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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (20 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Es evidente por estas fechas que «había sido de color moreno y ahora tenía algo más clara la piel; su hirsuta cabellera, de pelo iridócil y basto se había suavizado y era ya obediente a los estímulos del peine y el cepillo; el bigote, que caía antes por los dos lados de la boca, al estilo indio, había tomado aspecto citadino y marcial; llevaba lustroso el calzado, blancos y duros, cuello, pechera y puños de la camisa; bien cortada la ropa y la cabeza erguida sobre las espaldas... Había perdido el aspecto de hombre primitivo que le caracterizaba; no usaba ya el mondadientes a la vista del público y sabía hacerse bien el nudo de la corbata»

—Uno debe mejorar, ¿o no...? Algo tenía yo que aprender de mi esposa, ¿qué hay de malo en ello...?

—Tienes razón, hijo, es irrelevante, lo verdaderamente importante fue el sufrimiento de ustedes y de Manuel Romero Rubio cuando supieron que Carmelita y tú no podrían tener familia porque su hija era estéril de nacimiento. La descendencia se convirtió en una posibilidad insalvable. Mientras tu esposa lloraba su desgracia, ¿sabes cómo se consolaba tu suegro de este profundo dolor durante el gobierno del Manco González? Fue muy sencillo: consiguió que se estableciera la compañía mexicana de colonización en Chiapas, The Mexican Colonization Company of Chiapas, con capitales de San Francisco, California, que explotaría doscientas cincuenta mil hectáreas de ricas tierras y bosques en la costa chiapaneca. ¡Gran negocio! Para 1882, y nuevamente sin que tú lo supieras, tu suegro ya era presidente de la compañía concesionaria del ferrocarril que recorría la zona carbonífera entre Puebla y el pueblo de Tlaxiaco. Otro gran negocio, grandes utilidades en nada comparables a las que lograba hacer cuando cobraba jugosas comisiones a los gobernadores a cambio de ayudarlos a obtener, a través de Limantour, créditos para sus estados, o las que acaparaba al apropiarse ilegalmente de enormes superficies de terreno con lo que ocasionó cruentos pleitos en la región de Soteapan, estado de Veracruz, para ya ni hablar de sus trafiques con el mercurio, una riqueza mineral de la que también se apoderó don Manuel en Huitzuco, estado de Guerrero, para heredársela a su Carmelita del alma, pobrecita, ¿no...?

—Pues sí que se la pasaba bien —repuso Porfirio sin hacer la menor alusión a los bienes de su esposa.

—Nada muy diferente al resto de tus gabinetes que no se caracterizaban por estar integrados precisamente por madres de la caridad, sólo que a Romero Rubio le mandé, como te dije, un cáncer facial, un tumor cerca del ojo izquierdo, que acabó muy rápido con su vida en la primera semana de 1895.

—Lo recuerdo, fue terrible. ¿Para qué tanto dinero si no te vas a llevar nada, perdón, a traer nada?

—Es cierto, pero dime, ¿de verdad no eras socio de Romero en esas lucrativas actividades comerciales? ¿En todas las concesiones de vías férreas que desarrolló Romero Rubio no tuviste nada que ver? ¿Vas acaso a atreverte a negar que disponías a tu antojo de las rentas públicas? ¿Quién te iba a levantar la mano o la voz para impedirlo? ¿Quién? Hablemos de tus acciones en la Compañía de Papel San Rafael o recordemos cómo José Sánchez Ramos, un español de toda tu confianza, era el encargado de tus negocios particulares y administraba discretamente tu fortuna. ¿Qué tal el monopolio del vestuario y equipo del ejército, un negocio Íntimo para tu bolsillo? Es del dominio público tu participación accionaria en el Banco de Londres y México, así como en la compañía petrolera inglesa El Águila. Por algo figurabas en primera línea en la lista de millonarios favoritos del régimen. Tan no había pudor ni vergüenza, que año con año, el16 de julio, día del santo de doña Carmelita, los favoritos, ministros, gobernadores, jefes de armas, banqueros, senadores y diputados, vaciaban las joyerías de La Esmeralda y La Perla para obsequiárselas a la señora esposa del césar.

—Los regalos a mi esposa eran parte de un sistema de adulaciones, propio de cualquier gobierno —respondió Porfirio Díaz decepcionado y con el rostro contrito—, además, yo nunca tuve necesidad de asociarme con nadie ni de ponerme en la boca de nadie ni que nadie administrara mis haberes. Porfirito, mi hijo, sí llegó a ser director por propios méritos, ¿eh...?, que quede claro: de la compañía petrolera El Águila. Gracias a su esfuerzo lo retribuyeron con una buena cantidad de acciones sin que yo hubiera tenido que entregar enormes extensiones de terrenos petroleros a cambio de que lo ayudaran... Pero volviendo a Romero Rubio, allá él con sus lealtades...

—A ver si entiendo: Carmelita y tú, pobrecillos los dos, vivieron en la miseria en París, ¿verdad? Tú no te hiciste de un patrimonio con cargo al erario público en México en el marco de un sistema de absoluta impunidad y Carmelita no heredó nada de Romero Rubio... ¿Estoy bien...?

—Estábamos hablando del concepto de lealtad de Romero...

—Ajá, rehúyes el tema de la corrupción. 

Silencio por respuesta.

—Quien calla otorga ...

Silencio.

—Lo comprendo, entendido. Volvamos entonces a Romero Rubio y concidamos en que, quien no le es leal a una persona, no sabrá ser leal con nadie y apréndetelo: tu suegro y secretario de Gobernación no lo fue contigo ni con Lerdo ni con sus amigos, sólo fue leal al dinero y al poder político y también, no hay que olvidarlo, a su esposa, la misma que una vez viuda y desamparada arrendó en marzo de 1902 a la Pearson & Son una propiedad de setenta y siete mil hectáreas en Minatitlán, que el amado difunto había heredado a sus hijas, entre ellas Carmen, tu esposa, a cambio del diez por ciento de los productos o una opción para convertirse en socia de la empresa en un veinticinco por ciento. Lo que es una buena escuela... Setenta y siete mil hectáreas y además petroleras, medio país, exagerando, ¿no...?

Cuando Díaz iba a aclarar semejante afirmación, la santa voz ya describía la postergada luna de miel de Porfirio Díaz en Nueva York y, por primera vez durante el Juicio, Dios soltaba una estruendosa carcajada. El Señor reía al recordar una nota publicada en la prensa norteamericana, que hablaba del comportamiento del ex presidente mexicano en el extranjero: 

El general Díaz se ha cubierto de ridículo en Estados Unidos. No tiene maneras, no sabe vestir, ni mucho menos hablar ni estar entre gentes. En la recepción del Club... escupió en las alfombras y estuvo a punto de salir por un espejo... Hoy en la mañana se embarcó junto con su ménagerie en el vapor Whiteey que va para Veracruz. Quiso el diablo que a esa hora se hallaran en la calle Canal, el general Martínez y otras personas de mundo, capaces de burlarse del lucero del alba. Díaz y su comitiva iban en procesión: nuestro Presidente en vez de vestir traje de camino, iba de chistera de seda, frac, chaleco y corbata blancos. Alguien creyó que era un agente de circo, y los muchachos corrían tras él gritándole: «Stop! Stop! Clown! Clown!»"

Por supuesto que el ex dictador no esbozó siquiera una mueca de sonrisa, menos aún cuando supo que Carmen intentó visitar a Lerdo de Tejada, su padrino de bautizo, quien se negó a recibirla, aduciendo la traición de su padre al aliarse con Díaz.

—No me importa lo que Carmelita haya tratado de hacer o no en Nueva York, mientras yo visitaba a las autoridades políticas y financieras de aquel país.

—Entiendo tu posición, pero al menos sí desearás saber lo que ella pensaba de su vida a cuatro años de matrimonio, ¿no...? ¿O tampoco?

Díaz asintió levemente con la cabeza. A eso se redujo su respuesta. En ese momento otra pompa transparente empezó a precipitarse lentamente, jugando tal vez en su caída libre, hasta caer esta vez en sus manos.

—Lee lo que pensaba de ti y de su vida Carmelita en 1885. ¿Tú creías que ella para ti era un libro abierto? Pues lee, hijo, lee la carta que ella le escribió a su querido papá Lerdo durante tu segunda administración:

Ciudad de México, 14 de enero de 1885.

Sr. Lic. don Sebastián Lerdo de Tejada.

Mi muy querido padrino: Si continúas disgustado con papá, eso no es razón para que persistas en estarlo conmigo; tú sabes mejor que nadie que mi matrimonio con el general Díaz fue obra exclusiva de mis padres, por quienes, sólo por complacerlos, he sacrificado mi corazón, si puede llamarse sacrificio el haber dado mi mano a un hombre que me adora y a quien correspondo sólo con afecto filial. Unirme a un enemigo tuyo no ha sido para ofenderte; al contrario, he deseado ser la paloma que con la rama de olivo calme las tormentas políticas de mi país. No temo que Dios me castigue por haber dado este paso, pues el mayor castigo será tener hijos de un hombre a quien no amo; no obstante, lo respetaré y le seré fiel toda mi vida. No tienes nada, padrino, que reprocharme. Me he conducido con perfecta corrección dentro de las leyes sociales, morales y religiosas. ¿Puedes culpar a la archiduquesa María de Austria por haberse unido a Napoleón? Desde mi matrimonio estoy constantemente rodeada de una multitud de aduladores, tanto más despreciables cuanto que no los aliento. Sólo les falta caer de rodillas y besarme los pies, como les sucedía a las doradas princesas de Perrault. Desde la comisión de limosneros que me presentaron ayer hasta el sacerdote que pedía una peseta para cenar ascendiendo o descendiendo la escalera, todos se mezclan y se atropellan implorando un saludo, una sonrisa, una mirada. Los mismos que en un tiempo no muy remoto se hubieran negado a darme la mano si me vieran caer en la acera, ahora se arrastran como reptiles a mi paso, y se considerarían muy felices si las ruedas de mi carruaje pasaran sobre sus sucios cuerpos. La otra noche, cuando tosía en el pasillo del teatro, un general que estaba a mi lado interpuso su pañuelo para que la saliva, en preciosas perlas, no cayera en el piso de mosaico. Si hubiéramos estado solos, es seguro que esta miserable criatura hubiera convertido su boca en una escupidera. Ésta no es la exquisita lisonja de la gente educada; es el brutal servilismo de la chusma en su forma animal y repulsiva, como el de un esclavo. Los poetas, los poetas menores y los poetastros, todos me martirizan a su manera: es un surtidor de tinta capaz de ennegrecer al mismo océano. Esta calamidad me irrita los nervios hasta el punto de que a veces tengo ataques de histeria. Es horrible, ¿verdad, padrino? y no te digo nada de los párrafos y artículos publicados por la prensa que papá ha alquilado. Los que no me llaman ángel, dicen que soy un querubín; otros me ponen a la altura de una diosa; otros me ponen en la tierra como un lirio, una margarita o un jazmín. A veces yo misma no sé si soy un ángel, un querubín, una diosa, una estrella, un lirio, una margarita, un jazmín o una mujer. ¡Dios! ¿Quién soy yo para que me deifiquen y envuelvan en esta nube de fétido incienso? Ay, padrino, soy muy infortunada y espero que no me negarás tu perdón y tu consejo.

CARMEN

—No puedo creer que Carmelita haya dicho que era muy infortunada y que estaba envuelta en una nube de fétido incienso.

—Dios nunca miente, Porfirio, no tiene ninguna necesidad de hacerlo, además tú, antes que nadie, conoces a la perfección o al menos deberías conocer a la perfección la letra de tu esposa. 

—¿Cómo es que nunca lo supe? ¿Cómo nunca supe que fuera tan infeliz? Ni siquiera quería tener hijos conmigo, y tal vez por eso la castigaste...

—Nadie entiende mis designios, Porfirio, nadie, ni lo intentes —adujo la voz saturada de prudencia y sabiduría—. De la misma manera que no supiste esa realidad difícil de deglutir de Carmelita, por lo visto tampoco te informaron que Romero Rubio aprovechaba su cargo en el gabinete para vender licencias de casas de juego públicas. Lo dejaste hacer. ¿Por qué consentiste que violara la Constitución siendo que era por todos sabido que se trataba de un liberal postizo?

—Yo no era tan ingenuo, claro que desconfiaba y sabía de sus intenciones de ser mi sustituto.

Aunque debía tenerlo a mi lado tanto en el hogar como en el palacio, me ocupaba yo con buen tino de suscitarle las más diversas enemistades y declararle conflictos por donde ni siquiera se los imaginaba.

—Entonces habrás sabido que el arzobispo Gillow, a cambio de servicios prestados, se asoció con Romero Rubio, consolidaron esa gran mancuerna para que ambos, a través de concesiones ferrocarrileras, terminaran el tramo de San Martín Texmelucan a lrolo. Se supone que se ordenó sacerdote para divulgar el Evangelio, ¿tú le crees...?

»Tú que no eras tan ingenuo te diste cuenta de que Carmelita pertenecía a una familia fanáticamente católica y que día con día apretaba más el tornillo para que no aplicaras las Leyes de Reforma y te acercaras a la jerarquía católica para que dependieras de ella. Acuérdate cuando la policía iba a arrestar unas monjas que vivían en un convento clandestino, el mismo que desocuparon tan pronto Carmelita les avisó, por voz tuya, de las intenciones de encarcelarlas.»

Ante el silencio e indiferencia de Díaz la voz recurrió a nuevos cargos: —En el Juicio Final se abordan todos los temas, por más espinosos que sean, Porfirio, por lo que te recomiendo humildad a la hora de escuchar las acusaciones.

Porfirio no se inmutaba.

Dios continuó.

—Hablemos entonces de cómo se conformaba un Congreso en tu dictadura y en cualquiera otra. Por ésta y otras razones se perseguía a los periodistas hasta encerrarlos en la fortaleza de San Juan de Ulúa, con los objetivos ya conocidos, ¿no? Y nada mejor que dejar constancia de los puntos de vista de uno de ellos:

A la altura de 1892, los diputados eran seleccionados por el mismo presidente. Ni siquiera las credenciales eran emitidas por el colegio electoral legal... Primero venían los familiares del presidente, su hijo, yernos, sobrino, suegro, Porfirito, de la Torre, Elízaga, Muñoz, Félix Díaz, Ortega y Reyes. Después, viejos camaradas de armas... Después venían los parientes de los generales, los de los secretarios del gabinete y los de los gobernadores. Los dos hijos de Dehesa fueron diputados. Manuel Fernández Ortigosa y Manuel Romero Ibáñez, de Oaxaca, eran autores de la elogiosa biografía rimbombante, La moral en acción, y fueron diputados también...; por último, se acomodaba a los niños finos, los consentidos de Carmen, de sus amigas y del arzobispo, incluidos Luis Aguilar y Eduardo Viñas, administradores de las propiedades del arzobispado de México y Joaquín Silva, hermano del arzobispo de Morelia, Ramón Reynoso, un dentista que fue llamado de carrera una noche para atender al dictador y que luego se convirtió en su dentista de planta. Ángel Gutiérrez, su doctor, también tenía una curul. Porfirio no corría riesgos... Por último, se atendía a unos cuantos hombres de verdadero mérito, pero con conexiones similares, o cercanos a los científicos, tales como Emilio Pardo, Emilio Rabasa, José Gamboa, Rafael Zubarán, etc... Elaborada la lista final, los gobernadores recibían los nombres que «debían ser favorecidos por el voto público».

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