Lord Tywin lanzó una mirada breve a su hijo enano antes de levantar la mano. Una docena de heraldos tocaron una fanfarria con sus trompetas para silenciar a la multitud. El Septon Supremo se adelantó con su alta corona de cristal y rezó al Padre en las alturas para que los ayudara en aquel juicio y al Guerrero para que diera su fuerza al brazo del hombre cuya causa fuera justa. «Ése soy yo», estuvo a punto de gritar Tyrion; pero sólo conseguiría que se rieran y estaba harto de oír risas.
Ser Osmund Kettleblack entregó a Clegane un escudo gigantesco de pesado roble ribeteado en hierro negro. Mientras la Montaña metía el brazo izquierdo por las cintas, Tyrion se fijó en que habían pintado otro emblema encima de los perros de la Casa Clegane. Esa mañana, Ser Gregor lucía la estrella de siete puntas que los ándalos habían llevado a Poniente cuando cruzaron el mar Angosto para doblegar a los primeros hombres y a sus dioses.
«Qué detalle tan pío, Cersei, pero no creo que con eso compres a los dioses.»
Cincuenta metros los separaban. El príncipe Oberyn avanzó con paso rápido, Ser Gregor a ritmo más ominoso. «El suelo no tiembla bajo sus pisadas —se dijo Tyrion—, es el corazón, que se me ha desbocado.» Cuando estuvieron a tan sólo diez metros de distancia, la Víbora Roja se detuvo.
—¿Te han dicho quién soy? —preguntó.
—Un muerto cualquiera —gruñó Ser Gregor en respuesta—, qué más da.
Siguió avanzando, inexorable. El dorniense se echó a un lado.
—Soy Oberyn Martell, uno de los príncipes de Dorne —dijo mientras la Montaña se giraba para no perderlo de vista—. La princesa Elia era mi hermana.
—¿Quién? —preguntó Gregor Clegane.
La lanza larga de Oberyn se disparó en un aguijonazo, pero Ser Gregor recibió la punta con el escudo, la desvió hacia un lado y contraatacó con un tajo relampagueante del espadón. El dorniense lo esquivó con un giro. La lanza volvió a atacar. Clegane la desvió con la espada, Martell la recogió velozmente y la volvió a lanzar. Se oyó el chirrido del metal contra el metal cuando la punta se deslizó por la coraza de la Montaña, desgarró el jubón y dejó un brillante arañazo en el acero de debajo.
—Elia Martell, princesa de Dorne —siseó la Víbora Roja—. La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos.
Ser Gregor gruñó. Lanzó un tajo bestial hacia la cabeza del dorniense. El príncipe Oberyn lo esquivó sin dificultad.
—La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos.
—¿Has venido a charlar o a pelear?
—He venido a hacer que confieses.
Con un golpe rápido, la Víbora Roja acertó a la Montaña en el vientre, pero sin resultado. Gregor le lanzó una estocada y falló. La lanza larga se abrió camino por encima de la espada. Entró y salió como la lengua de una serpiente, haciendo una finta abajo y entrando por arriba, intentando pinchar el bajo vientre, el escudo, los ojos...
«Al menos, la Montaña es un blanco grande», pensó Tyrion. Era muy difícil que el príncipe Oberyn errara, aunque ninguno de sus golpes había logrado penetrar la pesada armadura de Ser Gregor. El dorniense seguía dando vueltas a su alrededor, pinchándolo y retrocediendo después, obligando al hombre más corpulento a darse la vuelta una y otra vez. «Clegane lo está perdiendo de vista.» El yelmo de la Montaña tenía una estrecha ranura para los ojos, lo que limitaba mucho su visión. Oberyn se aprovechaba de aquello, así como de su rapidez y de la longitud de su arma.
Todo siguió igual durante lo que pareció un tiempo infinito. Cruzaban el patio avanzando y retrocediendo, dando vueltas en espiral... Ser Gregor lanzaba tajos al aire, mientras la lanza de Oberyn, golpeaba un brazo, una pierna, la sien en dos ocasiones... El enorme escudo de madera de Gregor también recibía lo suyo, hasta que una cabeza de perro asomó bajo la estrella y en otro sitio apareció el roble desnudo. Clegane gruñía de cuando en cuando, y en una ocasión Tyrion lo oyó mascullar una maldición, aunque el resto del tiempo combatía en un silencio hosco.
Al contrario que Oberyn Martell.
—La violaste —decía, haciendo una finta—. La asesinaste —decía, eludiendo una complicada estocada del espadón de Gregor—. Mataste a sus hijos —gritó, lanzando la punta de la lanza a la garganta del gigante, sólo para ver cómo arañaba el grueso gorjal de acero con un chirrido.
—Oberyn está jugando con él —dijo Ellaria Arena.
«Un juego de idiotas», pensó Tyrion.
—La Montaña es demasiado grande para ser el juguete de nadie.
Por todo el patio, la multitud de espectadores iba cerrándose en torno a los dos combatientes, avanzando palmo a palmo para ver mejor. La Guardia Real intentó hacerlos retroceder, empujando violentamente a los mirones con sus grandes escudos blancos, pero había cientos de mirones y sólo seis hombres de blanca armadura.
—La violaste. —El príncipe Oberyn paró un tajo bestial con la lanza—. La asesinaste. —Atacó a Clegane en los ojos con tanta celeridad que el hombrón dio un salto atrás—. Mataste a sus hijos. —La lanza descendió hacia un lado, arañando el peto de la Montaña—. La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos.
La lanza era medio metro más larga que la espada de Ser Gregor, más que suficiente para mantenerlo a una distancia incómoda. Éste lanzaba tajos a la lanza cada vez que Oberyn atacaba, intentaba cortar la punta, pero con el mismo éxito que si intentara cortarle las alas a una mosca.
—La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos. —Gregor trató de embestir, pero Oberyn lo eludió y lo rodeó por la espalda—. La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos.
—Cállate. —Ser Gregor parecía moverse un poco más lentamente y su espadón no se alzaba tan alto como al principio del combate—. Cierra la boca, joder.
—La violaste —dijo el príncipe, desplazándose a la derecha.
—¡Basta!
Ser Gregor dio dos zancadas y dejó caer la espada sobre la cabeza de Oberyn, pero el dorniense retrocedió una vez más.
—La asesinaste —dijo.
—¡Cállate!
Gregor cargó de frente, hacia la punta de la lanza que chocó con la parte derecha de su peto y se deslizó a un lado con un espantoso chirrido metálico. De pronto, la Montaña estaba tan cerca que podía golpear, su espada se movía en el aire como una mancha acerada. La multitud gritaba también. Oberyn esquivó el primer tajo y soltó la lanza, inútil ahora que Ser Gregor estaba a tan poca distancia. El dorniense paró el segundo golpe con el escudo. El metal chocó contra el metal con un estruendo que estremeció los oídos, haciendo que la Víbora Roja retrocediera. Ser Gregor lo siguió, dando grandes voces.
«No utiliza palabras, se limita a rugir como un animal», pensó Tyrion. La retirada de Oberyn se convirtió en saltos precipitados hacia atrás, a escasos centímetros del espadón que le lanzaba estocadas contra el pecho, los brazos, la cabeza...
Las caballerizas estaban a su espalda. Los espectadores gritaban y se empujaban para quitarse del camino. Uno de ellos tropezó con la espalda de Oberyn. Ser Gregor lanzó un golpe descendente con toda su fuerza salvaje. La Víbora Roja se lanzó a un lado, dando una voltereta. El desafortunado caballerizo detrás de él no fue tan rápido. En el momento en que levantaba el brazo para protegerse el rostro, la espada de Gregor lo sajó entre el codo y el hombro.
—¡Cállate! —rugió la Montaña al oír el grito del caballerizo y esta vez el tajo fue lateral: la mitad superior de la cabeza del chico atravesó volando el patio, salpicando sangre y sesos.
De pronto cientos de espectadores parecieron perder todo interés en la culpa o inocencia de Tyrion Lannister, a juzgar por cómo se empujaban y cargaban unos contra otros con tal de escapar del patio. Pero la Víbora Roja de Dorne estaba nuevamente de pie, con su lanza en la mano.
—Elia —dijo, mirando a Ser Gregor—. La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos. Venga, pronuncia su nombre.
La Montaña se giró. El yelmo, el escudo, la espada y el jubón eran un amasijo rojo, salpicado de sangre de pies a cabeza.
—Hablas demasiado —gruñó—. Me das dolor de cabeza.
—Quiero que lo digas. Era Elia de Dorne.
La Montaña bufó con desprecio y avanzó... y en ese momento el sol irrumpió entre las nubes bajas que habían ocultado el cielo desde el amanecer.
«El sol de Dorne», dijo Tyrion para sus adentros, pero fue Gregor Clegane el primero que se movió para dejar el sol a su espalda. «Es estúpido y brutal, pero tiene los instintos de un guerrero.»
La Víbora Roja se agachó con los ojos entrecerrados y volvió a atacar con la lanza. Ser Gregor intentó cortarla, pero aquello no había sido más que una finta. Perdido el equilibrio, trastabilló y dio un paso.
El príncipe Oberyn inclinó su abollado escudo de metal. Un dardo de luz solar lanzó su destello cegador, se reflejó sobre el oro y el cobre pulidos y entró por la estrecha ranura del yelmo de su enemigo. Clegane levantó el escudo para cubrirse del resplandor. La lanza del príncipe Oberyn se movió como un relámpago y encontró el espacio desprotegido de la pesada armadura, la articulación bajo el brazo. La punta atravesó la malla y el cuero endurecido. Gregor soltó un rugido gutural cuando el dorniense hizo girar la lanza antes de tirar de ella para liberarla.
—¡Elia, dilo, Elia de Dorne! —Daba vueltas en torno a él, con la lanza preparada para asestar otro golpe—. ¡Dilo!
Tyrion rezaba una oración propia. «Cae y muere», eso decía. «¡Maldita sea, cae y muere!» La sangre que manaba del sobaco de la Montaña era suya y todavía debía de caerle más por dentro de la armadura. Cuando Ser Gregor intentó dar un paso, se le dobló una rodilla. Tyrion pensó que iba a caer.
El príncipe Oberyn estaba ahora a sus espaldas.
—¡Elia de Dorne! —gritó.
Ser Gregor comenzó a volverse, pero con demasiada lentitud y demasiado tarde. Aquella vez la lanza le golpeó la corva, atravesando las capas de malla metálica y cuero entre la greba y la pieza del muslo. La Montaña retrocedió, se tambaleó y cayó al suelo de cara. Se le escapó el espadón de las manos. Se dio vuelta sobre la espalda lenta y pesadamente.
El dorniense tiró a un lado su escudo destrozado, agarró la lanza con las dos manos y se apartó lentamente. Detrás de él, la Montaña soltó un gemido e intentó levantarse sobre un codo. Oberyn giró con la rapidez de un gato y corrió hacia su enemigo caído. Emitió un grito salvaje al bajar la lanza con todo el peso de su cuerpo detrás. El crujido del asta de fresno al partirse fue un sonido casi tan dulce como el llanto de furia de Cersei, y por un instante al príncipe Oberyn le salieron alas.
«La serpiente ha saltado sobre la Montaña.» Metro y cuarto de lanza rota asomaba del vientre de Clegane mientras el príncipe Oberyn daba una voltereta, se levantaba y se sacudía el polvo. Tiró a un lado el pedazo de lanza y recogió el mandoble de su adversario.
—Si mueres antes de pronunciar su nombre te perseguiré por los siete infiernos —prometió.
Ser Gregor intentó incorporarse. La lanza rota lo había atravesado y lo clavaba al suelo. Entre gruñidos, agarró el mástil con las dos manos pero no pudo arrancárselo. Bajo su cuerpo crecía un gran charco de sangre.
—Cada minuto que pasa me siento más inocente —le dijo Tyrion a Ellaria Arena, que estaba a su lado.
El príncipe Oberyn se aproximó a Gregor Clegane.
—¡Di su nombre!
Puso un pie sobre el pecho de la Montaña y levantó el mandoble con ambas manos. Tyrion no llegaría nunca a saber si tenía la intención de cortarle la cabeza a Gregor o de clavarle la punta por la ranura del yelmo.
La mano de Clegane se alzó de súbito y agarró al dorniense por la corva. La Víbora Roja dejó caer el mandoble en un tajo feroz, pero había perdido el equilibrio y el filo se limitó a hacer una nueva abolladura en el avambrazo de la Montaña. La espada quedó olvidada mientras la mano de Gregor se tensaba y giraba, haciendo que el dorniense cayera encima de él. Lucharon cuerpo a cuerpo en el polvo y la sangre mientras la lanza rota oscilaba de un lado a otro. Tyrion vio horrorizado que la Montaña había abrazado al príncipe con un brazo enorme, pegándolo a su pecho como un amante.
—Elia de Dorne —oyeron decir a Ser Gregor cuando estuvieron a la distancia necesaria para un beso. Su voz grave resonaba dentro del yelmo—. Yo maté a la mocosa llorona. —Lanzó su mano libre hacia el rostro desprotegido de Oberyn, clavándole los dedos acerados en los ojos—. Fue después cuando la violé. —Clegane hundió el puño en la boca del dorniense, destrozándole los dientes—. Y al final le reventé la cabeza de mierda. Así.
Cuando echó hacia atrás el enorme puño, la sangre en su guantelete era como humo en el aire frío del amanecer. Se oyó un crujido escalofriante. Ellaria Arena aulló de terror y el desayuno de Tyrion le subió ardiente hacia la boca. Cayó de rodillas mientras devolvía la panceta, las salchichas, los pasteles de manzana y la ración doble de huevos fritos con cebolla y chiles picantes dornienses.
No oyó a su padre pronunciar las palabras que lo condenaron. Quizá no hizo falta palabra alguna.
«Puse mi vida en las manos de la Víbora Roja y la ha perdido.» Cuando cayó en la cuenta demasiado tarde de que las serpientes no tienen manos, Tyrion empezó a reírse histérico.
Estaba a medio camino en la escalera de caracol cuando se dio cuenta de que los capas doradas no lo llevaban de vuelta a sus aposentos en la torre.
—Me van a encerrar en las celdas negras —dijo.
Nadie se molestó en responderle. ¿Para qué hablar con un muerto?
Dany desayunó bajo el palo santo que crecía en el jardín de la terraza, mientras veía cómo sus dragones se perseguían alrededor de la cúspide de la Gran Pirámide, donde antes había estado la enorme arpía de bronce. En Meereen había muchas pirámides menores, pero ninguna tenía ni la mitad de la altura que aquélla. Desde allí alcanzaba a ver toda la ciudad: los callejones estrechos y tortuosos, las anchas calles de adoquines, los templos y los graneros, las chozas y los palacios, los burdeles y las casas de baños, los jardines y las fuentes, los grandes círculos rojos que eran las arenas de combate... Y al otro lado de las murallas estaba el mar color estaño, los meandros del Skahazadhan, las colinas resecas, los bosques quemados, los campos ennegrecidos... Allí arriba, en su jardín, a veces Dany se sentía como una diosa que viviera en la montaña más alta del mundo.
«¿Se sentirán así de solos todos los dioses?» Seguro que algunos sí. Missandei le había hablado del Señor de la Armonía, adorado por el Pueblo Pacífico de Naath; según la pequeña escriba era el único dios verdadero, el dios que había habido siempre y que no dejaría de existir nunca, el que hizo la luna, las estrellas, la tierra y todas las criaturas que en ella habitan. «Pobre Señor de la Armonía.» Dany se compadecía de él. Debía de ser espantoso estar eternamente solo, atendido por hordas de mujeres mariposa que podía crear o eliminar a voluntad. En Poniente había al menos siete dioses, aunque Viserys le había dicho que, según algunos septones, los siete no eran más que diferentes aspectos de un único dios, siete facetas de un único cristal. Aquello resultaba de lo más confuso. Según tenía entendido, los sacerdotes rojos creían en dos dioses, pero estaban eternamente en guerra. Eso a Dany le gustaba todavía menos. No quería estar eternamente en guerra.