«Me habéis besado —pensó—. Me habéis traicionado.»
—Entré en las cloacas como una rata. Todo por vos.
«Tal vez habría sido mejor para vos si hubierais muerto en ellas.» Dany no dijo nada. No había nada que decir.
—Daenerys —terminó—, os he amado.
Ya estaba. «Tres traiciones conocerás. Una por oro, una por sangre y una por amor.»
—Dicen que los dioses no hacen nada sin un propósito. No habéis muerto en la batalla, así que debe de ser que aún quieren algo de vos. Pero yo, no. No deseo teneros cerca. Quedáis desterrado, ser. Volved con vuestros amos a Desembarco del Rey, recoged el perdón que os prometieron. O marchaos a Astapor. No me cabe duda de que el rey carnicero necesitará caballeros.
—No. —Tendió la mano hacia ella—. Daenerys, por favor, escuchadme...
Ella le dio un golpe en el brazo.
—No os atreváis a tocarme de nuevo, ni a pronunciar mi nombre. Tenéis hasta el amanecer para recoger vuestras pertenencias y salir de esta ciudad. Si la luz del día os encuentra todavía en Meereen, haré que Belwas el Fuerte os arranque la cabeza. Así será. Creedme. —Se dio la vuelta bruscamente; las faldas se le enrollaron a las piernas. «No soportaré verle el rostro»—. Sacad a este mentiroso de mi vida —ordenó.
«No debo llorar. No debo llorar. Si lloro, lo perdonaré.» Belwas el Fuerte cogió a Ser Jorah por el brazo y lo sacó casi a rastras. Cuando Dany miró de reojo, el caballero caminaba como si estuviera borracho, lento y tambaleante. Apartó la vista de nuevo hasta que oyó que las puertas se abrían y se cerraban. Sólo entonces se dejó caer en el asiento de ébano. «Ya se ha ido. Mi padre y mi madre, mis hermanos, Ser Willem Darry, Drogo, que era mi sol y estrellas, su hijo que se me murió dentro y ahora Ser Jorah...»
—La reina tiene buen corazón —ronroneó Daario entre los bigotes color púrpura—, pero ese hombre es más peligroso que todos los Oznaks y todos los Meros juntos. —Acarició las empuñaduras de las dos espadas, aquellas lascivas mujeres doradas, con manos fuertes—. No tenéis ni siquiera que dar la orden, mi resplandor. Con que hagáis un pequeño gesto de asentimiento, vuestro Daario os traerá su cabeza.
—Dejadlo en paz. La balanza ya está equilibrada. Que se vaya a casa.
Dany se imaginó a Jorah entre viejos robles nudosos, arbustos de espino en flor, piedras grises cubiertas de musgo y arroyuelos gélidos que discurrían por colinas elevadas. Lo vio entrar en un torreón hecho de grandes troncos, donde los perros dormían junto a la chimenea y el olor a carne e hidromiel impregnaba el ambiente espeso.
—Hemos terminado por ahora —le dijo a sus capitanes.
Tuvo que controlarse para no correr escaleras arriba por los peldaños de mármol. Irri la ayudó a despojarse de los ropajes de recibir a la corte para ponerse algo más cómodo: unos amplios pantalones de lana, una túnica de fieltro muy suelta y un chaleco pintado dothraki.
—¡Pero si estáis temblando,
khaleesi
! —dijo la muchacha cuando se arrodilló para atarle las sandalias.
—Tengo frío —mintió Dany—. Tráeme el libro que estaba leyendo anoche.
Quería perderse entre las palabras, en otros tiempos y lugares. El grueso volumen encuadernado en cuero estaba lleno de canciones e historias de los Siete Reinos. En realidad eran cuentos para niños, demasiado simples y fantasiosos para tratarse de historias reales. Todos los héroes eran altos y atractivos, y a los traidores se los reconocía por sus ojos huidizos. Pero, de todos modos, le gustaban. La noche anterior había leído acerca de las tres princesas de la torre roja y el rey que las había encerrado por el crimen de ser hermosas. Cuando la doncella le llevó el libro, a Dany no le costó encontrar la página donde había dejado la lectura, pero fue inútil. Descubrió que tenía que leer cada párrafo una docena de veces.
«Ser Jorah me regaló este libro el día de mi boda, el día en que me casé con Khal Drogo. Pero Daario tiene razón, no tendría que haberlo desterrado. Tendría que haberlo conservado a mi lado, o si no, hacerlo matar.» Jugaba a ser reina, pero a veces volvía a sentirse como una niñita asustada. «Viserys siempre me decía que era estúpida. ¿De verdad estaría loco?» Cerró el libro. Podía volver a llamar a Ser Jorah si lo deseaba. O enviar a Daario a matarlo.
Dany rehuyó la decisión saliendo a la terraza. Se encontró a
Rhaegal
dormido junto al estanque, una gran espiral verde y bronce que se tostaba al sol.
Drogon
estaba posado en la cima de la pirámide, allí donde se había alzado la gran arpía de bronce antes de que ordenara que la derribaran. Al verla, el dragón extendió las alas y rugió. No había ni rastro de
Viserion
, pero al acercarse al antepecho para escudriñar el horizonte divisó a lo lejos las alas claras que sobrevolaban el río.
«Está cazando. Cada día se vuelven más atrevidos. —Pero se seguía poniendo nerviosa cuando se alejaban demasiado en sus vuelos—. Puede que algún día uno de ellos no regrese.»
—¿Alteza?
Se volvió al oír la voz de Ser Barristan a su espalda.
—Perdonadme, Alteza. Sólo quería deciros... ahora que sabéis quién soy... —El anciano titubeó—. Un caballero de la Guardia Real está en presencia de su rey día y noche. Por ese motivo, nuestros juramentos nos exigen proteger sus secretos de la misma manera que protegeríamos su vida. Pero, por derecho, los secretos de vuestro padre ahora os pertenecen a vos, al igual que su trono, y... pensé que tal vez quisierais hacerme algunas preguntas.
«¿Preguntas?» Tenía cien preguntas, mil, diez mil. ¿Por qué en aquel momento no se le ocurría ninguna?
—¿De verdad estaba loco mi padre? —se le escapó. «¿Por qué pregunto semejante cosa?»—. Viserys decía que eso de la locura era una estratagema del Usurpador...
—Viserys era un niño y la reina lo protegía tanto como le era posible. Ahora creo que en vuestro padre siempre hubo un punto de locura. Pero también era encantador y generoso, de modo que se le perdonaban sus errores. El inicio de su reinado fue muy prometedor... pero, a medida que pasaban los años, los errores fueron cada vez más frecuentes, hasta que...
—¿Seguro que quiero escuchar eso ahora mismo? —lo interrumpió Dany.
—Puede que no. —Ser Barristan meditó un instante—. Ahora mismo, no.
—Ahora mismo, no —asintió ella—. Algún día. Algún día me lo tendréis que contar todo. Lo bueno y lo malo. Espero que habrá algo bueno que decir sobre mi padre.
—Desde luego, Alteza. Sobre él y sobre los que lo precedieron. Vuestro abuelo Jaehaerys y su hermano, su padre Aegon, vuestra madre... y Rhaegar. Más que ningún otro.
—Me hubiera gustado conocerlo —dijo con melancolía.
—A mí me hubiera gustado que os conociera —dijo el anciano caballero—. Cuando estéis preparada os lo contaré todo.
Dany lo besó en la mejilla y le dio permiso para retirarse.
Aquella noche sus doncellas le sirvieron cordero, una ensalada de zanahorias y uvas pasas maceradas en vino, y un pan caliente y hojaldrado que rezumaba miel. No consiguió comer ni un bocado.
«¿Se sentiría tan cansado Rhaegar alguna vez? —se preguntó—. ¿O Aegon, después de la conquista?»
Aquella noche, cuando llegó la hora de acostarse, Dany se llevó a Irri a la cama por primera vez desde lo que sucedió en el barco. Pero mientras se estremecía de alivio y pasaba los dedos por la espesa cabellera negra de su doncella, imaginaba que era Drogo quién la tenía entre sus brazos... sólo que, sin saber por qué, el rostro de su sol y estrellas se seguía transformando en el de Daario.
«Si quisiera a Daario sólo tendría que decirlo.» Permaneció despierta en la cama, con las piernas entrelazadas con las de Irri. «Hoy tenía los ojos casi púrpura.»
Aquella noche los sueños de Dany fueron muy agitados, y en tres ocasiones la despertaron pesadillas que apenas si podía recordar. Después de la tercera vez estaba demasiado inquieta para intentar dormir de nuevo. La luz de la luna se colaba por las ventanas inclinadas y teñía de plata los suelos de mármol. Una brisa fresca soplaba a través de las puertas abiertas de la terraza. Irri dormía profundamente a su lado, tenía los labios entreabiertos y un pezón oscuro le asomaba de las sábanas de seda. Por un momento Dany se sintió tentada, pero a quien quería era a Drogo, o tal vez a Daario. No a Irri. La doncella era dulce y hábil, pero sus besos tenían el sabor del deber.
Se levantó y dejó a Irri dormida a la luz de la luna. Jhiqui y Missandei dormían en sus lechos. Dany se puso una túnica y, descalza, salió a la terraza. El aire era gélido, pero le gustaba la sensación de la hierba entre los dedos de los pies, el sonido de las hojas susurrándose entre ellas... La brisa provocaba ondas en la superficie del pequeño estanque donde se bañaba y hacía que el reflejo de la luna danzara y se estremeciera.
Se apoyó en el bajo antepecho de ladrillos para contemplar la ciudad. Meereen también dormía. «Tal vez perdida en sueños de tiempos mejores.» La noche cubría las calles como un manto negro, ocultaba los cadáveres, las ratas grises que salían de las cloacas para devorarlos, los enjambres de moscas zumbonas... A lo lejos las antorchas brillaban rojas y amarillas allí donde los centinelas hacían las rondas, y de cuando en cuando se divisaba la luz tenue de un farol que se movía por un callejón. Tal vez uno de ellos fuera de Ser Jorah, que guiaba su caballo a paso lento hacia las puertas de la ciudad. «Adiós, viejo oso. Adiós, traidor.»
Ella era Daenerys de la Tormenta, la que no arde,
khaleesi
y reina, Madre de Dragones, exterminadora de brujos, rompedora de cadenas, y no había ni una persona en el mundo en la que pudiera confiar.
—¿Alteza? —A su lado estaba Missandei, envuelta en una túnica y calzada con sandalias de madera—. Me he despertado y he visto que no estabais. ¿Habéis dormido bien? ¿Qué estáis mirando?
—Mi ciudad —dijo Dany—. Buscaba una casa con una puerta roja, pero de noche todas las puertas son negras.
—¿Una puerta roja? —se extrañó Missandei—. ¿De qué casa habláis?
—De ninguna. No importa. —Dany cogió a la niña de la mano—. No me mientas nunca, Missandei. No me traiciones nunca.
—Jamás —prometió Missandei—. Mirad, está amaneciendo.
El cielo se había tornado de un azul cobalto desde el horizonte hasta el cenit, y hacia el oriente, más allá de las colinas, se divisaba un brillo entre dorado pálido y rosa. Dany siguió cogida de la mano con Missandei mientras veían salir el sol. Todos los adoquines grises se fueron tornando rojos, amarillos, azules, verdes, anaranjados... Ante sus ojos las arenas de combate color escarlata se convirtieron en heridas sangrantes. Más allá, la cúpula dorada del Templo de las Gracias deslumbraba con su brillo, y las estrellas de bronce parpadeaban en las murallas allí donde la luz del sol naciente arrancaba destellos de las púas en los cascos de los Inmaculados. En la terraza, unas cuantas moscas zumbaban con torpeza. Un pájaro empezó a gorjear en el palo santo, luego lo siguieron otros dos. Dany inclinó la cabeza para escuchar su canto, pero los sonidos de la ciudad no tardaron en ahogarlo.
«Los sonidos de mi ciudad.»
Aquella mañana convocó a los capitanes y comandantes en el jardín, en vez de bajar a la sala de audiencias.
—Aegon el Conquistador llevó la sangre y el fuego a Poniente, pero luego les dio paz, prosperidad y justicia. En cambio, yo no he traído más que ruina y muerte a la Bahía de los Esclavos. He sido más
khal
que reina, he arrasado, saqueado y pasado de largo.
—Es que no hay por qué quedarse —dijo Ben Plumm el Moreno.
—Alteza, los traficantes de esclavos fueron los causantes de su desgracia —dijo Daario Naharis.
—También habéis traído libertad —señaló Missandei.
—¿Libertad para morir de hambre? ¿Qué soy, un dragón o una arpía?
«¿Estoy loca? ¿Tengo la lacra?»
—Un dragón —dijo Ser Barristan sin titubeos—. Meereen no es Poniente, Alteza.
—Pero ¿cómo podré gobernar los Siete Reinos, si no puedo dirigir ni una ciudad?
El caballero no supo qué responderle. Dany les dio la espalda, para contemplar la ciudad una vez más.
—Mis hijos necesitan tiempo para curarse y para aprender. Mis dragones necesitan tiempo para crecer y fortalecer las alas. Y yo también. No dejaré que esta ciudad siga el camino de Astapor. No permitiré que la arpía de Yunkai vuelva a encadenar a los que he liberado. —Se dio la vuelta para mirarlos—. No proseguiré la marcha.
—¿Qué haréis entonces,
khaleesi
? —preguntó Rakharo.
—Quedarme —respondió ella—. Gobernar. Reinar.
El rey estaba sentado a la cabecera de la mesa, con un montón de cojines debajo del trasero, y firmaba los documentos a medida que se los iban presentando.
—Ya sólo quedan unos pocos, Alteza —le aseguró Ser Kevan Lannister—. Esto es un decreto contra Lord Edmure Tully, según el cual se le confisca Aguasdulces, todas sus tierras y sus rentas, por rebelarse contra su legítimo rey. Esto es un decreto similar contra su tío, Ser Brynden Tully, el Pez Negro.
Tommen fue firmándolos uno tras otro, mojando la pluma con cuidado y escribiendo su nombre con letra amplia, infantil.
Jaime lo miraba desde el otro extremo de la mesa y pensaba en tantos y tantos señores que aspiraban a ocupar un asiento en el Consejo Privado del rey. «Por mí que se queden con el mío.» Si aquello era el poder, ¿por qué se parecía tanto al aburrimiento? Allí, mirando cómo Tommen mojaba de nuevo la pluma en el tintero, no se sentía especialmente poderoso. Lo que se sentía era aburrido.
«Y magullado.» Le dolían todos los músculos del cuerpo, tenía las costillas y los hombros llenos de magulladuras por la paliza recibida, cortesía de Ser Addam Marbrand. Sólo con recordarla se le tensaba el rostro en una mueca de dolor. Su única esperanza era que Marbrand mantuviera la boca cerrada. Jaime lo conocía desde que era niño y servía como paje en Roca Casterly. Confiaba en él como en quien más, tanto como para pedirle que cogieran escudos y espadas de torneo. Había querido saber si podía luchar con la mano izquierda.
«Y ahora ya lo sé.» La certeza era aún más dolorosa que la paliza que le había propinado Ser Addam, y la paliza había sido tal que aquella mañana apenas si había conseguido vestirse. Si la pelea hubiera sido real, Jaime habría muerto dos docenas de veces. Cambiar de mano parecía tan sencillo... Y no lo era. Todos los instintos lo inducían a error. Antes sólo tenía que moverse, entonces estaba obligado a pensar primero. Y, mientras pensaba, Marbrand lo golpeaba. Con la mano izquierda ni siquiera podía sujetar bien la espada; Ser Addam lo había desarmado tres veces, le había arrancado el arma y la había lanzado por los aires.