—¿Con Bran? —La pregunta la dejó perpleja—. ¿Antes de que se cayera? —Trató de hacer memoria. Había pasado mucho tiempo—. Bran era un niño encantador, todo el mundo lo quería. Recuerdo que Tommen y él peleaban con espadas de madera, era un juego.
Tyrion volvió a encerrarse en un silencio taciturno. Sansa oyó en el exterior el tintineo lejano de las cadenas; estaban levantando el rastrillo. Un momento más tarde se escuchó un grito y su litera volvió a mecerse con el movimiento. Ya que no podía mirar el paisaje se concentró en observarse las manos entrecruzadas. Se sentía incómoda con los ojos dispares de su esposo clavados en ella.
«¿Por qué me mira así?»
—¿Querías a tus hermanos tanto como quiero yo a Jaime?
«¿Qué es esto, una trampa Lannister para acusarme de traición?»
—Mis hermanos eran traidores y como traidores murieron. Querer a un traidor es traición.
—Robb se alzó en armas contra su legítimo rey, según la ley eso lo convirtió en traidor. Pero los otros murieron demasiado jóvenes para entender siquiera qué es la traición. —Su menudo esposo soltó un bufido y se frotó la nariz—. ¿Sabes qué le pasó a Bran en Invernalia, Sansa?
—Se cayó. Se pasaba la vida trepando y al final se cayó, como nos temíamos. Y Theon Greyjoy lo mató, pero eso fue después.
—Theon Greyjoy. —Tyrion dejó escapar un suspiro—. Tu madre me acusó de... En fin, no te quiero angustiar con detalles desagradables. Me acusó en falso. Jamás le hice ningún daño a tu hermano Bran, igual que no pienso hacerte ningún daño a ti.
«¿Qué quiere que le diga?»
—Me alegro de saberlo, mi señor. —Su esposo quería algo de ella, pero Sansa no sabía qué.
«Es como un niño hambriento, pero no tengo comida que darle. ¿Por qué no me deja en paz?»
Tyrion volvió a frotarse los restos de la nariz, una fea costumbre que atraía la atención hacia su feo rostro.
—No me has preguntado nunca cómo murieron Robb y tu señora madre.
—Es que... prefiero no saberlo. Me daría pesadillas.
—En ese caso no te diré nada más.
—Eres... muy bondadoso.
—Sí, claro —respondió Tyrion—. Soy la viva imagen de la bondad. Y también entiendo de pesadillas.
La corona nueva que su padre había regalado a la Fe era el doble de alta que la destrozada por la turba, una maravilla de cristal y oro batido. Rayos de todos los colores del arco iris relampagueaban y centelleaban cada vez que el Septon Supremo movía la cabeza, pero Tyrion no dejaba de preguntarse cómo podría soportar el peso. Y hasta él tenía que reconocer que Joffrey y Margaery formaban una pareja regia allí de pie, juntos, entre las imponentes estatuas doradas del Padre y la Madre.
La novia estaba preciosa con su vestido de seda color marfil y encaje myriense; la falda estaba decorada con dibujos florales hechos con perlas pequeñas. Como viuda de Renly podría haberse presentado con los colores de la Casa Baratheon, oro y negro, pero llegó como una Tyrell, con una capa de doncella con un centenar de rosas de hilo de oro bordadas sobre terciopelo verde. Tyrion se preguntó si sería doncella de verdad.
«Aunque Joffrey no notaría la diferencia.»
El rey estaba casi tan esplendoroso como su novia con su jubón color rosa oscuro bajo una capa de terciopelo carmesí en la que se veían los emblemas del venado y el león. La corona le enmarcaba los rizos, oro sobre oro.
«Yo salvé esa mierda de corona para él. —Tyrion cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro, incómodo. No podía estarse quieto—. Demasiado vino.»
Se le tendría que haber ocurrido ir a orinar antes de salir de la Fortaleza Roja. La noche sin dormir que había pasado con Shae también se dejaba notar, pero lo que más deseaba en el mundo era estrangular al imbécil de su regio sobrino.
«No es la primera vez que veo acero valyrio», había alardeado el chico. Los septones siempre hablaban de cómo el Padre en las alturas nos juzga a todos.
«Si el Padre tuviera la bondad de caerse y aplastar a Joff como si fuera un escarabajo pelotero, hasta recuperaría la fe.»
Lo tendría que haber sabido desde el principio. Jaime jamás enviaría a otro hombre a matar por él, y Cersei era demasiado astuta para emplear un cuchillo que había sido visto en sus manos, pero Joff, aquel canalla arrogante, cruel, idiota...
Recordó la fría mañana en que había bajado por los peldaños del edificio de la biblioteca de Invernalia y se encontró al príncipe Joffrey bromeando con el Perro acerca de matar lobos.
«Mandar un perro para matar a un lobo», había dicho. Pero ni siquiera Joffrey era tan idiota como para ordenar a Sandor Clegane que matara a un hijo de Eddard Stark; el Perro se lo habría contado a Cersei de inmediato. El chico habría buscado su herramienta entre el desagradable grupo de jinetes libres, comerciantes y seguidores de campamento que se habían pegado al séquito del rey durante el viaje hacia el norte.
«Cualquier estúpido con la cara picada de viruelas, dispuesto a jugarse la vida para conseguir el favor de un príncipe y un puñado de monedas. —Tyrion se preguntó a quién se le habría ocurrido esperar a que Robert saliera de Invernalia antes de cortarle el cuello a Bran—. A Joff, probablemente. Seguro que le pareció el colmo de la astucia.»
Tyrion recordó que la daga del príncipe tenía el pomo cubierto de piedras preciosas e incrustaciones de oro en la hoja. Al menos Joff no había sido tan cretino como para utilizar aquella arma. En vez de eso buscó entre las de su padre. Robert Baratheon era un hombre de generosidad descuidada, habría dado a su hijo cualquier daga que hubiera querido... Pero Tyrion se imaginó que el chico se había limitado a coger una. Robert había llegado a Invernalia con un largo séquito de caballeros y criados, una enorme casa con ruedas y todo un convoy de equipamiento. Sin duda algún criado diligente se habría asegurado de que las armas del rey viajaran con él por si quería utilizar alguna.
El cuchillo que había elegido Joff era sencillo, nada de filigranas de oro, piedras preciosas en la empuñadura ni incrustaciones de plata en la hoja. El rey Robert no lo utilizaba nunca, probablemente hasta se había olvidado de que lo tenía. Pero el acero valyrio tenía un filo mortífero, tanto como para atravesar la piel, la carne y el músculo en un golpe rápido. «No es la primera vez que veo acero valyrio.» Pero es muy probable que todavía no lo hubiera visto nunca en aquella ocasión. De lo contrario no habría cometido la estupidez de elegir el cuchillo de Meñique.
Lo que aún no sabía era por qué. ¿Tal vez por simple crueldad? Si algo le sobraba a su sobrino era eso. Tyrion tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar todo el vino que había bebido, para no mearse en los calzones, o para no hacer ambas cosas. Cambió de pie, incómodo. Tendría que haber cerrado la boca en el desayuno.
«Ahora el chico sabe que lo sé. Esta lengua mía me va a llevar a la muerte.»
Se formularon los siete votos, se invocaron las siete bendiciones y se intercambiaron las siete promesas. Una vez terminó la canción nupcial y nadie se alzó para impedir el matrimonio llegó el momento del intercambio de capas. Tyrion se apoyó sobre la otra pierna atrofiada y trató de ver algo entre su padre y su tío Kevan.
«Si los dioses son justos, Joff hará una chapuza. —Evitó por todos los medios mirar a Sansa para que la amargura no le aflorase a los ojos—. Maldita sea, podrías haberte arrodillado. Joder, ¿tanto te habría costado doblar esas rígidas rodillas Stark y permitirme que conservara un poco de dignidad?»
Mace Tyrell le quitó la capa de doncella a su hija con gesto tierno, al tiempo que Joffrey aceptaba la capa de desposada que le tendía su hermano Tommen y la desplegaba con un movimiento. A sus trece años, el niño rey era tan alto como su esposa de dieciséis; no le haría falta subirse a la espalda de un bufón. Cubrió a Margaery con el tejido dorado y carmesí, y le abrochó la capa sobre la garganta. Y así la muchacha pasó de estar bajo la protección de su padre a estar bajo la de su esposo.
«Pero ¿quién la protegerá de Joff? —Tyrion miró al Caballero de las Flores, que estaba con el resto de la Guardia Real—. Más os vale tener siempre la espada bien afilada, Ser Loras.»
—¡Con este beso te entrego en prenda mi amor! —exclamó Joffrey con voz retumbante.
Margaery repitió las palabras, y entonces la atrajo hacia él y le dio un largo beso en la boca. Los destellos de colores volvieron a danzar en torno a la corona del Septon Supremo mientras declaraba que Joffrey de las Casas Baratheon y Lannister y Margaery de la Casa Tyrell eran una sola carne, un solo corazón, una sola alma.
«Bien, ya se acabó. Ahora volvamos al castillo, a ver si puedo mear de una vez.»
Ser Loras y Ser Meryn, ataviados con sus armaduras blancas y sus capas níveas, encabezaron la procesión que salió del sept. Tras ellos, precediendo al rey y a la reina, iba el príncipe Tommen, cuya misión era arrojar al suelo pétalos de rosa de la cesta que llevaba. Después de la pareja real iban la reina Cersei con Lord Tyrell, y tras ellos la madre de la desposada del brazo de Lord Tywin. Un poco más atrás cojeaba la Reina de Espinas, con una mano en el brazo de Ser Kevan Lannister y la otra en su bastón, con los guardias gemelos siguiéndola de cerca por si se caía. Después iban Ser Garlan Tyrell y su señora esposa, y por fin les tocó a ellos.
—Mi señora...
Tyrion ofreció el brazo a Sansa. Ella lo tomó obediente, pero Tyrion advirtió su rigidez mientras recorrían juntos el pasillo. Ni por un momento bajó la vista hacia él.
Oyó los aplausos y las aclamaciones incluso antes de llegar a la puerta. El pueblo amaba tanto a Margaery que hasta estaban dispuestos a volver a amar a Joffrey. Había sido la esposa de Renly, el apuesto príncipe que los quería tanto que había vuelto de la tumba para salvarlos. Y con ella, por el camino de las rosas que venía desde el sur, habían llegado las riquezas de Altojardín. Los muy idiotas por lo visto no recordaban que había sido Mace Tyrell el que cerró el camino de las rosas y provocó la terrible hambruna.
Salieron al fresco aire del otoño.
—Ya pensaba que no íbamos a escapar —bromeó Tyrion.
—Sí, mi señor. —Sansa no tuvo más remedio que mirarlo—. Como vos digáis. —Parecía triste—. Pero la ceremonia ha sido muy hermosa.
«Y la nuestra, no.»
—Ha sido muy larga, dejémoslo ahí. Tengo que volver al castillo para echar una meada. —Tyrion se frotó el muñón de la nariz—. Ojalá me hubieran encargado cualquier misión fuera de la ciudad. Meñique fue muy listo.
Joffrey y Margaery seguían de pie en la cima de las escaleras desde donde se dominaba la gran plaza de mármol, rodeados por la Guardia Real. Ser Addam y sus capas doradas contenían a la multitud, mientras la estatua del rey Baelor el Santo los contemplaba benevolente. A Tyrion no le quedó más remedio que esperar junto con todos los demás para felicitar a los novios. Besó la mano de Margaery y le deseó toda la felicidad del mundo. Por suerte había más gente tras ellos esperando su turno, de manera que no tuvieron que entretenerse.
Su litera había quedado al sol, y entre las cortinas hacía mucho calor. Cuando se pusieron en marcha, Tyrion se reclinó y se apoyó sobre un codo mientras Sansa iba sentada mirándose las manos.
«Es tan bonita como la Tyrell.» Tenía una hermosa cabellera castaña rojiza y los ojos del azul oscuro de los Tully. El dolor le había dado un aspecto triste y vulnerable, que la hacía parecer aún más bella. Habría querido llegar a ella, romper la armadura de su cortesía. ¿Fue eso lo que lo hizo hablar? ¿O sólo la necesidad de olvidarse de su vejiga llena?
—He estado pensando que, cuando los caminos vuelvan a ser seguros, podríamos viajar a Roca Casterly. —«Lejos de Joffrey y de mi hermana.» Cuanto más pensaba en lo que había hecho Joff con
Vidas de cuatro reyes
, más preocupado estaba. «Seguro que significaba algo»—. Me encantaría enseñarte la Galería Dorada y la Boca del León, y también la Sala de los Héroes, donde Jaime y yo jugábamos cuando éramos niños. Se oye el retumbar del mar cuando las olas baten...
Sansa alzó la cabeza muy despacio. Tyrion sabía qué estaba viendo: el brutal ceño hinchado, el muñón de la nariz, la cicatriz rosada y los ojos desiguales. Los ojos de ella en cambio eran grandes, azules, vacíos.
—Iré a donde desee mi señor esposo.
—Esperaba que te agradara la idea, mi señora.
—Me agradará agradar a mi esposo.
«Eres un hombrecillo patético. —Tyrion apretó los labios—. ¿Pensabas que la harías sonreír diciendo tonterías sobre la Boca del León? ¿Cuándo has hecho sonreír a una mujer si no es con oro?»
—No, ha sido una idea tonta. Sólo un Lannister puede estar a gusto en la Roca.
—Sí, mi señor. Como quieras.
Tyrion alcanzó a oír los gritos de los ciudadanos que aclamaban al rey Joffrey.
«Dentro de tres años ese muchacho cruel será un hombre, gobernará por derecho propio... y los enanos inteligentes estarán a mucha distancia de Desembarco del Rey. Tal vez en Antigua. O quizá en las Ciudades Libres. Siempre había querido ver el Titán de Braavos. Puede que a Sansa le gustara.»
Le habló con dulzura de Braavos, y se encontró con un muro de cortesía hosca tan gélido e inexpugnable como el Muro que había visto en el norte. En ambas ocasiones lo invadió el desánimo.
El resto del viaje transcurrió en silencio. Al poco rato Tyrion descubrió que habría dado cualquier cosa por que Sansa dijera alguna palabra, cualquiera, pero la niña no hablaba nunca. Cuando la litera se detuvo en el patio del castillo se apoyó en el brazo de un mozo de cuadras para bajar.
—Tenemos que estar en el banquete dentro de una hora, mi señora. Enseguida volveré contigo.
Se alejó con pasos rígidos. Desde el otro lado del patio le llegó la carcajada sin aliento de Margaery mientras Joffrey la bajaba de la silla de montar.
«Algún día el chico será tan alto y fuerte como Jaime —pensó—, y yo seguiré siendo un enano entre sus pies. Y seguro que querrá hacerme aún más bajo...»
Encontró un retrete y dejó escapar un suspiro de alivio mientras orinaba el vino de la mañana. En ciertas ocasiones una meada era casi tan buena como una mujer, y aquélla era una de ellas. Deseó poder librarse de sus dudas y culpas con tanta facilidad.
Podrick Payne lo aguardaba ante sus habitaciones.
—Os he puesto el jubón nuevo. Aquí no. En la cama. En el dormitorio.