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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (19 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Con qué urgencia esperaba la llegada del 5 de noviembre de 1881! La ceremonia civil estaba programada a las siete de la noche. Tal vez se llevaría una hora carísima de su tiempo. A las ocho de la noche el grupo se trasladaría a la capilla privada del arzobispo Labastida y Dávalos. No había manera de convencer a monseñor de la inutilidad del enlace religioso ni mucho menos a los Romero Rubio, unos fanáticos católicos que lo acusarían de diabólico en silencio, pero que sin embargo, bien lo sabía él, le entregarían a su hija de cualquier manera, sólo que, ¿para qué romper con los convencionalismos sociales? A las nueve y media comenzaría la recepción y el banquete, que bien podría terminar tres horas después, de modo que a Carmelita la tendría en la tina, cubierta por espuma a más tardar a la una de la mañana, bueno, una y media si es que algunos invitados se negaban a retirarse oportunamente. Llegado ese caso cancelaría la música, apagaría las luces y les agradecería a todos su presencia, sus suegros incluidos. 5 de noviembre, ¿por qué no llegas...?

Pero el 5 de noviembre llegó. No hay plazo que no se cumpla. Carmelita estuvo radiante durante la ceremonia religiosa, así como a lo largo de la civil. El tiempo pasaba lenta, tortuosamente, según constataba el ex presidente una y otra vez en su reloj de oro, al estilo de los ferrocarrileros. Terminó el banquete, cortaron el pastel, bailaron el primer vals, la abrazó en la pista por primera vez, —la besó en la frente, ¿así de maravilloso olerían todas las vírgenes? Le permitió bailar otra pieza con su padre, don Manuel Romero Rubio, sin dejar de experimentar una curiosa sensación de celos, infundados, claro está, pero al fin y al cabo, celos. La música se siguió escuchando hasta altas horas de la noche, contrario a los planes del novio, ¿novio?, marido, marido de Carmelita, a quien aventajaba con treinta cuatro años de edad, ¿quién dijo «un mundo de años de diferencia»? Soldados... Preparen... Apunten...

La pequeña Carmelita invitaba a bailar una y otra pieza. La que más repitieron fue
Adiós Mamá Carlota
y, desde luego,
Dios nunca muere
, además de
Ay, ay, ay, mi querido capitán
, hasta que don Porfirio pidió una silla. Se agotaba. Carmelita no tenía compañeros de escuela porque estudiaba con sus hermanos en casa, dirigidos por institutrices norteamericanas o europeas. Lo anterior no significó que se apartara de la pista ni un momento, intercambió pareja con tanto familiar y amigo se encontró a su paso, hasta que el ex presidente se percató de una dura realidad: Carmelita hacía tiempo para retrasar su llegada irremediable a la alcoba. Bien. Él, como correspondía a todo caballero, no la presionaría de ninguna manera. La dejaría reír y gozar hasta que la fiesta fuera decayendo por ella misma y los invitados se despidieran uno a uno sin ser sometidos al menor apremio. Tarde o temprano la gallinita caería en la cacerola y él la devoraría sin prisa alguna. Al tiempo... Lo que no se valdría era alegar cansancio o fatiga y diferir el encuentro amoroso para el día siguiente. Desde muy temprano tendría que aprender Carmelita a cumplir sus obligaciones conyugales: hoy comenzarían, Bastante tiempo había esperado. No lo haría ni un minuto más.

Cuando despidieron en la puerta de su residencia al matrimonio Romero Rubio y ella le dio un intenso abrazo a su padre, que él devolvió con gran frialdad dándole palmaditas en la espalda, don Porfirio tomó con su mano arrugada y encallecida después de tantos años de faenas militares, la de Carmelita, suave, tersa y también sudada, si es que es posible contar toda la verdad. Instintivamente trató de soltarse, pero entendió que no podía ya oponer resistencia alguna. Más valía que estuviera preparada para lo que tenía que estar preparada... Entre comentarios en torno al festejo y los momentos más sobresalientes de la boda, la pareja se dirigió hacia la habitación del hombre más importante del país. El gobierno de Manuel González, según el decir público, no pasaba de ser una bufonada. Díaz regresaría al poder en 1884, con reelección o sin ella. El momento más importante se dio cuando Díaz cerró tras de sí la puerta, en tanto ella se hacía la disimulada sin dejar de hablar y rescatar los momentos chuscos del evento. Él, sin contestar, se quitó la guerrera congestionada de condecoraciones para colgarla educadamente en el perchero. Carmelita, de pie, no dejaba de comentar escondiendo su nerviosismo. Presenciaba la escena con franco terror. Don Porfirio se sentó en un sillón para descalzarse. Acto seguido se levantó, se colocó con los brazos en jarra ante su esposa parlanchina. Ahí se veía él en toda su dimensión: su piel oscura, alto, imponente, con el bigote canoso muy poblado y retorcido, de cabellera rala, escasa, pero suficiente para su edad. No mostraba un vientre protuberante, el ejercicio a caballo lo mantenía en forma.

Sin que ella interrumpiera la narración, don Porfirio ordenó:

—¡Ven!

La chica se quedó petrificada. Inmóvil.

—Ven, he dicho —repitió el viejo garañón exhibiendo una sutil sonrisa.

Carmelita, muda, se dirigió hacia él tropezándose con tan sólo dos piernas. Imposible andar ni hablar.

Cuando la tuvo a su alcance introdujo sus dos manos debajo de la orejas y le retiró el pelo de la cara. Le acarició la frente. La miró, la contempló, se llenó de ella. Tomándola entonces por las mejillas, como quien va a hacer una ofrenda divina, se acercó para besarla por primera vez en los labios. Ella cerró dócilmente los ojos sin oponer resistencia. La habían preparado bien, se dijo en silencio. En el momento en que empezaba a besarla, ella se apartó bruscamente riéndose como loca.

—¿Qué te pasa? —preguntó el ex presidente confundido.

—Es que tus bigotes me dan como comezón o cosquillas, algo muy raro, no entiendo —adujo sin dejar de reír ni de frotarse la boca como si se hubiera enchilado.

Porfirio también sonrió.

—Eso es sólo al principio, ven, te enseño.

Esta vez pegó sus labios contra los de ella evitando cualquier roce que pudiera hacerle gracia. Todo funcionaba de acuerdo con lo planeado hasta que Porfirio dio un paso más adelante e introdujo, sin más, su lengua en la boca de ella. Carmelita se escandalizó. Se retiró otra vez frotándose con más fuerza los labios. Deseaba escupir o hasta vomitar.

—¿Pero qué es esto, Porfirio? Es una cochinada, una inmundicia, ¿cómo te atreves a meterme la lengua...?

—Pero así es, mi amor, todas las parejas de la Tierra lo hacen... El primer impulso de ella fue pedirle que se abstuviera de decirle amor, ella no era su amor, aunque después de pensado sólo le dijo: 

—Así lo harán otras parejas, como tú dices, pero a mí me da asco.

—¿Asco? —«Si esta prueba de amor ya le da asco ni me imagino lo que pasará después», pensó Díaz—. Bueno, bueno, ven, ya no lo volveré a hacer —se dijo el viejo zorro apostándole al tiempo. Ya se lo pediría después, es más, se lo suplicaría...

Volvió a besarla como si fueran un par de tímidos escolares. Aprovechó para abrazarla sin encontrar el menor placer en ello. Las crinolinas y el traje de novia le impedían hacer contacto con su cuerpo.

—¿Y si te quitas el vestido? Si quieres yo te ayudo. Voltéate y te desabotono.

—No, ni Dios lo quiera —repuso ella exaltada—. ¿Y si nos acostamos con todo y ropa?

—Se va a arrugar, Carmelita.

—Pues que se arrugue, mi mamá hará que la planchen rápidamente.

—De hoy en adelante haremos la vida sin tu mamá.

—Entonces yo la plancho.

—¿Qué te parece si nos damos un buen baño de tina?

—Bueno, primero yo y luego usted, perdón y luego tú...

—No, mi amor, los dos juntos. Tengo preparada el agua caliente.

—¿Qué tal que mejor nos dormimos y mañana seguimos con la discusión?

Después de meditarlo unos instantes, pues el diablo sabe más por viejo que por diablo, don Porfirio accedió:

—Está bien, pero con una condición...

—¿Cuál? —repuso ella, desconfiada.

—No te puedes dormir con el traje de novia, las mil crinolinas y ese peinado. De modo que te metes al baño, te pones tu camisón y te sueltas el cabello. Ése es el trato.

Carmelita aceptó a regañadientes sin imaginar la nueva trampa que escondería ese anciano libidinoso. Se tardó mucho más tiempo del previsible y necesario en la maniobra, en espera de que Porfirio ya se hubiera dormido. Los viejitos se duermen en todos lados. Sin embargo, sobra decirlo, al abrir la puerta esperando que no rechinara para constatar que por esa noche, al menos por esa noche, se había salvado, se encontró con que su marido estaba acostado boca arriba, cubierto el pecho desnudo por las sábanas y con el rostro cubierto por una sonrisa sarcástica que ella no acabó de interpretar porque el lobo de mar se apresuró a apagar la luz, dejando que ella llegara a oscuras a su lugar en la cama.

¿Tendría los pantalones del pijama puestos?, se preguntó tan temerosa como intrigada.

Arrastrando una pijama rosa con brocados franceses hechos a mano por monjas de la catedral de Chartres, Carmelita se introdujo en forma imperceptible en la cama y se cubrió con las colchas, luego se colocó igualmente bocarriba. Apenas se escuchaba su respiración. Si por lo menos hubiera habido las caricias previas que se dan las parejas durante meses de relación, si se hubieran besado a escondidas y conocido más, identificado más, todo hubiera sido mucho más fácil, pero así de pronto, con ese señor que, por más importante que fuera, ella desconocía o temía o rechazaba por la diferencia de edades o todo junto, era una locura. Porfirio le pidió su mano. Había apagado la chimenea de modo que no se pudiera ver nada. Ella accedió. La alargó por arriba de las sábanas. Él se la besó una y otra vez para que se acostumbrara a su trato y a su bigote, se relajara y se acercara más. Cuando los besos en la mano fueron insuficientes, Porfirio se acercó mientras besaba los brazos descubiertos hasta llegar a tocar su cuerpo con las piernas. Ella no se apartó. Permaneció inmóvil. Él la rodeó con su brazo derecho atrayéndola mientras la besaba en la boca, que ella se negaba a abrir. Tenía los labios duros e impenetrables. Como pudo tocó sus nalgas, las acarició una y otra vez sin que ella protestara. Eran avances importantes. Decidió entonces apartarse brevemente para rozarle con las manos los senos mientras las llevaba hacia su rostro. Ella se dejó hacer. Entonces se los acarició una y otra vez, en tanto ella por lo visto cerraba los ojos crispados. Sí que era una sirena. Al tocar sus pezones se endurecieron de inmediato. Era una lástima que no pudiera verla. Se apretó contra ella haciéndola sentir de plano el vigor masculino. Al principio, ella pensó en separarse pero decidió resistir en tanto. los besos no cesaban y se sentía abrazada por un pulpo gigantesco.

Todo pareció derrumbarse cuando Díaz cometió un grave error. Teniéndola dócil y dispuesta dio dos pasos en lugar de uno, provocando que casi se perdiera la suerte. Ávido de alguna reciprocidad, él tomó su mano y se la llevó al centro de los poderes que rigen las leyes del mundo y tal vez del universo. Necesitaba que Carmelita conociera la fuerza de su virilidad, su valentía, la razón por la que había ganado tantas batallas contra enemigos de diversas nacionalidades, la fuente de su vitalidad, la mejor explicación de su temperamento indómito...

Ella, al sentir que tocaba la expresión más acabada de un hombre, retiró la mano como si la hubiera metido con los ojos cerrados a un fogón. Lo único que produjo en Carmelita fue la misma respuesta anterior:

—Es usted un cochino, señor, cochino, ya me voy... 

Porfirio soltó otra carcajada:

—¿Ya te diste cuenta de que me estás hablando de usted? Además, vuelvo a lo mismo, son caricias obligatorias entre personas que se aman...

Ella iba a contestar «es que yo no lo amo, si estoy en esta cama con un viejo degenerado como usted es porque me lo ordenó mi papá, por conveniencias políticas y de negocios, según escuché tras de la puerta un día que se lo confesó a mi mamá. Yo no lo quiero, señor, ni sé quién es usted, salvo que es un hombre muy importante que tiene hijos mayores que yo, eso es todo...». Pero Carmelita se contuvo al oír la risa de su marido y únicamente se concretó a decir:

—El arzobispo Pelagio siempre me dijo en confesión que nunca le tocara yo a un hombre ahí y que menos. permitiera que alguien metiera la mano debajo de mis faldas.

—Tiene razón don Pelagio, sólo que yo soy tu marido y en este caso operan otras reglas...

—Prométeme que no me harás tocar de cualquier manera esa cosa...

—Lo prometo, pero ven, no te vayas...

Ella se acercó de nueva cuenta a regañadientes. Después de caricias cada vez más atrevidas accedió en silencio a que Porfirio le levantara el camisón y la montara. Gradualmente se fue aflojando hasta que empezó a abrir las piernas. Cedía, cedía sin echar mano de la menor violencia. Muy pronto Díaz la encañonó en tanto ella se retorcía gimoteando. Apenas empezaba a penetrarla cuando ella exhibía ya un dolor descomunal y lloraba como una chiquilla arrepentida de todos su pecados, así que Porfirio apuraba el paso presintiendo una debacle. Ésta efectivamente se dio cuando ella repentinamente giró descarrilando toda la maniobra tan bien urdida y dejando que el ex presidente de la República desahogara su furia, Su encanto, sus poderes y su fortaleza en las sábanas de satín francesas, sus preferidas. Se había desperdiciado la pólvora con la que había ganado tantas batallas.

Lo último que Porfirio alcanzó a decir sin que ella entendiera una sola palabra fue:

—Está bien, mi amor, ¿no quisieras dormir por esta noche de mi lado...?

Ella accedió sorprendida al constatar la renuncia inexplicable del guerrero. El canto de una alondra anunció la llegada de un nuevo día...

La voz estentórea se volvió a escuchar de nuevo.

—De modo que, ¿qué me dices de Carmelita, hijo...?

—Pero, ¿por qué la ausencia, Señor...? De pronto hasta desapareció todo tu séquito...

—Ya te lo dije una vez, Dios no da explicaciones ni justifica sus decisiones. ¿Entendido? Continuemos —agregó cortante. Sí que el Señor sabía imponerse y mandar.

—Debo reconocer —adujo Porfirio Díaz sin intentar rebatir esas sabias palabras— que efectivamente Carmelita me transmitió mucho vigor, mucha fortaleza y muchas ilusiones por vivir.

—Sí, pero también te cambió el color de la piel, algunos aspectos de tu fisonomía. De tener el aspecto rudo de un campesino fuiste adquiriendo un porte noble y elegante. Dominaste tus justificadas timideces pueblerinas y volaste por encima de los chismes y cuchicheos de los salones mundanos que hablaban de tu origen mixteca. De repente empezaste a parecer como un archiduque austriaco de la estirpe de Carlos V y no como un indio vulgar ni maleducado, de piel oscura, que escupía por un carrillo. Carmelita te talqueaba las manos y te obligó a usar corsé, a pesar de tu resistencia, para mantenerte arrogante y erguido. Haz memoria, Porfirio, repasa aquellos primeros años. De pronto otra burbuja se posó sobre sus piernas y estalló. Dejó al descubierto una nota:

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