—No le gustaría que te lo dijese —respondió Cal—. Quiere que sea una sorpresa. Lo atrapó el viernes pasado. Además, le mordió.
—Pero ¿de qué estás hablando?
—Ya lo verás cuando abras la caja —dijo Cal—. Apuesto a que te dice que no la abras enseguida.
Aquélla no era una suposición gratuita, pues Cal conocía a su hermano.
Abra comprendió que no sólo perdía la batalla, sino toda la guerra. Comenzó a sentir odio por aquel chico. Rebuscó en su mente el repertorio de réplicas mordaces que poseía, pero las desechó todas descorazonada, pues sabía que no producirían el menor efecto. Por lo tanto, se refugió en el silencio. Salió de la casa y miró hacia donde debían de hallarse sus padres.
—Creo que regresaré a la casa —manifestó.
—Espera —dijo Cal.
Ella se volvió cuando él llegó a su lado.
—¿Qué quieres? —le preguntó fríamente.
—No te enfades conmigo —le rogó Cal—. Tú no sabes lo que pasa aquí. Tendrías que ver la espalda de mi hermano.
Aquel cambio de tono la sorprendió. Cal la desconcertaba al no permitirle adoptar una actitud determinada, y él había adivinado acertadamente el interés de la niña por las situaciones románticas. Habló con voz baja y confidencial, y ella bajó también la voz para ponerla a tono con la de él.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué ocurre con su espalda?
—La tiene llena de cicatrices —aseguró Cal—. Es el chino. Ella se estremeció y se inclinó llena de interés.
—¿Qué le hace? ¿Le pega?
—Peor todavía.
—¿Por qué no se lo decís a vuestro padre?
—No nos atrevemos. ¿Sabes lo que pasaría si se lo dijéramos?
—No. ¿Qué?
Él movió la cabeza.
—No. —y parecía pensar profundamente—. No me atrevo a decírtelo.
En aquel momento apareció Lee en la puerta del cobertizo, conduciendo el caballo de los Bacon enganchado a la destartalada calesa de llantas de goma. El señor y la señora Bacon salieron de la casa y miraron automáticamente al cielo.
—Ahora no puedo contártelo. El chino se enteraría —dijo Cal. La señora Bacon la llamó:
—¡Abra, date prisa, que nos vamos!
Lee cuidaba de la impaciente cabalgadura, mientras la señora Bacon subía al coche ayudada por su marido.
Aron llegó corriendo, rodeando la casa y trayendo una caja de cartón, atada con muchas vueltas de cordel y muchos nudos, y se la entregó a Abra.
—Toma —dijo, y le advirtió: No lo abras hasta llegar a casa. Cal observó una expresión de repulsión en el rostro de Abra, que apartó las manos de la caja.
—Tómala, querida —le indicó su padre—. Date prisa, que es muy tarde.
Y obligó a la niña a coger la caja.
Cal se acercó a Abra.
—Quiero decirte una cosa al oído —dijo, y acercó su boca a la oreja de la niña—. Te has mojado los pantalones.
La niña se sonrojó y bajó la pamela sobre el rostro. La señora Bacon la cogió por debajo de los brazos y la subió a la calesa.
Lee, Adam y los mellizos contemplaron cómo el caballo comenzaba a correr a buen trote.
Antes de llegar al primer recodo del camino, Abra sacó la mano y la caja salió disparada hacia atrás, cayendo en el polvo. Cal miró el rostro de su hermano y pudo observar la decepcionada expresión de sus ojos. Cuando Adam hubo entrado en la casa y Lee se fue con un cuenco de grano a dar de comer a las gallinas, Cal le rodeó los hombros y lo abrazó para consolarlo.
—Quería casarme con ella —afirmó Aarón. Había puesto una carta en la caja, preguntándole si quería ser mi novia.
—No te entristezcas —dijo Cal—. Te dejaré mi escopeta, si quieres. Aron movió convulsivamente la cabeza.
—Tú no tienes escopeta.
—¿Que no la tengo? —dijo Cal—. ¿Estás seguro?
Durante la cena los chicos descubrieron el cambio operado en su padre. Se habían acostumbrado a considerarlo como una mera presencia, unos oídos que oían pero no escuchaban, unos ojos que miraban y no veían. Era la sombra de su padre. Los niños nunca le habían contado sus cosas y descubrimientos, ni le habían hablado de sus necesidades. Su único contacto con el mundo de los adultos había sido Lee, que se las había arreglado no sólo para criarlos, alimentarlos, vestirlos y disciplinados, sino que también les había inculcado el respeto a su padre. Adam constituía todo un misterio para ellos, y las órdenes y las leyes paternas se mostraban únicamente a través de Lee, quien, a pesar de ser su autor, las atribuía a Adam.
Aquella noche, la primera después del retomo de Adam de Salinas, Cal y Aron se quedaron sorprendidos al principio, y luego se sintieron algo turbados al darse cuenta de que Adam los escuchaba, les hacía preguntas, los miraba y los veía. Aquel cambio les hizo sentirse incómodos.
—Sé que hoy habéis estado cazando —dijo Adam.
Los muchachos adoptaron una actitud cautelosa, como suelen hacer siempre los hombres al enfrentarse con una situación nueva.
Si señor —admitió Aron al cabo de un instante.
—¿Habéis cazado alguna pieza?
Esta vez la pausa fue más larga, pero Aron respondió también:
—Sí, señor.
—Qué habéis cazado?
—Un conejo.
—¿Con arcos y flechas? ¿Quién le dio?
—Disparamos los dos a la vez. No sabemos quién le dio —respondió Aron.
—¡No conocéis cuáles son vuestras flechas? —preguntó Adam—. Cuando yo era como vosotros, solía marcar las mías.
Esta vez Aron no contestó y pareció hallarse muy turbado. Y Cal, después de un momento, respondió:
—Bien, era mi flecha, pero pensamos que podía estar en el carcaj de Aron.
—¿Qué os hace pensar eso?
—No sé —respondió Cal—. Pero a mí me parece que fue Aron quien mató al conejo.
Adam miró a Aron.
—¿Tú qué opinas?
—Es posible que le diera, pero no estoy seguro.
—Veo que manejáis muy bien la situación.
La expresión de alarma desapareció del rostro de los niños. Aquélla no parecía ser una trampa.
—¿Dónde está el conejo? —preguntó Adam.
—Aron se lo regaló a Abra —respondió Cal.
—Pero ella lo tiró —respondió Aron.
—¿Por qué?
—No lo sé. Además, yo me quería casar con ella.
—¿Querías casarte?
—Sí, señor.
—¿Y tú qué, Cal?
—Aron puede quedarse con ella —replicó Cal.
Adam rió, y los muchachos no recordaron haberlo oído reír en la vida.
—¿Es simpática? —preguntó Adam.
—Oh, sí —contestó Aarón. Es simpática y buena.
—Me alegra saberlo, si es que va a convertirse en mi nuera. Lee retiró los platos de la mesa, y después de trastear un momento en la cocina, regresó al comedor.
—¿Qué, os parece que vayamos a acostarnos? —preguntó a los chicos.
Ellos lo miraron con expresión de protesta.
—Siéntate y déjalos que se queden un rato —le indicó Adam.
—Ya he revisado todas las cuentas. Podemos examinarlas más tarde —manifestó Lee.
—¡Qué cuentas, Lee?
—Las de la casa y el rancho. Usted dijo que queda saber de cuánto dispone.
—¡No he revisado las cuentas desde hace más de diez años, Lee! —antes nunca quería hacerlo.
—Sí, tienes razón. Pero siéntate un momento. Aron quiere casarse con la niña que ha venido hoy.
—¿Estáis ya prometidos? —preguntó Lee.
—No creo que ella le haya dado todavía el sí —respondió Adam—. Eso nos proporcionará todavía un poco de tiempo.
Cal perdió rápidamente el miedo a la nueva situación, y examinaba aquel hormiguero con ojos calculadores, tratando de averiguar cómo podría destrozarlo con el pie. Al final, tomó una decisión.
—Realmente es una niña muy simpática —aseguró. Me gusta. ¿Sabe usted por qué? Pues porque nos dijo que le preguntásemos dónde está la tumba de nuestra madre, para que pudiésemos llevarle algunas flores.
—¿Podríamos ir, padre? —preguntó Aarón. Dijo que nos enseñaría a tejer guirnaldas.
Adam pensó apresuradamente. No era bueno empezar con una mentira; además, le faltaba práctica. La rapidez y claridad con que la solución le vino a la mente le asustó.
—Me gustaría mucho poder hacerlo, chicos —contestó. Pero tenéis que saber que la tumba de vuestra madre está situada en su tierra natal.
—¿Por qué? —preguntó Aron.
—Verás, hay personas que desean ser enterradas en el lugar donde nacieron.
—Pero ¿cómo llegó allí? —preguntó Cal.
—La metimos en un tren y la enviamos a ese lugar, ¿no es verdad, Lee?
El interrogado asintió.
—Con nosotros ocurre lo mismo —aseguró. Casi todos los chinos envían los cadáveres de sus parientes a China.
—Ya lo sabía —respondió Aarón. Ya nos lo habías contado antes.
—¿Ah sí? —preguntó Lee.
—Claro que sí —dijo Cal, que se sentía algo decepcionado.
Adam cambió enseguida de tema.
—El señor Bacon me hizo una sugerencia esta tarde —empezó a decir. Me gustaría que pensaseis en ella, muchachos. Dijo que sería mejor para vosotros que nos trasladásemos a Salinas, donde hay escuelas muy buenas y muchos niños con los que podríais jugar.
Aquella idea dejó sorprendidos a los muchachos.
—¿Y qué haríamos con esto? —preguntó Cal, señalando las tierras.
—Conservaríamos el rancho, por si algún día quisiéramos volver.
—Abra vive en Salinas —añadió Aron.
Y eso era suficiente para él, pues ya había olvidado el incidente de la caja. Su mente se hallaba embargada por la imagen de la niña con su pequeño delantal, su pamela y sus deditos suaves.
—Bueno, ya lo pensaréis —continuó diciendo Adam—. Me parece que ya empieza a ser hora de que os vayáis a la cama. ¿Por qué no habéis ido hoy a la escuela?
—La maestra está enferma —le explicó Aron.
Lee corroboró aquella afirmación.
—La señorita Culp está enferma desde hace tres días —dijo—. No tienen clase hasta el lunes. Vamos, chicos.
Los mellizos lo siguieron obedientemente y abandonaron el comedor.
Adam se quedó sentado y sonriendo, mirando con expresión distraída la lámpara y golpeándose la rodilla con un dedo, hasta que volvió Lee.
—¿Saben algo? —le preguntó.
—Lo ignoro —respondió Lee.
—Puede que se lo dijera la niña.
Lee fue a la cocina y volvió con una gran caja de cartón.
—Aquí están las cuentas. He unido con una goma las de cada año. Las he repasado y están completas.
—¿Quieres decir que están todas?
—Hay un libro para cada año y recibos de todo —le explicó Lee—. ¿No quería saber cuánto tenía? Pues aquí lo tiene todo. ¿Está verdaderamente decidido a irse?
—No lo sé, lo estoy pensando.
—Me parece que sería conveniente que, de una manera u otra, los niños supiesen la verdad.
—Eso destruiría la imagen que se han forjado de su madre, Lee. —pero ¿no ha pensado usted en el otro peligro?
—¿A qué te refieres?
—Suponga que descubren por ellos mismos la verdad. Hay muchas personas que lo saben.
—Pero quizá, cuando sean mayores, no les producirá tanto efecto.
—No estoy de acuerdo —replicó Lee—. Pero ése no es el peligro principal.
—Me cuesta bastante comprenderte, Lee.
—Pienso en la mentira, y en su efecto tan devastador. Si alguna vez descubren que les ha mentido sobre su madre, las verdades que les pudiera haber dicho se resentirían, y ya no creerán en nada.
—Si, ya comprendo. Pero ¿qué quieres que les diga? No voy a contarles la cruda verdad.
—Pero sí podría decirles una verdad a medias, lo suficiente para no menoscabar el concepto que tienen de usted.
—Tendré que pensarlo, Lee.
—Si va a vivir a Salinas, el peligro será mayor.
—Tendré que pensarlo —repitió Adam.
Lee seguía insistiendo.
—Mi padre me habló de mi madre cuando yo era muy pequeño, y no usó muchos atenuantes. Me lo repitió varias veces, a medida que yo iba creciendo. No era lo mismo, desde luego, pero tampoco era muy agradable. Sin embargo, le estoy muy agradecido por habérmelo dicho. Prefiero haberlo sabido.
—No pretenderás que se lo diga hoy mismo.
—No, tanto como eso, no; pero sí creo que tendría usted que cambiar algo la versión. Podría decir, por ejemplo, que ella se escapó y que no sabe dónde está.
—Pero sí lo sé.
—Sí, ése es el problema. No hay más remedio que decir, o toda la verdad, o una media mentira. Bien, no puedo obligarle, si usted no quiere.
—Lo pensaré —repitió Adam—. ¿Qué pasó con tu madre?
—¿De verdad quiere que se lo cuente?
—Si tú quieres, sí.
—Se lo resumiré —respondió Lee—. Mis primeros recuerdos se remontan a una pequeña y oscura choza en la que vivía solo con mi padre, en medio de un campo de patatas. Y mezclada con esos recuerdos oigo la voz de mi padre contándome la historia de mi madre. Mi padre hablaba cantonés, pero cada vez que me contaba aquella historia hablaba en un hermoso y elevado mandarín. —y Lee se sumergió en el pasado—. Tendré que recordarle antes que cuando construyeron las primeras líneas férreas en el oeste, el durísimo trabajo de tender las traviesas y empernar los railes era realizado por miles de chinos; eran baratos, trabajaban duro y, si morían, a nadie le importaba. La mayoría provenían de Cantón, porque los cantoneses son gente pequeña, sufrida y resistente, y además no son pendencieros. Los hacían venir por medio de un contrato, y quizá la historia de mi padre pueda presentarse como un caso típico.
»Debe usted saber que un chino tiene que pagar todas sus deudas por Año Nuevo. De esta manera, se empieza el año limpio de deudas. El chino que no lo hace así pierde la reputación; y no sólo él, sino también su familia. No se admite ninguna excusa.
—No me parece mala idea —declaró Adam.
—Bien, buena o mala, así era. Mi padre tuvo bastante mala suerte. No pudo pagar una deuda que tenía. La familia se reunió para discutir la situación. Nuestra familia era muy honorable. La mala suerte no era culpa de nadie, pero aquella deuda impagada pertenecía a toda la familia. Así que la pagaron, y mi padre se vio obligado a devolverles el dinero, lo cual era casi imposible.
»Había una cosa que sí hacían las gentes que reclutaban mano de obra para las compañías ferroviarias: pagaban un montón de dinero en el momento de firmar el contrato. De esa forma, conseguían echar mano de muchos infelices cargados de deudas. Todo esto es razonable y honorable, y sólo era de lamentar por un motivo muy triste.