Tormenta de Espadas (57 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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—Sí —dijo Davos—, hasta yo. —A menos que Stannis tuviera un hijo varón ese matrimonio implicaba que Tommen heredaría algún día Rocadragón y Bastión de Tormentas, cosa que sin duda sería del agrado de Lord Tywin. Entretanto los Lannister tendrían a Shireen como rehén para garantizar que Stannis no volvía a rebelarse—. ¿Y qué dijo Su Alteza cuando le propusisteis estas condiciones?

—Es que siempre está con la mujer roja y... mucho me temo que no es dueño de sus actos. Tanto hablar de un dragón de piedra... Es una locura, os lo digo yo, una locura. ¿Acaso no aprendimos nada de Aerion Fuegobrillante, de los nueve magos, de los alquimistas...? ¿Acaso no aprendimos nada de Refugio Estival? Esos sueños de dragones nunca han traído nada bueno, así se lo dije a Axell. Mi idea era mejor. Más segura. Además, Stannis me había dado su sello, me había dado su venia para gobernar. La Mano habla con la voz del rey.

—En esto, no. —Davos no era ningún cortesano obsequioso y ni siquiera se molestó en suavizar sus palabras—. No está en la naturaleza de Stannis rendirse sabiendo que su causa es justa. Igual que no podría retractarse en lo que dijo sobre Joffrey cuando cree que es la verdad. En cuanto al matrimonio, Tommen nació del mismo incesto que Joffrey, y Su Alteza antes vería a Shireen muerta que casada de esa manera.

—No tiene elección. —Una vena palpitaba en la frente de Florent.

—Os equivocáis, mi señor. Puede elegir morir como un rey.

—¿Y nosotros con él? ¿Es eso lo que deseáis, Caballero de la Cebolla?

—No. Pero soy leal al rey y no pactaré la paz sin su permiso.

Durante un largo instante Lord Alester lo miró con impotencia, luego se echó a llorar.

JON (3)

La última noche fue oscura y sin luna, pero el cielo estaba despejado para variar.

—Voy a subir a la colina a buscar a
Fantasma
—les dijo a los thenitas en la entrada de la cueva; ellos gruñeron asintiendo y lo dejaron pasar.

«Cuántas estrellas», pensó mientras ascendía por la ladera entre pinos, abetos y fresnos. Cuando era niño, en Invernalia, el maestre Luwin le había enseñado las estrellas. Se había aprendido los nombres de las doce casas celestes y los de sus respectivos regentes, y era capaz de localizar a los siete errantes que la Fe consideraba sagrados. También sabía encontrar sin problemas al Gatosombra, la Doncella Luna, la Espada del Amanecer y el Dragón de Hielo; esas constelaciones las tenía en común con Ygritte, pero otras no. «Miramos las mismas estrellas y vemos cosas tan distintas...» Para ella la Corona del Rey era la Cuna, el Corcel era el Señor Astado; el Vagabundo Rojo que según los septones era símbolo sagrado del Herrero era allí el Ladrón. Y cuando el Ladrón estaba en la Doncella Luna era un momento propicio para que los hombres secuestraran a las mujeres, según le decía Ygritte una y otra vez.

—Como la noche en que me secuestraste. El Ladrón brillaba mucho.

—Yo no tenía intención de secuestrarte —le replicó—. Ni siquiera sabía que eras una chica hasta que te puse el cuchillo en la garganta.

—Si matas a un hombre sin querer da igual, sigue estando muerto —insistió Ygritte con testarudez.

Jon no había conocido nunca a nadie tan testarudo, con la posible excepción de Arya, su hermana pequeña.

«¿Seguirá siendo mi hermana pequeña? —se preguntó—. ¿Fue mi hermana alguna vez?» No había sido nunca un verdadero Stark, sólo el bastardo sin madre de Lord Eddard, tan fuera de lugar en Invernalia como Theon Greyjoy. Y hasta eso lo había perdido. Cuando un hombre de la Guardia de la Noche pronunciaba el juramento dejaba a un lado a su antigua familia y se unía a una nueva, pero Jon Nieve también había perdido a esos hermanos.

Como se había imaginado
Fantasma
estaba en la cima de la colina. El lobo blanco no aullaba nunca, pero de todos modos había algo que lo atraía hacia las alturas; luego se quedaba allí sentado sobre los cuartos traseros y, mientras su aliento caliente formaba nubes blancas, él se bebía las estrellas con aquellos ojos rojos.

—¿Cómo las llamas tú? —preguntó Jon al tiempo que se arrodillaba junto al huargo y le rascaba el grueso pelaje blanco del cuello—. ¿La Liebre? ¿El Cervatillo? ¿La Loba?

Fantasma
le lamió la cara, la lengua áspera y húmeda le raspó las cicatrices que las garras del águila le habían dejado en la mejilla.

«El pájaro nos dejó marcas a los dos», pensó.


Fantasma
—dijo en voz baja—, mañana por la mañana vamos a saltar. Allí no hay escaleras, ni una jaula con una grúa, no tengo manera de llevarte al otro lado. Nos tenemos que separar. ¿Lo entiendes?

En la oscuridad, los ojos rojos del lobo huargo tenían un brillo negro. Silencioso como siempre pegó el hocico al cuello de Jon; su aliento era una nube blanca de vaho. Los salvajes decían que Jon Nieve era un warg, pero si estaban en lo cierto era un warg pésimo. No sabía cómo vestir la piel de un lobo tal como Orell había vestido la de su águila antes de morir. En cierta ocasión había soñado que él era
Fantasma
y que observaba desde las alturas el valle del Agualechosa donde Mance Rayder había reunido a los suyos, y ese sueño había resultado ser verdad. Pero en aquel momento no estaba soñando, así que sólo le quedaban las palabras.

—No puedes venir conmigo. —Jon cogió la cabeza del lobo entre las manos y le miró a los ojos con intensidad—. Tienes que ir al Castillo Negro. ¿Me entiendes? ¡Al Castillo Negro! ¿Encontrarás el camino? ¿Sabrás volver a casa? Sólo tienes que seguir el hielo hacia el este, siempre hacia el este, hacia donde sale el sol, y llegarás. En el Castillo Negro te conocen, tal vez tu llegada sirva para alertarlos. —Había pensado escribir un mensaje para que lo llevara
Fantasma
, pero no tenía tinta ni pergamino, ni siquiera pluma, y el riesgo de que lo descubrieran era excesivo—. Volveremos a vernos en el Castillo Negro, pero tienes que llegar allí tú solo. Durante un tiempo tendremos que cazar por separado. Por separado.

El huargo se sacudió las manos de Jon con las orejas erguidas. De repente emprendió una carrera. Saltó a través de unos arbustos, sorteó un montón de hojarasca y corrió colina abajo, apenas una estela blanca entre los árboles.

«¿Hacia el Castillo Negro? —se preguntó Jon—. ¿O detrás de alguna liebre?» Habría dado cualquier cosa por saberlo. Tenía miedo de ser tan mal warg como hermano juramentado y como espía.

El viento que susurraba entre los árboles, con un intenso olor a pinocha, le sacudía las desvaídas ropas negras. Jon veía al sur el Muro, alto, imponente, una gigantesca sombra que ocultaba la luz de las estrellas. Suponía, por aquellas colinas escabrosas, que debían de estar entre la Torre Sombría y el Castillo Negro, probablemente más cerca de la primera que del segundo. Llevaban días avanzando hacia el sur entre lagos profundos que se extendían como dedos largos y flacos por las cuencas de valles angostos, flanqueados por riscos de pedernal y colinas pobladas de pinos. Semejante terreno los obligaba a desplazarse despacio, pero también ofrecía una buena manera de protegerse para quien quisiera aproximarse al Muro sin ser visto.

«Para los salvajes —pensó—. Como ellos. Como yo.»

Más allá del Muro estaban los Siete Reinos y todo aquello que había jurado proteger. Había pronunciado los votos, había empeñado la vida y el honor, tendría que estar allí arriba, montando guardia. Tendría que estar llevándose un cuerno a los labios para llamar a las armas a la Guardia de la Noche. Pero no tenía ningún cuerno. Tal vez no le costaría mucho robar alguno a los salvajes, aunque ¿qué conseguiría con ello? Aunque lo hiciera sonar, ¿quién lo iba a oír? El Muro medía cien leguas de largo y la Guardia estaba muy menguada. Todas las fortalezas menos tres estaban abandonadas, tal vez aparte de Jon no hubiera un hermano en cincuenta kilómetros. Si es que todavía se lo podía considerar un hermano...

«Tendría que haber intentado matar a Mance Rayder en el Puño aunque me hubiera costado la vida.» Eso es lo que habría hecho Qhorin Mediamano. Pero Jon había titubeado y al titubear perdió la oportunidad. Al día siguiente había partido a caballo con Styr el Magnar, Jarl y más de un centenar de thenitas y jinetes escogidos. Jon se decía que sólo estaba esperando el momento oportuno, entonces se escabulliría y volvería al Castillo Negro. Pero el momento no llegaba nunca. La mayor parte de las noche dormían en aldeas desiertas de salvajes, y Styr siempre hacía que una docena de sus thenitas montara guardia. Jarl lo vigilaba con desconfianza. Y ya fuera día o noche Ygritte no se apartaba de él.

«Dos corazones que laten como uno.» Las palabras burlonas de Mance Rayder le resonaban amargas en la cabeza. Jon jamás se había sentido tan confuso. «No tengo otra elección —se había dicho la primera vez cuando la muchacha se metió bajo las pieles con las que él se abrigaba por la noche—. Si la rechazo sabrá que no soy un cambiacapas. Estoy haciendo lo que me dijo el Mediamano.»

Y su cuerpo lo hizo con entusiasmo. Sus labios contra los de ella, su mano se deslizó bajo la camisa de piel de cervatillo para buscar un pecho, su miembro viril se endureció cuando Ygritte se lo apretó contra la entrepierna a través de la ropa.

«Mis votos», había pensado, no dejaba de recordar el bosquecillo de arcianos donde los había pronunciado, los nueve grandes árboles en círculo, los rostros rojos que lo miraban, que lo escuchaban... Pero Ygritte le había desatado las lazadas, le había metido la lengua en la boca, había buscado dentro de sus calzones para sacarle el miembro... y ya no pudo ver los arcianos, sólo a ella. La chica le mordió el cuello y él se lo besó, enterrando la nariz en la espesa cabellera rojiza. «Buena suerte —pensó—. Tiene buena suerte, la ha besado el fuego.»

—¿Te gusta? —susurró mientras lo guiaba hacia su interior. Estaba muy húmeda y, evidentemente, no era doncella, pero a Jon no le importaba. Los votos, la virginidad... nada importaba, sólo el calor de Ygritte, sus bocas unidas, el dedo con el que le acariciaba un pezón—. ¿Te gusta? —volvió a preguntar—. No tan deprisa, ah, así, sí, despacio. Así, así, sí, despacio, suave. No sabes nada, Jon Nieve, pero yo te voy a enseñar. Ahora más deprisa. Siiiiiiiií.

«He hecho lo que me dijo —trató de convencerse después—. Estoy haciendo lo que me dijo el Mediamano. Lo he tenido que hacer una vez para demostrar que había renegado de mis votos. Para que Ygritte confiara en mí.» Pero no volvería a hacerlo jamás. Seguía siendo un hombre de la Guardia de la Noche y el hijo de Eddard Stark. Había hecho lo que debía, había demostrado lo que tenía que demostrar.

Pero la demostración había sido muy dulce, y la muchacha se había quedado dormida junto a él con la cabeza sobre su pecho, y eso también era dulce, peligrosamente dulce. Volvió a pensar en los arcianos y en los votos que había pronunciado ante ellos. «Ha sido sólo una vez, era imprescindible. Hasta mi padre se desvió del camino una vez, cuando olvidó sus votos matrimoniales y engendró un bastardo. —Jon se juró que también sería su caso—. No volverá a suceder jamás.»

Sucedió dos veces más aquella noche y otra por la mañana, cuando ella despertó y lo encontró dispuesto. Los salvajes ya se habían levantado y muchos se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo bajo el montón de pieles. Jarl les dijo que se dieran prisa si no querían que les echara encima un cubo de agua.

«Como si fuéramos un par de perros en celo», había pensado Jon más tarde. ¿En eso se había convertido? «Soy un hombre de la Guardia de la Noche», insistía una vocecita en su interior, pero cada noche le sonaba más lejana, y cuando Ygritte le besaba las orejas o le mordía el cuello no la oía en absoluto. «¿Fue esto mismo lo que le pasó a mi padre? —se preguntó—. ¿Fue tan débil como lo soy yo ahora cuando se deshonró en el lecho de mi madre?»

De repente se dio cuenta de que algo ascendía por la colina en pos de él. Por un instante pensó que era
Fantasma
que regresaba, pero el huargo jamás hacía tanto ruido. Jon desenvainó a
Garra
con un movimiento ágil, pero no era más que uno de los thenitas, un hombre corpulento con yelmo de bronce.

—Nieve —dijo el intruso—. Vienes. Magnar quiere.

Los hombres de Thenn aún hablaban en la antigua lengua, la mayor parte apenas sabían unas pocas palabras de la común. A Jon le importaba bien poco lo que quisiera el Magnar, pero no tenía sentido discutir con alguien que apenas lo entendería, de manera que lo siguió colina abajo.

La entrada de la cueva era una grieta en la roca por la que apenas si podía pasar un caballo; además, estaba medio oculta tras un pino soldado. Daba al norte, de manera que la luz de los fuegos no se veía desde el Muro. Aunque tuvieran la mala suerte de que una patrulla pasara por la cima del Muro aquella noche, no verían más que colinas, pinos y el reflejo gélido de las estrellas sobre un lago casi congelado. Mance Rayder lo había planeado muy bien.

Una vez en el interior de la roca, el pasadizo descendía seis metros antes de abrirse a un espacio tan amplio como el del salón principal de Invernalia. Entre las columnas ardían fogatas y su humo ennegrecía el techo de piedra. Los caballos estaban maneados a lo largo de una pared, junto a un estanque poco profundo. En el centro del suelo había un agujero a modo de sumidero que daba a lo que tal vez fuera una caverna aún más grande, aunque era imposible saberlo en aquella oscuridad. Jon alcanzó a oír el sonido lejano del agua corriente de un arroyo subterráneo.

Jarl estaba con el Magnar; Mance los había dejado a los dos al mando. A Styr no le había hecho la menor gracia, Jon se dio cuenta enseguida. Mance Rayder decía que el joven moreno era la «mascota» de Val, quien a su vez era hermana de Dalla, su reina, lo que convertía a Jarl en una especie de cuñado segundo del Rey-más-allá-del-Muro. Era evidente que al Magnar no le gustaba compartir su autoridad. Aportaba un centenar de thenitas, cinco veces más hombres que Jarl, y a menudo se comportaba como si estuviera al mando en solitario. Pero Jon sabía que el que los guiaría para saltar el hielo sería el más joven. Jarl no tendría más allá de veinte años y llevaba ocho haciendo expediciones, había saltado el Muro una docena de veces con gente como Alfyn Matacuervos o el Llorón, y más recientemente con su propia banda.

El Magnar fue directo al grano.

—Jarl me ha alertado de que hay cuervos patrullando. Dime todo lo que sepas de esas patrullas.

«Dime, no dinos», advirtió Jon, y eso pese a que Jarl estaba a su lado. Nada le habría gustado más que negarse a tan brusca petición, pero sabía que Styr lo mataría ante el menor síntoma de deslealtad, y también a Ygritte por el crimen de estar con él.

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