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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (18 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Porfirio permanecía inmóvil, impertérrito. En el fondo de sus ojos se podía percibir el fuego. ¿Y las pasiones...?

—El acercamiento con Carmelita respondió a una estrategia perfectamente diseñada entre Guillow y Romero Rubio. Era un soberano desperdicio encajársela a Lerdo, al gran papá Lerdo, un cadáver insepulto, una vaca que ya no daba leche, pero tú, Porfirio, sí que tenías un futuro, y futuro en grande, la dorada oportunidad para ellos de llenarse de dinero hasta hartarse, ¿te das cuenta? Te vendieron la imagen de Carmelita, te la presentaron a la distancia haciéndote saber que esa mujer joven te transmitiría toda su juventud y te haría vivir muchos años más, en lugar de compartir tus últimos días con una anciana gorda, fea, llena de achagues y de enfermedades, amargada y frustrada. ¿Por qué entonces no buscar como pareja a una mujer joven, aun cuando tú le llevaras casi treinta y cinco años de edad, con tal de que alegrara y coloreara el otoño de tu vida? «Carmelita te dijo Gillow es ocurrente, graciosa, juguetona, culta y divertida, habla varios idiomas y lo representará a usted socialmente, señor presidente, a la perfección. Nadie necesita enseñarle a ella a tomar el tenedor ni a comer en manteles largos ni a comportarse en la soirée que sin duda continuará usted organizando en el Castillo de Chapultepec... Ella es toda una dama educada para vivir en la alta sociedad y exhibir su educación europea en los altos círculos diplomáticos, en los que sin duda caerá siempre muy bien...» ¿Qué tal, Porfirio, qué tal te trabajaron Gillow y Romero Rubio sin que tuvieras la menor idea de lo que estaban urdiendo? Tú ingenuamente creías que a través de las clases de inglés que Carmelita te daría, previa aprobación de su padre, ambos se enamorarían, ¿verdad? ¡Qué equivocado estabas! Te estaban tomando el pelo de punta a punta, Porfirio, y tú no te dabas cuenta.

¿Y esto es el Paraíso? —pensó Díaz, furioso—, ¿un lugar en el que se conoce la realidad de la existencia cuando ya todo es irremediable? Uno de los grandes placeres terrenales se encuentra en la ejecución de la venganza, y aquí no existe, por lo que ya debo de estar en el Infierno...

—Pero escucha, escucha, Porfirio: Romero Rubio convenció a su hija, ya de diecisiete años, de la importancia de casarse con el ciudadano jefe de la nación, porque así tendría poder, prestigio y una imagen histórica que desde luego no disfrutaría con su otro pretendiente, al que, por supuesto, despidió con cajas destempladas. Si Medea estranguló a sus hijas, Romero Rubio las vendió a cambio de una cartera, dicho sea esto en toda la extensión de la palabra, en tu gabinete.

»No importa en estos momentos advertir cómo, mientras supuestamente aprendías inglés, a un mes de muerta Delfina, ya te dabas tus escapadas con la Mujer de Tlalpan, a la que rápidamente le hiciste un hijo, el que invariablemente se negó a utilizar tu apellido, muy a pesar de su rancia prosapia. No perdamos el tiempo en estas andanzas, ¿para qué...? Mejor recordar cuando le obsequiaste a Gillow una esmeralda rodeada de brillantes y él a cambio te envió una joya traída desde Francia, que recordaba las guerras napoleónicas, además de un busto de Napoleón Bonaparte. Empezabas a entenderte con tu paisano, ¿no? ¡Qué bonita amistad...!»

Porfirio Díaz caminaba de un lado a otro en el inmenso salón iluminado, sin ocultar su sorpresa por la manipulación de que había sido objeto por parte de Romero Rubio y del ya arzobispo Gillow. El Señor no ignoraba el malestar que causaban sus palabras, sobre todo cuando Díaz invariablemente se había jactado al repetir una y otra vez que todavía no nacía quien tuviera el talento para engañarlo:

—«Conozco las intenciones de mis semejantes mucho antes de que se conviertan en acciones», decías, ¿verdad? Lo menos que podías haber hecho, Porfirio, era ser un poco más original con Carmelita a la hora de declararle tu amor, tal y como lo hiciste en su momento con Delfina. Pero no, claro está, a Carmelita le mandaste igualmente una carta, que te envío envuelta en otra burbuja. Después de varias clases de inglés ya era hora de declararte, ¿no...? Además lo hacías invariablemente por escrito. Tu inseguridad no te permitía ver cara a cara a tus mujeres ni enfrentar virilmente un rechazo. Eras el mismo político inseguro que sembraba intrigas entre tus colaboradores porque nunca creíste en nadie. ¿En quién llegaste a confiar realmente?

Díaz vio caer el texto escrito con su puño y letra hasta que se depositó delicadamente sobre sus piernas. Se mantuvo callado. Lo recordaba a la perfección:

Carmelita:

Yo debo avisar a usted que la amo. Comprendo que sin una imperdonable presunción no puedo esperar que en ánimo de usted pase otro tanto, y por eso no se lo pregunto; pero creo que en un corazón bueno, virgen y presidido de una clara inteligencia, como el de usted, puede germinar ese generoso sentimiento, siempre que sea un caballero el que lo cultive y sepa amar tan leal, sincera y absolutamente como usted merece, y yo lo hago ya de un modo casi inconsciente.

Yo deseo emprender esa obra; estoy ya en la necesidad de seguirla si usted no me lo prohíbe y a ese efecto espero su respuesta, en concepto de que si usted me dice que debo prescindir no necesita usted decirme por qué, yo siempre juzgaré poderosas sus razones e hijas de una prudente meditación, y puede estar segura de que obedeceré su consigna sin permitirme calificarla de injusta.

Piense usted que va a resolver una cuestión de vida o muerte para su obediente servidor, que espera sumiso y anticipadamente pide perdón."

PORFIRIO

—Claro que Carmelita estaba impresionada por tu figura, tu arrogancia, tu altivez, tu mirada dura y penetrante, es decir, te admiraba, admiraba tus hazañas militares y tu prestigio mundial, suficiente para que una chiquilla como ella cayera a tus pies, sólo que Romero Rubio cabildeaba sin parar para entregarte a la palomita. Entonces surge la pregunta: ¿quién es más despreciable? ¿El que vendía a la hija o el que la compró, en la inteligencia de que Romero Rubio era un año mayor que tú? Mira que insinuarle que si no aceptaba tu solicitud te suicidarías... ¿Cómo que de vida o muerte, Porfirio? ¿El presidente de la República se iba a suicidar si una niña de diecisiete años lo despreciaba sentimentalmente? Otro chantaje. ¿Quién te lo iba a creer? Es la misma estrategia alevosa de cuando le dijiste a Delfina que si no aceptaba ser tu esposa la cuidarías como a una hija... ¡Por favor, Porfirio, por favor...!

—¿Entonces todo esto fue un pacto diabólico para encajarme a Carmelita y no una conquista amorosa de la que siempre me sentí tan satisfecho? —los argumentos que lo exhibían como a un chantajista profesional lo tenían sin cuidado. Su amor propio había resultado lastimado.

—No seas tan cándido, Porfirio, fuiste víctima de un ardid y ahora, aquí en la eternidad, te das cuenta de que nunca te lo imaginaste ni mucho menos lo descubriste, y así, en este orden de ideas, el S de noviembre de 1881, a las siete de la noche, Manuel Romero Rubio cumplió con el sueño de su vida: abrió los espaciosos y lujosos salones de su residencia para recibir a un escogido número de amigos que harían las veces de testigos del enlace matrimonial de su bella hija Carmelita con el general presidente de la República. Pero bueno, ¿por qué no nos preguntamos también la cara que habría en puesto Sebastián Lerdo de Tejada al saber que Carmelita se iba a casar, nada menos que con quien lo había derrocado de la presidencia de la República? Aquí sí, ya nada de papá Lerdo. El rencor de la traición empezaría un largo proceso de destrucción en el ánimo y en el cuerpo del ex presidente Lerdo. ¿Cuál cariño, no, Porfirio? Así recogió la prensa de la época el espléndido evento social: «Sirvieron de padrinos de bendición, los padres de la desposada y de velación el Sr. Justino Fernández y su esposa. La lindísima desposada vestía un soberbio traje de faya brochée y raso, adornado todo de espléndidos encajes de Alecón, con bouquets de azahares. Como alhajas, una valiosísima cruz, pendientes y anillo, todo de brillantes, regalo de boda de su esposo».

La felicidad volvía a tocar a tu puerta, ¿no, Porfirio? ¡Cuánta generosidad en un pueblo muerto de hambre! ¿Te imaginas si los esclavos de Yucatán, los henequeneros, hubieran podido presenciar el enlace? Y esa felicidad la compartías con el arzobispo de México, Antonio Pelagio Labastida y Dávalos, sí, el mismo que jugó a la distancia un papel tan importante en el derrocamiento de Ignacio Comonfort, el mismo que te casó con Delfina a cambio de que abjuraras la Constitución de 1857, uno de los peores enemigos de la historia de tu México, ¿te acuerdas? Pues dicho arzobispo no ocultó su alegría cuando te dio la bendición nupcial y te casó por la Iglesia en su capilla privada, con la Carmelita de tus sueños. ¿Te acuerdas cómo iba vestida la novia?

Cuando Porfirio Díaz se aprestaba a contestar la pregunta, por supuesto que recordaba con lujo de detalle el atuendo de Carmelita el día de la boda, de repente se produjo un sospechoso silencio. Las patas de oro del trono divino desaparecieron junto con el grupo de densas nubes blancas que ocultaban, tal vez, la presencia de Dios. Nada; no había nadie. De pronto se vio solo en ese espacioso salón con enormes ventanas por las que entraban esporádicas rachas de brisa gratificante y reconciliadora. Como no había techo y continuaba siendo, según todo parecía indicarlo, la misma y eterna mañana del Juicio, nada había variado, el anciano ex dictador podía contemplar paradójicamente en el espacio abierto, la presencia de la noche adornada con grupos enormes de constelaciones para él desconocidas. ¿Dónde estaba? ¿Adónde se había ido el Señor?

—Dios, ¿dónde estás...?

No hubo respuesta.

—¡Dios!, ¿qué he hecho, por favor, qué dije?

Nada. La voz estentórea parecía haberse perdido para siempre. ¿Y su corte celestial? 

—Arcángeles, ¿están ahí?

Nadie contestaba. El silencio era absoluto.

—Ángeles, aunque sea —se dijo consternado—. ¿Por qué se han ido? Bueno —exclamó sorprendido—, ¡querubines!, querubincitos; no me dejen solo, ¿qué es esto...?

Era irremediable, lo habían abandonado sin que se produjera un solo ruido. El tirano permaneció sentado por unos instantes en el banquillo, sin percatarse de "que no había piso, flotaba sin caer en el vacío. No existía, ¿existía?, bueno, en realidad no había nadie a su lado que pudiera interceptar sus pensamientos ni detectar su destino. Había llegado entonces el momento preciso para fugarse, siempre se había fugado, así lo hizo cuando cayó la ciudad de Puebla en manos de los franceses, el 17 de mayo de 1863, o cuando el propio Bazaine ordenó fusilarlo en septiembre de 1865, o cuando llegó a Tampico en 1876, proveniente de Nueva Orleans a bordo del vapor City of Havanna a mediados de junio y se arrojó al mar cuando un grupo de oficiales, decididos a arrestarlo, revisaba el barco. Siempre había logrado fugarse, ¿pero fugarse del Cielo, fugarse de Dios...? Bueno, no, en realidad deseaba buscar un rincón amable en su mente, donde pudiera recordar, como lo hiciera con Delfina, momentos amables de su vida en los que hubiera encontrado las máximas expresiones de amor. Finalmente de eso se trataba la existencia, del amor, sólo del amor, de acuerdo, pero con un respetable espacio para la política, y otro todavía mayor para el acaparamiento de dinero. Por lo pronto, lo importante era volar a un lado de Carmelita y ubicarse en la recámara nupcial la noche de su enlace, después de la magna recepción a la que habían concurrido cientos de invitados, lo más selecto de la sociedad mexicana y del cuerpo diplomático.

Semanas antes de la boda, Porfirio ya no podía conciliar el sueño tan sólo de pensar en el hecho de tener en sus brazos a Carmelita, esa chiquilla de diecisiete años que sería su esposa en los próximos días. Una gallinita así nunca había pisado mi corral, decía en silencio, mientras firmaba expedientes durante el gobierno de su compadre Manuel González. Las clases de inglés —idioma endiablado del que no aprendió ni una sola palabra, muy a pesar de los genuinos esfuerzos de la maestra— se llevaban a cabo en la sala principal de la casa de Romero Rubio, en donde encontró, para su sorpresa, un enorme óleo en el que aparecía él montado a caballo, el día en que tomó posesión de su primera presidencia. El marco dorado, sin llegar a ser barroco, era espléndido. Pues bien, las primeras lecciones de gramática las tomó sentado en una silla, apartado unos cuatro metros de la de Carmelita. Ni insinuarle, ni olerla, ni, claro está, mucho menos tocarla o morderle el lóbulo de la oreja. Únicamente podia repetir:

—I
am
Porfirio Díaz ...


One more time
...


I am
Porfirio Díaz...


One more time
...

—Ay, ¡ya!, carajo, dame un beso. Basta de
I am
, estoy hasta la madre del
I am, you are
...

El ejército integrado por el personal del servicio pasaba una y otra vez cerca del salón de clases. Por lo visto, Romero Rubio quería evitar cualquier contacto previo y desafortunado que echara a perder sus planes. «La tendrá cuando haya firmado y no haya marcha atrás, nada de que una probadita.» El ama de llaves revisaba cíclicamente la mantelería. El
sommelier
preparaba las copas de vino adecuadas para la cena. Una de las recamareras barría, otra trapeaba a un lado de la pareja sin permitir que se apagara una sola luz del recinto. La cocinera subía a consultar con la señora alguna duda respecto de las salsas, en tanto los caballerangos llevaban algunos bultos al carruaje o los transportaban a la alacena. Imposible cualquier movimiento extraño o una insinuación indebida. Todo se sabría:

—I
am
Porfirio Díaz...

Mientras más resistencia y adversidad encontraba Díaz, más deseaba la realización del enlace a la brevedad posible. La ansiedad era el sentimiento exacto que Romero Rubio deseaba despertar en su futuro yerno. Siempre estuvo seguro de que a Carmelita la casaría con Lerdo o con Díaz, pero de que él sería el suegro del presidente de la República no tenía la menor duda, como tampoco la tenía de que volvería a ser secretario de Estado, esta vez con don Porfirio, quien le permitiría hacerse de una fortuna sin precedentes. Carmelita, en todo caso, ya estaría por en medio...

En los días previos a la boda, Díaz pensaba, sin poder poner atención a un tema diferente, que le esperaba el mejor espectáculo de su vida, una doncella virgen recién bajada del cielo, una doncella inmaculada, una niña adolescente, una chiquilla impúber, la moza de sus sueños, nunca tocada por hombre alguno, una muchacha de su hogar, decente, honorable, una vestal que le obsequiaba la existencia, pura, casta, inocente, angelical, ingenua, limpia y candorosa. ¿ Qué tal? Él sabría hacerla enloquecer de un placer desconocido. Él le enseñaría a vivir, le descubriría secretos jamás soñados, le daría las claves de la felicidad eterna, la haría vibrar, estremecerse hasta el llanto, mientras sus vergüenzas obvias le provocarían a él un vigor ya olvidado, una fortaleza hercúlea, un ánimo perdido. ¡Ah!, cuando la desnudara venciendo sus resistencias naturales, la bañara con sus esponjas de seda hundiéndola en el agua tibia con aroma de heliotropo y rosas y la perfumara con sus esencias favoritas, la secara dulcemente tocando con la toalla sus senos que apenas surgían a la luz del sol y palpara su entrepierna para avanzar sutilmente en el proceso de seducción y conquista, ¿cómo no sentirse entonces un elegido de los dioses?

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