—Te he destinado a la caballería por una razón —le explicó. La vida de cuartel no es muy agradable durante mucho tiempo. Pero en la caballería siempre hay algo que hacer. Te lo aseguro. Te gustará ir al territorio indio. Allí habrá acción. No puedo decirte por qué lo sé, pero presiento que tomarás parte en muchas batallas.
—Sí, señor —respondió Adam.
Siempre me ha parecido extraño comprobar que, por regla general, son los hombres como Adam los que se ven obligados a abrazar la profesión de las armas. A él no le gustaba la lucha, y en lugar de aprender a amarla, como hacen algunos, cada vez sentía mayor aversión por la violencia. Varias veces, sus oficiales le lanzaron miradas reprobadoras cuando pensaban que sus enfermedades eran fingidas, pero jamás le acusaron de nada. Durante aquellos cinco años de vida militar, Adam destacó en las pruebas de precisión por encima de cualquier otro hombre del escuadrón; pero si alguna vez mataba a algún enemigo, siempre era por casualidad, o por algún tiro de rebote. Siendo como era un tirador de primera, dotado de muy buen ojo, poseía las cualidades necesarias para errar el tiro siempre que se lo propusiera. Por esta época, la guerra contra los indios se había convertido en una especie de peligroso pastoreo de ganado humano: los indios se vieron obligados a sublevarse, y una vez entablada la batalla, fueron masacrados y diezmados; los tristes y sombríos supervivientes tuvieron que establecerse en terrenos estériles, donde se morían de hambre. No era un trabajo muy agradable, pero, dado el desarrollo que estaba tomando el país, no había más remedio que hacerlo así.
Para Adam, que era un simple instrumento y que no veía las futuras granjas, sino tan sólo los vientres desgarrados de seres humanos como él, aquello era indignante e inútil. Cuando disparaba su carabina, tratando de errar el blanco, estaba traicionado a su regimiento, pero no le importaba. La semilla del pacifismo fue germinando en su interior y llegó a convertirse en su razón de ser. Hacer daño a alguien, por la causa que fuese, iba totalmente en contra de sus principios. Y tan obsesionado estaba con este pensamiento, que lo convirtió en su máxima prioridad. Pero en su hoja de servicios no hubo jamás la menor alusión a la cobardía. Por el contrario, recibió tres menciones, y, finalmente, fue condecorado por su valor.
A medida que su repulsión a la violencia aumentaba, sus impulsos naturales se volvieron más y más irracionales. Arriesgó su vida innumerables veces para rescatar soldados heridos. Se ofreció como voluntario para trabajar en hospitales de campaña, aunque se sintiese extenuado tras sus tareas diarias. Sus camaradas lo trataban con un afecto algo despectivo, mezclado con el temor no manifestado que los hombres sienten ante las reacciones que no comprenden.
Charles escribía con regularidad a su hermano, hablándole de la granja y del pueblo, de las vacas enfermas, de una yegua preñada, de los nuevos pastos y de los establos alcanzados por un rayo; de la muerte de Alice, víctima de la tuberculosis, y del traslado de su padre a Washington para ocupar un cargo, remunerado y permanente, en el Ministerio de la Guerra. Al contrario que su carácter, huraño y poco hablador, Charles escribía unas cartas muy largas. En ellas daba rienda suelta a su soledad y a su desconcierto, y vertía sobre el papel muchas cosas que desconocía de sí mismo.
Durante su ausencia Adam conoció a su hermano mejor de lo que lo había hecho nunca. En aquel intercambio de cartas, creció una intimidad que ninguno de los dos hubiera imaginado.
Adam guardaba una carta de su hermano, no porque la entendiese completamente, sino porque le parecía que tenía un significado oculto que no podía acabar de descifrar. Siempre comenzaba las cartas con la misma fórmula, para facilitarse el difícil trabajo de escribir:
«Querido hermano Adam. Tomo mi pluma para desear que la presente te halle en buena salud. Todavía no he recibido tu respuesta a mi última carta, pero presumo que tendrás otras cosas que hacer, ¡ja, ja! Llovió mucho, y la lluvia echó a perder las flores del manzano. El invierno que viene no tendremos muchas manzanas para comer, pero salvaré las que pueda. Anoche hice la limpieza de la casa, pero ha quedado todo mojado y lleno de jabón, y me parece que no muy limpio. ¿Cómo debía de componérselas madre para tenerla tan limpia? Ahora no parece la misma. Siempre hay una capa de suciedad. Yo no sé qué será, pero no hay modo de quitarla. Por el contrario, me parece que sólo he conseguido esparcir la porquería por toda la casa, ¡ja, ja!
»¿Te ha escrito padre acerca de su viaje? Ha ido a San Francisco, en California, para visitar un campamento del ejército. El secretario del Ministerio de la Guerra también se hallará allí, y padre está encargado de presentarlo a la oficialidad del campo. Pero esto no es nada para él, después de haber visto tres o cuatro veces al presidente y de haber estado incluso cenando en la Casa Blanca. Me agradaría ver la Casa Blanca. Quizá tú y yo podamos ir a verla juntos, cuando regreses. Padre podría invitarnos durante unos cuantos días, ya que, por otra parte, estará deseoso de verte.
»Creo que yo haría bien en buscarme una esposa. Ésta es una granja muy buena, y aunque yo no sea una ganga, ésa debería ser razón suficiente para más de una muchacha. ¿Qué opinas? No me has dicho si vendrás a vivir a casa cuando salgas del ejército. Me gustaría que vinieses, porque te echo de menos„.
La carta terminaba aquí. Al pie de la página había un garabato y un borrón, y luego seguía, escrita a lápiz, pero con letra diferente. Decía así:
«Continúo. Bueno, se me rompió la pluma. La punta se quebró. Tendré que comprar otra en el pueblo… Estoy completamente entumecido».
Las palabras fluían ahora con mayor facilidad:
«Quizá sería mejor que esperase a tener una nueva plumilla y que no te escribiese con lápiz. Estaba yo sentado aquí, solo, en la cocina, con la lámpara encendida, y me puse a pensar, era tarde, después de las doce, creo, no miré la hora. El viejo gallo Black Joe emitió su canto desde el gallinero. Y entonces la mecedora de madre crujió y pareció resonar por toda la casa, como si estuviese balanceándose en ella. Tú sabes que estas cosas a mí no me afectan, pero me hizo recordar tiempos pasados, ya sabes, como tú sueles hacer a veces. Me parece que voy a romper esta carta porque no veo la utilidad de escribir tonterías como éstas».
Ahora las palabras parecían escritas con apresuramiento, como si la mano que las trazó no pudiese ir lo suficientemente deprisa:
«Pero bien mirado, será lo mismo si no lo hago.
»Parece como si toda la casa estuviese viva y hubiese ojos por todas partes, como si detrás de la puerta hubiese alguien a punto de entrar en cuanto apartase la mirada de ella. Estas cosas me ponen la piel de gallina. Querría decirte…, querría preguntarte…, bueno, nunca he comprendido…, por qué hizo aquello padre. Quiero decir que por qué no le gustó aquel cuchillo que le compré para su cumpleaños. ¿Por qué no le gustaba? Era un buen cuchillo, y él lo necesitaba. Si al menos lo hubiese usado, o afilado, o lo hubiese sacado del bolsillo para mirarlo… Eso es todo lo que tenía que hacer. Si le hubiese gustado, yo no hubiera salido contigo aquella noche. Pero tuve que salir. Me parece que la mecedora de mi madre se mueve un poco. Debe de ser la luz. No me causa la menor impresión. Tengo la sensación de que hay algo que no está acabado, como si tuviera que terminar un trabajo y no pudiese recordar qué es. Hay algo por terminar. Yo no tendría que estar aquí. Tendría que estar corriendo mundo en lugar de permanecer en una granja esperando una esposa. Algo no marcha bien, como si no estuviese terminado, como si hubiese ocurrido demasiado pronto y no hubiera podido completarlo. Soy yo quien tendría que estar donde tú estás, y tú aquí. Nunca se me había ocurrido antes. Quizá porque ya es tarde, ya es demasiado tarde. He mirado afuera y he visto que alboreaba. Ya no pienso ir a dormir. ¿Cómo puede haber pasado tan deprisa la noche? Ahora ya no podría irme a la cama. Me resultaría imposible dormir».
Esta parte no llevaba firma. Quizá Charles olvidó que había pensado destruirla, y la envió como estaba. Pero Adam la conservó durante un tiempo, y cada vez que la releía sentía un escalofrío, sin saber por qué.
En el rancho de los Hamilton, los pequeños iban creciendo y cada año traía un nuevo retoño a la familia. George era un muchacho alto y bien parecido, dulce y amable, que desde la más tierna infancia se mostró siempre cortés y educado, constituyendo uno de aquellos niños encantadores que nunca son motivo de preocupación. Heredó de su padre el aseo corporal, y siempre parecía ir vestido impecablemente, aunque en realidad no lo estuviese. George era un muchacho que desconocía el pecado, y todo hacía presagiar que sería un buen hombre. Nunca lo acusaron de nada grave, y los males que causó por descuido fueron sólo de menor envergadura. En mitad de su vida, cuando comenzaban a conocerse esas cosas, se descubrió que tenía anemia perniciosa. Es posible que su carácter virtuoso se debiera a una falta de energía.
Después de George venía Will, rechoncho e imperturbable. Will poseía poca imaginación, pero estaba dotado de una gran energía. Desde su infancia fue un trabajador infatigable. Era conservador, no sólo en política, sino en todo. Las ideas le parecían revolucionarias y las evitaba con desconfianza y aversión. Le gustaba vivir de forma que nadie pudiese recriminarle lo más mínimo y lo más parecido posible al resto del mundo.
Quizá su padre era responsable de la aversión que Will sentía por cualquier cambio o alteración. Cuando Will era aún un niño, su padre no llevaba el suficiente tiempo en el valle Salinas para ser considerado «de los de toda la vida». En realidad, era un extranjero, un irlandés. En aquella época, en Norteamérica no se sentía mucha simpatía por los irlandeses. Se les menospreciaba bastante, particularmente en la costa oriental, pero algo de este desprecio debió de haberse extendido también al oeste. Y Samuel no sólo era un hombre que se adaptaba a todo, sino que además tenía ideas innovadoras. En las comunidades pequeñas tales hombres son mirados siempre con recelo, hasta que consiguen demostrar que no constituyen un peligro para los demás. Un hombre risueño como Samuel, lleno de energía y vitalidad, podía y puede originar muchas complicaciones. Puede, por ejemplo, resultar demasiado atractivo para las esposas de hombres que se saben vulgares. Luego estaba su educación y su cultura, los libros que trajo consigo y que prestaba, sus conocimientos acerca de cosas que no se podían comer ni utilizar o con las que no se podía cohabitar, su interés por la poesía y su respeto por la buena literatura. Si Samuel hubiese sido un hombre rico como los Thome o los Delmar, dueños de enormes mansiones y de vastas extensiones de tierras, hubiera poseído una gran biblioteca.
Los Delmar la tenían; poseían una estancia con paneles de roble donde no había más que libros. Samuel, que se los había ido pidiendo prestados, había leído más que los propios Delmar. En aquellos días se comprendía que un hombre rico tuviese cultura, que enviase a sus hijos al colegio, que llevase chaqué y camisa blanca, e incluso corbata de pechera para asistir a una boda, y hasta que en los días festivos se pusiera guantes y se limpiase las uñas. Puesto que las vidas y las prácticas de los ricos eran un misterio, ¿quién se atrevería a decir lo que pueden usar o dejar de usar? Pero un hombre pobre, ¿qué necesidad tenía de poesía, de pintura o de música que no sirviese para cantar o bailar? Semejantes cosas no le servían ni le ayudaban a lograr una buena cosecha, o a vestir a sus hijos, aunque fuese con harapos. Y si a pesar de todo esto él se obstinaba en su empeño, quizá se debía a razones que no se atrevía a revelar.
Samuel, por ejemplo, hacía dibujos de los aparatos que intentaba construir en hierro o madera, lo cual estaba bien y se comprendía, e incluso era digno de envidia. Pero en los márgenes de los planos hacía otros dibujos: a veces árboles, caras o animales de todo tipo, y otras veces sólo figuras que nadie sabía qué eran. Y estas últimas provocaban una risa embarazosa a los hombres que acudían a verlas. Además, estaba el hecho de que nunca se sabía lo que Samuel diría, pensaría o haría.
Durante los primeros cinco años que Samuel vivió en el valle Salinas, su presencia despertaba un vago recelo. Quizá Will, cuando era un chiquillo, escuchó algunas conversaciones en la tienda del pueblo vecino de San Lucas. A los niños no les gusta que sus padres sean diferentes de los demás. De ahí, quizá, su conservadurismo. Más tarde, a medida que nuevos hijos fueron naciendo y creciendo, Samuel fue aceptado paulatinamente por las gentes del valle, que terminaron por sentirse orgullosas de él de la misma manera que el propietario de un pavo real se vanagloria de su tesoro. Ya no le tenían miedo porque comprobaron que no seducía a sus esposas, ni las apartaba de su dulce mediocridad. Cuando el valle Salinas se sintió orgulloso de Samuel, el carácter de Will ya se había formado.
Hay ciertos individuos que a veces, sin merecerlo en absoluto, son elegidos de los dioses. Lo obtienen todo sin el menor esfuerzo. Will Hamilton era uno de éstos, y los dones que recibió fueron los únicos que él era capaz de apreciar. De muchacho ya pudo considerarse afortunado. Así como su padre era incapaz de hacer dinero, Will no podía evitar que éste afluyese a sus manos. Cuando Will Hamilton se dedicó a criar gallinas y éstas empezaron a poner, el precio de los huevos aumentó. Cuando ya era un muchacho formado, dos de sus amigos, que regentaban una tiendecita, llegaron al borde de la quiebra. Pidieron a Will que les adelantase una pequeña cantidad para afrontar la situación y se comprometieron a pagarle el 33 por ciento de interés. No es que él fuera un usurero, sino que se limitó a darles lo que le pidieron. La tienda se recuperó antes del año, y llegó a tener más adelante hasta tres sucursales. Hoy día, sus descendientes forman parte de una gran cadena de alimentación que domina gran parte de la comarca.
Will también entró en posesión de un taller de reparación de bicicletas como pago de una deuda no saldada. Al poco tiempo, unos cuantos ricachones del valle comenzaron a comprar automóviles, y el mecánico de Will se encargó de reparar sus averías. Will se sintió apremiado por un poeta lleno de determinación, cuyos sueños consistían en cojinetes, ballestas y caucho. Este hombre se llamaba Henry Ford, y sus planes parecían ridículos, si no ilegales. Will aceptó a regañadientes la mitad meridional del valle como su área exclusiva de operaciones, y, transcurridos quince años, el valle estaba atiborrado de Fords, y Will era un hombre rico que conducía un Marmon.