Arrebatos Carnales (17 page)

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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

BOOK: Arrebatos Carnales
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¿Para qué defenderse? Todo resultaba inútil ante la exhibición de pruebas tan contundentes. A lo largo de su vida padeció un terrible miedo a ser descubierto, a que se supiera quién era en realidad y de qué estaba hecho, y ahora, ante semejantes evidencias, estaba rendido y expuesto. Se había esforzado durante años en negar la realidad, desde ocultar el color de su piel hasta disimular la existencia de una dictadura exhibiendo un aparato republicano en el que nadie creía. La dolorosa verdad afloraba finalmente.

—¡Cuántas veces y cuántas personas te vieron también llorar en ocasión del aniversario del natalicio de Juárez, tu gran maestro, según tú, pero a quien trataste de derrocar, traicionaste y mentiste cada vez que te fue posible. Llorar tal vez fue tu mayor ventaja como estadista inmerso en un pueblo tan piadoso. Llorabas cuando te reelegían, por amor a la patria. Llorabas cada día de tu cumpleaños cuando la gente te ovacionaba. Llorabas, como bien decía Lerdo, a la hora en que mandabas fusilar, es decir, «Díaz mata llorando...» ¿Te acuerdas? Eras el mismo que de niño le sacaba los ojos a las gallinas para constatar cómo se estrellaban sangrientas contra las paredes del corral, y el mismo que enojado con su hermano Félix por algún hecho trivial, le puso pólvora en la nariz mientras dormía y le prendió fuego, por lo que desde entonces se le llamó Félix el Chato Díaz...

El tiempo no transcurría. ¿Cuántas horas o días, meses o años llevaría ahí sentado? Nada acontecía. Todo se había detenido. Porfirio no experimentaba la menor sensación de hambre ni de sed ni había llegado la hora de los alimentos. El frío o el calor por lo visto no existían. ¿Necesidades fisiológicas? Ninguna, en ningún momento, como tampoco había sentido la presencia del sueño o de la fatiga o de la flojera. ¿Apetitos? Ni siquiera los imaginaba, como tampoco deseaba ni extrañaba. Tal vez más tarde, ¿qué era más tarde...? ¿Podría recordar lo que era una pasión?

—Te permití que te fugaras con la mente para recordar tu vida al lado de Delfina y de tus otras mujeres...

Porfirio sintió que palidecía. Pensaba que Dios no sería jamás dueño de sus pensamientos, pero estaba equivocado. Se había enterado de sus recuerdos con Delfina de lamisma manera en que se observan los objetos a través de una vitrina. En la eternidad, por lo visto, todo llegaba a sabersey, además, con lujo de detalle. Las mismas reflexiones que en este momento estaba llevando a cabo seguramente las estaba escuchando el Señor. Mejor, mucho mejor, no huir del Juicio refugiándose en Carmelita, sino enfrentar valientemente los cargos.

—Es correcto, Porfirio, enfréntalos pero sin lloriqueos ni traiciones. Aquí ya no hay espacio para nada de eso. A propósito, si quieres yo mismo te cuento la historia dejando afuera las áreas complejas o difíciles.

Díaz sentía cómo se le escapaban los ojos de sus órbitas. Imposible defenderse ni tener ocultamiento alguno. Se habían acabado para siempre los dobleces y las hipocresías. Finalmente él se había convertido en un libro abierto en el que tanto su conducta como sus reflexiones eran totalmente transparentes. ¿Qué sentido podían tener las mentiras o los chantajes o las falsas promesas o las zancadillas? Era conveniente abrirse el pecho como nunca antes lo había intentado.

—¿No crees que fue una ruindad acercarte a una chiquilla de dieciséis años cuando tú, presidente de la República, señor de señores, poderoso entre los poderosos, ya habías alcanzado los cincuenta años y tenías hijos por todos lados? ¡Claro que podía haber sido tu nieta! ¿Lo sabías, verdad? Tú y Antonio López de Santa Anna me dejaron siempre sorprendido. Él conquistó a Dolores Tosta a la misma edad: diecisiete y cincuenta y uno. ¿Degenerados, o ellas precozmente interesadas, o sus padres particularmente ambiciosos, dispuestos a entregar a sus hijas menores de edad a garañones como ustedes, a cambio de un puesto en el gabinete o de un puñado grande o chico de dinero? Tú dirás...

—La verdad es que yo tenía necesidad de aprender inglés, sabía que Carmelita dominaba el idioma y después de varias clases empecé a enamorarme de ella.

—Mientes, Porfirio, siempre has mentido, y todavía te atreves a mentir después de muerto. Sería conveniente que repasáramos la historia de Manuel Romero Rubio, antes de que éste llegara a ser tu suegro y, por razones obvias, tiempo después, tu secretario de Gobernación. Él, como verás, te engañó de principio a fin, y te lo podré demostrar.

Porfirio se dispuso a poner atención aun en contra de su voluntad. Estaba, bien lo sabía él, acorralado. Sus pensamientos los percibiría el Señor a la perfección. No tenía escapatoria posible.

—Después de que Lerdo se embarcó el 2 de febrero de 1877 junto con algunos leales de su gabinete rumbo a la ciudad de Nueva York, a bordo del Cristóbal Colón, tu futuro suegro hizo un brindis, ya instalado en el destierro, cuyas palabras yo recogí celosamente para hacértelas saber en el momento adecuado. Y ese momento ya llegó.

Díaz levantó la cabeza y vio caer de las alturas una burbuja transparente que contenía precisamente el mensaje leído por Romero Rubio en esa triste coyuntura para el gran grupo de liberales progresistas en vía de extinción.

—¿No es una crueldad conocer su contenido ahora que ya no puedo hacer nada? ¡Dios es cruel!

—Dios es sabio, hijo, y jamás se le cuestiona. ¿A ti te gustaba que te cuestionaran? ¿No, verdad? Pues a mí tampoco, de modo que a callar.

No debemos avergonzarnos de la revolución, que todos los pueblos tienen sus revoluciones, sino del hombre despreciable que la encarna. La vida de ese rufián uniformado ha sido una constante acechanza para las libertades públicas. Alguna vez en el seno de la Cámara, puse precio a su cabeza en medio de una oposición furibunda y arrastrando las consecuencias de aquel acto. Porque el señor Díaz estaba fuera de la ley no sólo como rebelde político, sino rebelde contra la vida y tranquilidad de los mexicanos. Yo brindo, en fin, señor Presidente —dirigiéndose a Lerdo—, por que muy en breve, México arroje de sí ese puñado de bandidos, que como los piojos en la melena del león azteca, chupan su sangre impunemente.

Díaz protestó:

—¿Dijo que yo era un hombre despreciable, un rufián uniformado?

—Efectivamente...

—¿Dijo que mi gobierno era un puñado de piojos que chupan la sangre del león azteca?

—Efectivamente, hijo, pero escucha lo que dijo de su ex jefe, es decir, del propio Lerdo: «Vuelvo al país muy arrepentido de haberme mezclado en la política de Sebastián Lerdo de Tejada, a quien en otros tiempos admiré, pero hoy estoy convencido de que el organismo de ese caballero ha sufrido tal degeneración, que lo ha hecho llegar a la demencia. Por lo cual decidí dejarlo y volver al seno de la familia que amo intensamente».

—¿Y qué puedo hacer ahora...? A mí qué me importa lo que haya dicho de Lerdo.

—Hacer, lo que es hacer, nada, acuérdate que a él le dio un cán—cer en la cara que acabó con su vida en 1895, veinte años antes de que tú vinieras a rendirme cuentas, Porfirio. Las pagó porque escasamente pudo disfrutar de su dinero y su poder...

—Pues sí, pero me las debe...

—Aquí ya nadie debe nada a nadie, ¿te das cuenta? Serénate porque ya todo es inútil. Por esa razón Dante, mi Dante, escribió en las puertas del Infierno: .«pierda toda esperanza quien traspase el umbral de esta puerta...» De modo que cálmate, muchacho. Lo que sí debes saber adujo aquella voz reposada y sabia es que Romero Rubio mentía. Desde luego que no estaba resignado a pasar el resto de sus días en el extranjero, extraviado en el anonimato, sin acaparar honores y riquezas. Muy pronto urdió un plan para regresar a México con el objetivo de derrocarte y supuestamente volver a instalar en el poder a Lerdo, quien ocuparía transitoriamente la presidencia, a la que renunciaría un tiempo después para retirarse a la vida privada, no sin antes entregarle la primera magistratura a Romero Rubio.

—Ésa es una ingenuidad, por Dios, ¿quién en su sano juicio va a entregarle a Lerdo la presidencia de regreso después de haberla conquistado?

—Pues por esa misma razón te fue tan fácil derrocar a Lerdo, en el fondo un hombre muy pequeñito que nunca estuvo a la altura de las circunstancias.

—Pues claro...

—Tal vez llegó el momento de que sepas cómo te engañó Romero Rubio para poder conquistar tus afectos y tu admiración...

Porfirio había vuelto a colocar los codos sobre las rodillas, y la cabeza sobre las manos abiertas hacia el infinito, en preparación. pata la catilinaria que sin duda se le venía encima.

—Este hombre traidor de punta a punta, urdió en Veracruz un levantamiento armado pro lerdista en tu contra. Romero Rubio organizó todos los detalles y reunió a los cabecillas en el puerto. Cuando todo estuvo listo para detonar el movimiento, tu futuro suegro se presentó en tu oficina de Palacio Nacional para comunicarte el plan de esos sediciosos que querían acabar con tu gobierno. Los traicionó a todos. Únicamente trataba de quedar bien contigo a costa de los demás. ¡Un encanto de hombre!

—Pero yo creía que lo había hecho por lealtad a mi gobierno. La información me fue de particular utilidad.

—¡Claro!, por esa razón, acuérdate, enviaste un comunicado al general Luis Mier y Terán, gobernador del estado, en el cual le instruías: «¡Aprehéndalos in fraganti y mátelos en caliente!» Y los amigos y socios de tu Romero Rubio, Antonio Ituarte, Vicente Campany, Ramón Alberto Hernández y Luis Alva, entre otros tantos más, sus íntimos compañeros de una supuesta legión liberal, todos fueron fusilados inmediatamente de acuerdo con tus instrucciones el 25 de junio de 1879. ¡Claro que no hubo ni juicio ni averiguaciones, afortunadamente, porque el nombre de Romero Rubio hubiera salido a colación, por lo que hubiera quedado muy mal parado, pero muerto el perro se acabó la rabia! ¿No? Es claro, querido Porfirio, que definitivamente pasaste a la historia con aquello de «mátelos en caliente». ¡Qué frasecita...! Acéptalo, hijo, en tu gobierno todo fue apariencia. ¿Ejemplos? La democracia, la libertad sindical, la de expresión, la independencia entre los poderes de la Unión, la disciplina en tu ejército, el progreso en todo el país. La Constitución: apariencia. La República: apariencia. La soberanía nacional y la de los estados: apariencia. La educación: apariencia. Las cuentas claras: apariencia. Las elecciones: apariencia. La honestidad: apariencia. La paz, en fin: apariencia, sólo porque transaste con la Iglesia y firmaste un armisticio vergonzoso para la causa liberal. Eso sí: quien negara las apariencias y reivindicara las realidades no merecía vivir ni como apariencia...

Porfirio Díaz deseaba tirarse de los cabellos. ¿Cómo no había visto nada? Este Romero Rubio había sido un adulador profesional del máximo cuidado. Si los dioses son débiles al halago, ¿qué no será de nosotros los endebles mortales? Lo habían embaucado y había sido víctima de una conspiración de la que no se había percatado al estar en la cúspide del poder.

La voz continuaba resonando en todos los rincones sin que Díaz pudiera saber exactamente de dónde provenía.

—Para que puedas medir el nivel de hipocresía de tu suegro, te suplico que leas esta carta que le envió al ex presidente Lerdo de Tejada en Nueva York a dos años de su derrocamiento. Observa, por favor, cómo ya le presentaba a la distancia a Carmelita, su hija, como si fuera una buena mercancía.

Ciudad de México, enero 15 de 1878.

Señor Licenciado don Sebastián Lerdo de Tejada.

Después de tantas fatigas y sinsabores, hállome nuevamente en el seno de mi familia... La pobre Agustina está avejentada [se refiere a su esposa]... Carmelita no obstante haber padecido un ataque de tifo en días pasados, la encuentro bonita y ya crecida, es toda una señorita, y si usted la viera se la comería de ojos. Como ella ha sido siempre la favorita de ud, apenas pasadas las primeras efusiones filiales, me preguntó entre sonrisas y besos por usted, y quedó encantada con el delicado presente que tuvo vd la bondad de darme para ella. Es una lerdista consumada y odia con candor de virgen a Porfirio Díaz, que es quien ha causado todas nuestras desventuras... El señor Baranda opina que Veracruz es el sitio más a propósito para sembrar, con esperanzas de fruto, la semilla de la restauración.

—¿Carmelita dijo que me odiaba?

—Bueno, tres años antes de que se casaran.

—Sí, pero cuánta confusión sembraron en la pobre muchacha.

—Carmelita adoraba a Lerdo de Tejada, tú lo sabías muy bien, y tan lo quería de corazón que lo llamaba «querido papá Lerdo». Por si no lo conocías, aquí te mando otra carta caída del cielo que bien te convendría leer ya que una vez terminada su lectura desaparecerá como si pincharas una burbuja de jabón: «El Sr. Romero Rubio es un buen amigo mío; pero es un hombre afeminado: es ministro de opereta, no de zarzuela. Por conservar honores y riquezas, sería capaz, como Medea, de estrangular a sus propias hijas». ¿Ya sabes por dónde voy? ¿No te lo imaginas? Él no estrangularía a sus hijas, menos a Carmelita, lo que haría es vendértela a cambio de favores políticos. Romero Rubio era astuto, intrigante, ávido de poder y  de placeres, además completamente exento de cualquier escrúpulo moral a pesar de haber sido un ex jesuita que había estudiado en el Instituto Gregoriano junto con el presidente Lerdo.

Porfirio Díaz se levantó airado:

—No hay tal, Señor, Carmelita me adoraba, Carmelita me adoró hasta la muerte. Mi amor con ella no fue el resultado de una intriga palaciega ni una consecuencia de la corrupción moral de su padre. No hay tal, no, no, no.

—Siempre se ha dicho, Porfirio, que los presidentes de la República son los hombres más informados del país y que nadie los engaña porque conocen todos los pormenores de la política y dominan la idiosincrasia de sus semejantes. Falso, hijo, falso: has de saber que Manuel Romero Rubio era un hombre muy allegado a la jerarquía católica y que dentro de ella se encontraba un sacerdote oaxaqueño, paisano tuyo, Eulogio Gillow, un obispo hijo de hacendados poblanos, educado en Inglaterra...

—Lo conozco de sobra, tenía mentalidad de banquero, hizo muchos millones durante mi gobierno...

—Bien, una vez que te lo presentó Romero Rubio, este cura particularmente mañoso se te fue acercando con la habilidad de una araña que sabe tejer su red... Al empezar a adquirir confianza contigo en el confesionario y fuera de él, se dedicó a hablarte al oído para hacerte saber que Carmelita Romero Rubio, una escuincla de dieciséis años de edad, estaba lista para casarse, y que tú, viudo de Delfina, podrías contraer nupcias con ella. ¿ Verdad que nunca se te hubiera ocurrido pensar en esa chiquilla hasta que Gillow te inoculó su imagen virginal, sobre todo para un hombre corno tú que ya venía de regreso en la vida? Por primera vez la viste como yo mando a las mujeres al mundo, pero eso sí, envuelta en tus sábanas de satín y tocada estratégicamente con tres gotas de tu perfume favorito, ¿no...? Recuerda por favor cuando pensaste por primera vez en Carmelita corno tu pareja y esposa, y comprobarás quién te despertó sutilmente la imaginación...

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