío! —exclamó Ingram.

Un gran avión estaba clavado verticalmente en el suelo, con la cola hacia abajo, y se alzaba sobre el camino como una gran cruz salvo por las alas, colocadas en ángulo de flecha, casi rozando el suelo. El morro del avión desaparecía en la niebla a unos cincuenta metros sobre sus cabezas, y el extremo de la enorme cola desaparecía en el suelo de la selva. En la pintura gris lisa había unas líneas producidas por la oxidación y la vegetación había invadido el revestimiento de metal. Era evidente que el avión llevaba bastante tiempo allí.

—Un bombardero B-52 —dijo Carpenter.

—¿Cómo demonios pudo quedarse así? —se preguntó Ingram en voz alta.

—Del mismo modo que nosotros aterrizamos sin alas y hemos vivido para contarlo —respondió Ariana.

—Faltan los motores —señaló Carpenter.

Ariana levantó la vista. El metal había sido cortado limpiamente en el lugar que habían ocupado los motores sobre las alas. Bajó la vista. Tampoco había rastro de los motores debajo de las alas. Lo que había cortado las alas, se los había llevado también consigo.

—El compartimento de bombas está abierto —señaló Carpenter.

—Sigamos —ordenó Ariana, sacudiendo la cabeza.

—Yo no sigo —dijo Hudson—. Estamos acabados. Irremediablemente acabados. Por aquí no se sale, sino que se entra.

—¿Se entra adonde? —preguntó Ingram.

—No lo sé ni quiero saberlo. —Hudson señaló el avión—. Esto es una advertencia. Yo no me meto ahí. Propongo dar media vuelta y largarnos de aquí.

—Aquí no tienes voz ni voto —le recordó Ariana.

—¡ Y una mierda! —replicó Hudson a gritos—. Puedo opinar sobre adonde voy. Y yo no sigo. Os esperaré aquí.

—Es posible que no volvamos por aquí —comentó Ingram.

Ariana miró fijamente a Hudson unos minutos. Percibía movimientos a su alrededor en la selva.

—Está bien. —Se volvió hacia los demás—. Vamos.

—No puedes... —Ingram se interrumpió cuando Ariana cortó el aire con un ademán.

—Como él mismo ha dicho, él lo ha decidido. Yo no respondo por él. Dejé de hacerlo cuando aceptó el dinero de Syn-Tech. Y mató a Mansor al permitir que saliera del avión cuando tenía una antena SATCOM. Me trae sin cuidado lo que le pase. —Se volvió—. Vamos.

Siguieron adelante y pasaron por debajo de un ala de veinticinco metros, Ariana y Carpenter con la mirada al frente, Ingram mirando por encima de su hombro hasta que Hudson y el B-52 se perdieron de vista.

—¡Esto es un maldito cementerio! —susurró McKenzie. Estaba pálido y abrió mucho los ojos para asimilar lo que habían encontrado en el camino.

Dane no dijo nada. Su mente funcionaba a toda velocidad, intentando detectar lo cerca que estaba Flaherty. Sabía que donde estaba su viejo compañero de equipo, encontraría las respuestas.

Pero hasta Freed parecía afectado. Estaban en la entrada de una estrecha garganta por la que discurría un arroyuelo en dirección al caudaloso río que habían cruzado poco antes. Pero lo que llamó la atención de Freed y los demás fueron los cadáveres que cubrían el cauce seco, una verdadera alfombra de huesos blancos desperdigados.

—Debe de haber cientos de ellos —dijo McKenzie—. Y fíjense en las armas.

Entre los huesos había esparcidos un gran número de AK-47, el metal negro contrastando fuertemente contra los huesos blancos.

—Un batallón —dijo Freed.

—¿Un batallón? —repitió McKenzie.

—Un batallón de Khmer rojos desapareció en esta región y nunca volvió a saberse nada de él —dijo Freed, ampliando su afirmación.

—¿Qué los derribó? —se preguntó McKenzie en voz alta. Se agachó y cogió un AK-47. Con la otra mano recogió un puñado de cartuchos vacíos—. Lucharon y duro. —Miró alrededor, como si esperara que saliera algo de la niebla y los árboles.

—No tenemos nada que hacer aquí —dijo Dane—. Sigamos.

—¡Yo no entro ahí! —protestó McKenzie—. ¡Algo acabó con todos estos hombres! ¿No lo ven? —Recogió del suelo un cráneo. El lado izquierdo había sido cortado limpiamente—. ¿Qué demonios hizo esto? —Contra la pared de roca del cauce seco había una hilera de esqueletos, como si hubieran sido arrojados contra la piedra—. ¿Qué hizo esto?

—Vamos —dijo Dane en voz baja.

—¡No diga chorradas! —McKenzie se mostró inflexible—. Yo no entro ahí.

Dane se encogió de hombros y empezó a andar. Los huesos crujieron bajo sus botas. Era imposible no pisarlos.

—¡Espere! —gritó Freed.

Dane se detuvo sin volverse.

—Si no venís, se acabó el trato —gritó Freed a McKenzie—. No habrá paga ni helicóptero que os saque de Camboya.

—Los muertos no gastan dinero ni necesitan helicópteros —replicó McKenzie riéndose. Dio media vuelta y regresó por donde habían venido, seguido de los otros canadienses.

—¿Viene? —preguntó Dane a Freed—. ¿O el avión y los datos son más importantes que las personas?

—Voy. —Freed dio unos golpecitos en el hombro al mudo espectador de toda la escena—. ¿Doctor Beasley?

El doctor Beasley vio cómo los canadienses desaparecían en la niebla y sus hombros se desplomaron. La decisión había sido tomada por él.

—Está bien.

Mitch Hudson había observado cómo desaparecía el resto de la tripulación en la niebla antes de quitarse su pequeña mochila. Estaba tumbado bajo el ala derecha del B-52, y el metal se elevaba sobre su cabeza como el gigantesco arbotante de una iglesia medieval. Apoyando su pierna herida en un tronco, abrió la mochila y sacó una pequeña caja negra. Se disponía a abrir la tapa cuando oyó que algo se abría paso estrepitosamente entre la maleza a su izquierda. Se detuvo y miró temeroso en todas direcciones.

Sin apartar los ojos de la jungla, abrió la caja. Cogió el rollo de delgado alambre que había encima y lo tiró lejos de él. Se extendió unos seis metros y cayó sobre el follaje destrozado. La pequeña radio de alta frecuencia era su último recurso, algo que había exigido a Syn-Tech antes de comprometerse a aceptar el trabajo. El campamento base de Syn-Tech de Angkor Wat permanecería a la escucha las veinticuatro horas del día, y enviarían ayuda en cuanto Hudson la pidiera. De la información que Syn-Tech había obtenido de la CÍA, a Hudson sólo le había interesado que las radios de alta frecuencia parecían funcionar en esa extraña región.

Sabía que el helicóptero que había pedido con las señales del SATCOM había sido destruido, pero estaba seguro de que Syn-Tech también lo sabía, y que en esta ocasión procedería con más cautela, aterrizaría fuera de la puerta de Angkor y enviaría a alguien a pie a buscarlo. Antes de conectar la radio, se palpó el bolsillo de la camisa y siguió con los dedos el contorno de un disquete. Contenía todos los datos del Lady Gayle antes de que cayera y era lo que iba a sacarlo de allí. No era tan estúpido como para creer que Syn-Tech enviaría otra partida de rescate sólo por él, pero sabía que lo haría por el disquete.

Giró el botón de la radio para encenderla y se iluminó la pequeña pantalla. La batería de litio sólo le permitiría estar quince minutos en el aire, pero esperaba no necesitar tanto tiempo. Un minuto para ponerse en contacto con Syn-Tech, y el resto los dedicaría a guiarlos hasta allí.

Cogió los pequeños auriculares y los colocó en la cabeza, de manera que el pequeño micrófono le quedara justo delante de los labios.

—Gran papá, aquí Angler. Corto.

Sólo oyó parásitos.

—Maldita sea —murmuró. Se inclinó sobre la radio y repitió—: Gran papá, aquí Angler. Tengo los datos. Corto.

Los parásitos aumentaron de volumen, pero no hubo una respuesta inteligible. Lo que más le preocupaba era que Syn-Tech dejara de escuchar. Sabía que la radio funcionaba, y estaba bastante seguro de que las ondas de alta frecuencia eran recibidas.

—Gran papá, aquí Angler. Tengo los datos. Necesito rescate. Corto.

Foreman se echó hacia adelante en su silla. Había muchas interferencias, pero no había duda de que era una voz, alguien que intentaba transmitir en la banda de alta frecuencia.

—Gran... aquí... gler...

—¿Puedes establecer su posición? —preguntó a su experto en comunicaciones.

—No, señor. La señal es muy débil y dispersa.

—¿Es de Syn-Tech?

—No, señor.

Foreman comprobó un tablero de comunicaciones. Sin Fen llevaba demasiado rato callada. Miró a un lado cuando de la impresora salió una imagen de Conners. El patrón seguía creciendo. En la niebla que cubría la puerta de Angkor había un oscuro remolino, con unas líneas que se ramificaban y extendían hacia las otras puertas. Parecía un enorme tornado concentrado sobre la puerta, en lo alto del cielo. La tormenta estaba a punto de estallar.

Hudson creyó oír algo. Se apretó los auriculares para amortiguar el ruido exterior.

—Repita. Corto.

De pronto se dio cuenta de que no procedía de los auriculares. Se puso en pie de un salto. Sabía que había alguien o algo detrás de él. Sencillamente lo sabía, como sabía que era hombre muerto. Se arrancó los auriculares y se volvió bruscamente. No había nada. Suspiró aliviado, pero el aliento se le atascó en la garganta cuando seis formas elípticas de color verde, como balones de fútbol gigantescos de un metro de longitud, cayeron de arriba y lo rodearon por completo. Miró por encima y vio otros muchos que salían de la puerta del compartimento de bombas del B-52.

—Gran papá, aquí Angler. —dijo, agarrando con fuerza el micrófono—. Gran papá, aquí Angler —repitió.

Vio que dos bandas negras se entrecruzaban en la parte delantera de cada esfera, y parecían moverse, brillantes de una negrura líquida, reflejando la lúgubre luz.

—Gran papá, aquí Angler. Tengo los datos. Gran papá, aquí Angler. Tengo los datos. —Cerró los ojos y recitó las palabras como si fueran un mantra.

Foreman estudiaba la imagen cuando la voz cargada de parásitos que llamaba a Gran papá se interrumpió dos segundos, luego se oyó un grito desgarrador, con tanta claridad como si el hombre que lo había proferido estuviera con ellos en la sala de operaciones. Todos los operadores interrumpieron su trabajo y miraron los altavoces colgados en la parte delantera de la sala.

A continuación sólo se oyó el crujido de los parásitos.

—¡Volved al trabajo! —ordenó Foreman, alzando la voz. Y arrojó la imagen sobre el escritorio.

Hudson agarraba la radio contra el pecho. A menos de tres metros de distancia, una de las grandes elipses había atravesado el tronco de un árbol, y las astillas cayeron sobre él, haciéndolo gritar. Alargó la mano y se palpó el costado derecho, del que brotaba sangre.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó retrocediendo, hasta chocar contra el liso metal del ala.

Las criaturas formaron un semicírculo frente a él y empezaron a acortar la distancia.

En ese momento, de la niebla que cubría la selva salió un rayo azul que lo alcanzó, vaciándole el aire de los pulmones. Sintió el metal del ala deslizándose contra su espalda cuando el rayo azul rodeó su cuerpo y lo levantó del suelo. Bajó la vista y vio cómo las elipses reaccionaban y se elevaban intentando alcanzarlo, hasta que se vio arrastrado hacia la fuente de la luz, pasando sobre ellas.

McKenzie se detuvo, y los otros tres canadienses se agruparon detrás de él.

—No te habrás perdido, ¿verdad? —inquirió con voz ronca Teague, el segundo más veterano.

—Era por aquí —dijo McKenzie señalando el camino, pero el dedo tembloroso contradijo la convicción de sus palabras.

—¡Oh, tío, sabía que no debíamos aceptar este trabajo! —exclamó Teague—. No existe lo que se llama dinero fácil en esta parte del mundo. Todos traman algo. Podríamos habernos... —Algo cruzó la selva a su derecha, y las bocas de los cuatro M-16 giraron en esa dirección. Luego oyeron algo a su izquierda, y los cuatro hombres se volvieron en la otra dirección.

De pronto, la selva que los rodeaba estalló en formas en movimiento. McKenzie disparó con su arma automática a una criatura que avanzaba a cuatro patas hacia él, y las balas la derribaron hacia atrás. Lo único que vio fueron hileras e hileras de dientes brillantes.

Uno de los hombres gritó cuando su cuerpo estalló en un chorro de sangre y vísceras. Del pecho le salió el extremo de una elipse verde, con dientes negros que se arremolinaban.

McKenzie retrocedió mientras encajaba otro cargador en su arma. Teague disparó a una elipse en la que rebotaban las balas.

Otra criatura con cuerpo de león, cabeza de serpiente y un aguijón de escorpión por cola, dio un salto y aterrizó sobre el cuarto canadiense. Lo hizo pedazos con las garras, luego movió el aguijón hacia adelante y se lo hundió en la cara, justo entre los ojos. Levantó su cabeza de serpiente y siseó, mientras con el aguijón atravesaba el hueso y se incrustaba en el cerebro del hombre. Su cuerpo sufrió convulsiones.

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