Tormenta de Espadas (60 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—¿Hasta eso llegarían a hacer?

—Sí. —La voz de Missandei era apenas un hilo—. Alteza.

—Pero preferirías que no se lo ordenara. —Dany le apretó la mano—. ¿Por qué? ¿Qué te une a ellos?

—Una no... yo... Alteza...

—Puedes decírmelo.

—Tres de ellos fueron antes mis hermanos, Alteza —dijo la niña, bajando la vista.

«En ese caso, espero que tus hermanos sean tan listos y tan valientes como tú. —Dany se acomodó entre los cojines y se dejó llevar de vuelta a la
Balerion
por última vez para poner orden en su mundo—. Y de vuelta a
Drogon
.» Apretó los labios con gesto torvo.

La noche que siguió fue larga, oscura y barrida por el viento. Dany alimentó a sus dragones como hacía siempre, pero en cambio ella estaba sin apetito. Se pasó un rato llorando a solas en su camarote y después se secó las lágrimas para mantener una discusión más con Groleo.

—El magíster Illyrio no está aquí —le tuvo que decir al final—, y aunque estuviera, tampoco él me haría cambiar de opinión. Necesito a los Inmaculados más de lo que necesito estos barcos, así que no quiero seguir con esta conversación.

La rabia quemó el dolor y el miedo que sentía, al menos durante unas horas. Después, hizo acudir a su camarote a los jinetes de sangre, junto con Ser Jorah. Ellos eran los únicos en los que confiaba de verdad.

Más tarde intentó dormir, necesitaría estar descansada al día siguiente, pero una hora de dar vueltas en los confines mal ventilados de su camarote la convenció de que sería imposible. Al otro lado de la puerta encontró a Aggo, que estaba poniendo una cuerda nueva en el arco a la luz de una lámpara de aceite que se mecía con las olas. Junto a él estaba Rakharo, sentado en la cubierta con las piernas cruzadas, concentrado en afilar su
arakh
con una amoladera. Dany les dijo a los dos que siguieran con lo que estaban haciendo y subió a la cubierta para disfrutar del aire fresco de la noche. La tripulación la dejó en paz y siguieron dedicados a sus tareas, pero Ser Jorah no tardó en reunirse con ella junto a la baranda.

«Siempre está cerca —pensó Dany—. Conoce demasiado bien mis estados de ánimo.»

—Tendríais que estar durmiendo,
khaleesi
. Mañana va a ser un día caluroso y muy duro, os lo garantizo. Necesitaréis todas vuestras fuerzas.

—¿Recordáis a Eroeh? —le preguntó.

—¿La chica lhazareena?

—La estaban violando, pero yo los detuve y la tomé bajo mi protección. Pero, cuando murió mi sol y estrellas, Mago la volvió a coger, la usó de nuevo y luego la mató. Aggo dijo que era su destino.

—Lo recuerdo —dijo Ser Jorah.

—Estuve sola mucho tiempo, Jorah. Sólo tenía a mi hermano. Era una niñita pequeña y asustada. Viserys tendría que haberme protegido, pero en vez de eso me hacía daño y me asustaba aún más. No debió hacerlo. No era sólo mi hermano, era mi rey. ¿Para qué hacen los dioses a los reyes y a las reinas, si no es para proteger a los que no pueden protegerse solos?

—Hay reyes que se hacen a ellos mismos. Como Robert.

—No era un verdadero rey —replicó Dany despectiva—. No hizo justicia. Justicia. Para eso son los reyes.

Ser Jorah no tenía respuesta. Se limitó a sonreír y le tocó el pelo, apenas un roce. Fue suficiente.

Aquella noche soñó que era Rhaegar y que cabalgaba hacia el Tridente. Pero no montaba a lomos de un caballo, sino de un dragón. Vio el ejército rebelde del Usurpador al otro lado del río, sus armaduras eran de hielo, pero ella los bañó en fuego de dragón, de manera que se derritieron como el rocío y convirtieron el Tridente en un cauce torrencial. Una parte diminuta de ella sabía que estaba soñando, pero otra se regocijaba.

«Así debería haber sido. Lo otro fue una pesadilla, y me acabo de despertar.»

Se despertó de repente en la oscuridad de su camarote, todavía ebria de triunfo. La
Balerion
pareció despertar con ella, y oyó el suave crujido de la madera, el agua que lamía el casco, una pisada en la cubierta, sobre ella... Y algo más.

Había alguien en el camarote.

—¿Irri? ¿Jhiqui? ¿Dónde estáis? —Sus doncellas no respondieron. Estaba demasiado oscuro para ver nada, pero alcanzó a oír sus respiraciones—. ¿Jorah? ¿Sois vos?

—Duermen —dijo una voz de mujer—. Todos duermen. —La voz estaba muy cerca de ella—. Hasta los dragones tienen que dormir.

«Está justo a mi lado.»

—¿Quién sois? —Dany escudriñó la oscuridad. Le pareció ver una sombra, el perfil apenas intuido de una forma—. ¿Qué queréis de mí?

—Recordad. Para ir al norte, tenéis que viajar hacia el sur. Para llegar al oeste, debéis ir al este. Para avanzar, debéis retroceder, y para tocar la luz debéis pasar bajo la sombra.

—¿Quaithe? —Dany saltó de la cama y abrió la puerta de golpe. La escasa luz amarilla de la lámpara inundó el camarote, y tanto Irri como Jhiqui se incorporaron, somnolientas.


¿Khaleesi?
—murmuró Jhiqui al tiempo que se frotaba los ojos.

Viserion
despertó, abrió las fauces y una bocanada de llamas iluminó hasta los rincones más oscuros. No había ni rastro de la mujer de la máscara de laca roja.

—¿Estáis bien,
khaleesi
? —preguntó Jhiqui.

—Ha sido un sueño. —Dany sacudió la cabeza—. He tenido una pesadilla, no pasa nada. Volved a dormir. Tenemos que dormir todos.

Pero, por mucho que lo intentó, no pudo conciliar el sueño de nuevo.

«Si miro atrás estaré perdida», se dijo Dany a la mañana siguiente, cuando entró por las puertas de Astapor. Trató de no pensar en lo pequeña e insignificante que era su escolta, de lo contrario perdería todo el valor. Aquel día iba a lomos de su plata, vestía pantalones de pelo de caballo, un chaleco pintado, un cinturón de medallones de bronce en torno a la cintura y dos más cruzados entre los pechos. Irri y Jhiqui le habían trenzado el pelo antes de ponerle una campanita de plata cuyo tintineo hablaba de los Eternos de Qarth, quemados en su Palacio de Polvo.

Las calles de adoquines rojos de Astapor casi estaban llenas aquella mañana. A ambos lados se alineaban esclavos y sirvientes, mientras que los traficantes y sus mujeres se habían puesto sus
tokars
para salir a mirar desde sus pirámides escalonadas.

«Al fin y al cabo no son tan diferentes de los de Qarth —pensó—. Quieren ver a los dragones para contárselo a los hijos y a los hijos de sus hijos.» Aquello le hizo preguntarse cuántos de ellos llegarían a tener hijos.

Aggo iba ante ella con su gran arco dothraki. Belwas el Fuerte caminaba a la derecha de su yegua, y la pequeña Missandei, a su izquierda. Ser Jorah Mormont iba detrás, vestido con armadura, y miraba con el ceño fruncido a cualquiera que se atreviera a acercarse. Rakharo y Jhogo protegían la litera. Dany había ordenado que quitasen el toldo superior, de manera que los tres dragones pudieran ir encadenados a la plataforma. Irri y Jhiqui caminaban junto a ellos para tratar de calmarlos. Pero la cola de
Viserion
daba latigazos a diestro y siniestro, y de sus fosas nasales brotaba un humo furioso.
Rhaegal
también presentía que algo iba mal. Tres veces trató de emprender el vuelo, sólo para verse retenido por la pesada cadena que Jhiqui llevaba en la mano.
Drogon
se hizo una bola y apretó las alas y la cola contra el cuerpo. Sólo sus ojos delataban que no estaba dormido.

El resto de los suyos iba detrás: Groleo y los otros capitanes junto con sus tripulaciones, y los ochenta y tres dothrakis que le quedaban de los cien mil que en el pasado habían cabalgado en el
khalasar
de Drogo. Había situado a los más viejos y débiles en el centro de la columna, junto a las mujeres con bebés, las embarazadas, las niñas y los niños que aún eran demasiado jóvenes para trenzarse el pelo. El resto, sus guerreros, cabalgaban en los flancos y azuzaban a los escuálidos caballos, los ciento y pocos que habían sobrevivido tanto al desierto rojo como al mar de sal negra.

«Tendría que haber ordenado que me bordaran un estandarte», pensó mientras guiaba a su andrajoso grupo a lo largo de los meandros del río de Astapor. Cerró los ojos un instante para imaginar cómo sería: seda negra ondeando al viento, y en ella el dragón de tres cabezas de los Targaryen, expulsando llamas doradas. «Un estandarte como habría podido llevar el propio Rhaegar.» Las orillas del río tenían un aspecto de extraña tranquilidad. El Gusano, como llamaban los astaporis a la corriente, era ancho, lento y estaba lleno de curvas y salpicado de diminutas islas de madera. En una de ellas vio a unos niños que jugaban, correteando entre elegantes estatuas de mármol. En otra isla, dos amantes se besaban a la sombra de altos árboles verdes, sin más pudor que los dothrakis en una boda. No llevaban ropa, así que no pudo saber si eran libres o esclavos.

La Plaza del Orgullo, con su gran arpía de bronce, era demasiado pequeña para albergar a todos los Inmaculados que había comprado. En lugar de eso los habían reunido en la Plaza del Castigo, enfrentados a las puertas principales de Astapor, para que pudieran salir directamente de la ciudad en cuanto fueran entregados a Dany. Allí no había estatuas de bronce, sólo una gran plataforma de madera donde se torturaba, se azotaba y se ahorcaba a los esclavos rebeldes.

—Los Bondadosos Amos los ponen de manera que sean lo primero que ve un esclavo nuevo nada más entrar en la ciudad —le dijo Missandei cuando llegaron a la plaza.

A primera vista, Dany pensó por un momento que tenían la piel a rayas, como los caballos rayados de Jogos Nhai. Luego, cuando su plata estuvo más cerca, vio el rojo de la carne viva bajo las tiras negras que se movían.

«Moscas. Moscas y gusanos.» A los esclavos rebeldes los habían pelado como si fueran manzanas, quitándoles una larga tira espiral. Un hombre tenía un brazo negro, cubierto de moscas de los dedos al codo, todo rojo y blanco bajo ellas. Dany tiró de las riendas junto a él.

—¿Qué hizo éste? —le preguntó a Missandei.

—Alzó la mano contra su dueño.

El estómago se le retorció mientras hacía que su plata se diera la vuelta y trotara hacia el centro de la plaza, hacia el ejército por el que tan alto precio había pagado. Hileras, hileras, hileras de ellos, sus medio hombres de corazón de adoquín; ocho mil seiscientos, con sus yelmos de bronce y púas, Inmaculados con el entrenamiento completo, y detrás de ellos alrededor de cinco mil, sin casco, aunque armados con lanzas y espadas cortas. Los que había al final no eran más que niños, pero estaban tan erguidos e inmóviles como los demás.

Kraznys mo Nakloz y sus compañeros estaban presentes para recibirla. Tras ellos había otros astaporis de noble cuna, todos bebían vino en copas altas de plata mientras a su alrededor circulaban esclavos con bandejas de aceitunas, higos y cerezas. El Grazdan más viejo estaba sentado en una silla de manos que transportaban cuatro esclavos corpulentos de piel como el bronce. Media docena de lanceros a caballo patrullaban en la periferia de la plaza para contener a las multitudes que habían acudido a observar. El sol arrancaba destellos cegadores de los discos de cobre pulido que llevaban cosidos a las capas, pero aun así Dany se dio cuenta de que los caballos parecían muy nerviosos.

«Tienen miedo de los dragones. Y con razón.»

Kraznys ordenó a un esclavo que la ayudara a desmontar. Él tenía las manos ocupadas: con una se sujetaba el
tokar
y en la otra tenía una fusta muy ornamentada.

—Aquí están. —Miró a Missandei—. Dile que son suyos... si puede pagarlos.

—Puede —dijo la niña.

Ser Jorah gritó una orden, y fueron llevando hacia el frente todas las mercancías para el intercambio. Seis balas de pieles de tigre, trescientas piezas de la mejor seda. Tarros de azafrán, tarros de mirra, tarros de pimienta, de curry y de cardamomo, una máscara de ónice, doce monos de jade, barriles de tinta roja, negra y verde, una caja de raras amatistas negras, una caja de perlas, un barril de aceitunas deshuesadas y rellenas de gusanos, una docena de barriles de pescado en salmuera, un enorme gong de bronce con su correspondiente mazo, diecisiete ojos de marfil, y un gran baúl lleno de libros escritos en idiomas que Dany no sabía leer. Y más, y más, y más. Su gente lo fue amontonando todo delante de los traficantes.

Mientras se realizaba el pago, Kraznys mo Nakloz obsequió a Dany con unos cuantos consejos sobre cómo manejar sus tropas.

—Todavía están sin curtir —le dijo a través de Missandei—. Dile a la puta de Poniente que lo mejor que puede hacer es que prueben sangre cuanto antes. En su camino encontrará muchas ciudades pequeñas, frutas maduras para el saqueo. Todo el botín que obtenga será sólo suyo. Los Inmaculados no tienen el menor interés en el oro ni en las gemas. Y si se decide a tomar prisioneros, sólo tiene que enviárnoslos a Astapor con unos pocos guardias. Le compraremos los que estén sanos y le pagaremos bien. ¿Y quién sabe? Tal vez dentro de diez años algunos de los chicos que nos mande se conviertan a su vez en Inmaculados. Así prosperaremos todos.

Por fin no quedaron más mercancías que añadir a la pila. Los dothrakis volvieron a montar en sus caballos.

—Esto es todo lo que hemos podido traer —dijo Dany—. El resto os espera en los barcos, una gran cantidad de ámbar, de vino y de arroz silvestre. También están los propios barcos. De modo que lo único que queda es...

—El dragón —terminó el Grazdan de la barba puntiaguda, el que hablaba la lengua común con tanto acento.

—Ahí aguarda.

Ser Jorah y Belwas se acercaron con ella a la litera, donde
Drogon
y sus hermanos disfrutaban del calor del sol. Jhiqui soltó un extremo de la cadena y se lo tendió. Cuando Dany tiró de ella, el dragón negro alzó la cabeza, siseó, y desplegó aquellas alas de noche y escarlata. Al sentir su sombra sobre él, Kraznys mo Nakloz sonrió.

Dany entregó al traficante el extremo de la cadena de
Drogon
. A cambio, él le dio la fusta. El mango era de huesodragón, con tallas muy elaboradas e incrustaciones de oro. De él colgaban nueve tiras de cuero largas y finas, cada una rematada en una garra dorada. El pomo de oro era una cabeza de mujer con puntiagudos dientes de marfil.

—Los dedos de la arpía —dijo Kraznys.

Dany hizo girar la fusta en su mano.

«Un objeto tan ligero, y qué gran peso carga.»

—¿Ya está hecho, pues? ¿Ya me pertenecen?

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