—Gracias a Dios que cambiaste de idea -dijo Micky apresuradamente-. Ahora, creo que vale más que vaya al Banco Pilaster y hable con Edward.
—¿Cuándo nos vemos?
—¿Estarás en el club a la hora del almuerzo?
—Claro, si quieres que esté…
—Entonces nos encontraremos allí.
—Muy bien. -Tonio se levantó-. Te dejaré acabar el desayuno.
—No me lo agradezcas -dijo Micky, y alzó la mano indicando silencio con el gesto-. Trae mala suerte. Espera y confía.
—Sí. Bueno. -Tonio volvió a insinuar una reverencia-. Adiós, señor Miranda.
Se marchó.
—Estúpido muchacho -murmuró Papá Miranda.
—Un completo imbécil -convino Micky.
Pasó al otro cuarto y se puso ropas de mañana: camisa blanca con alto cuello duro y puños almidonados, pantalones color de ante, pechera negra de raso que se tomó el trabajo de sujetar perfectamente y levita cruzada negra. Los zapatos brillaban gracias al betún, y el aceite de macasar había dejado relucientes sus cabellos. Siempre vestía con elegancia, pero con cierto tradicionalismo: nunca llevaba el cuello vuelto que se había puesto de moda, ni el monóculo típico del dandi. Los ingleses tenían una gran inclinación a considerar que todo extranjero era un pícaro desvergonzado, y Micky se cuidaba muy mucho de proporcionarles la excusa que justificara tal creencia.
Dejó a Papá Miranda a su propio albedrío, salió de la casa, cruzó el puente y entró en el distrito financiero llamado la City, que debía su nombre al hecho de que ocupaba los dos kilómetros cuadrados y medio de la original urbe que los romanos establecieron en Londres. El tráfico sufría un gran atasco en torno a la catedral de San Pablo, mientras carruajes, tranvías de caballos, narrias de cerveceros, cabriolés y carros de vendedores ambulantes competían por el espacio con un enorme rebaño de ovejas que los pastores conducían al mercado de carne de Smithfield.
El Banco Pilaster era un edificio nuevo, de larga fachada clásica e impresionante entrada que flanqueaban macizas columnas estriadas. Eran las doce y unos minutos cuando Micky franqueó la doble puerta que daba paso al vestíbulo del banco. Aunque Edward raramente llegaba al trabajo antes de las diez, solía irse a almorzar en algún momento apenas rebasadas las doce del mediodía.
Micky se acercó a uno de los «andariegos».
—¿Sería usted tan amable de informar a don Edward Pilaster de que ha venido a verle el señor Miranda? -pidió.
—Muy bien, señor.
Allí, más que en ningún otro sitio, envidiaba Micky a los Pilaster. Todos los detalles de aquel lugar proclamaban riqueza y poder: el suelo de mármol pulimentado, el espléndido artesonado y el revestimiento de madera, las apagadas voces, el rasgueo de las plumas sobre el papel de los libros de contabilidad y quizá, sobre todo, los bien alimentados y mejor ataviados ordenanzas. Todo aquel espacio y todas aquellas personas eran y estaban empleados básicamente por cuenta del dinero de la familia Pilaster. Allí nadie criaba ganado, explotaba nitrato o construía ferrocarriles: el trabajo lo hacían otros y a mucha distancia. Los Pilaster sólo se cuidaban de que el dinero se multiplicase. A Micky le parecía que aquél era el mejor sistema para enriquecerse, ahora que se había abolido la esclavitud.
En la atmósfera del banco se percibía algo falso. Era solemne y digna, como una iglesia, un museo o el palacio de un presidente. Los Pilaster eran prestamistas, pero se comportaban como si cargar intereses fuera una actividad tan noble como el sacerdocio.
Al cabo de unos minutos apareció Edward… con la nariz magullada y un ojo negro. Micky enarcó las cejas.
—¿Qué te ha pasado, mi querido amigo?
—Me peleé con Hugh.
—¿Por qué?
—Le reproché el que hubiese llevado una puta a casa y perdió los estribos.
Lo primero que pensó Micky fue que aquello muy bien podía haber proporcionado a Augusta la oportunidad que buscaba de desembarazarse de Hugh.
—¿Qué pasó con Hugh?
—No volverás a verle en una larga temporada. Lo han enviado a Bastan.
«Bien hecho, Augusta», pensó Micky. Sería una operación estupenda si en el mismo día se pudiera quitar de en medio a Hugh y a Tonio.
—Tengo la impresión de que una botella de champán y un buen almuerzo te vendrían de perlas.
—¡Espléndida idea!
Salieron del banco y se encaminaron en dirección oeste.
Era una tontería coger un cabriolé, puesto que las ovejas bloqueaban las calles y los carruajes se veían inmovilizados. Dejaron atrás el mercado de carne, punto de destino de las ovejas. El olor que despedían los mataderos resultaba insoportablemente molesto. Arrojaban a las ovejas por una trampilla de forma que caían directamente en el degolladero situado debajo. La caída bastaba para romperles las patas y los animales quedaban allí, sin poder moverse, hasta que les llegaba el turno y el matarife les cortaba el cuello.
—Esto es suficiente para no volver a probar la carne de cordero en la vida -comentó Edward mientras se cubría el rostro con el pañuelo.
Micky pensó que haría falta mucho, muchísimo más para apartar a Edward de su almuerzo.
Una vez fuera de la City, llamaron a un cabriolé y se dirigieron a Pall Mall. En cuanto se acomodaron y el coche arrancó, Micky empezó a soltar el discurso que llevaba preparado.
—Me fastidian los tipos que andan por ahí difundiendo insultos y hablando de la mala conducta de otros muchachos -comenzó Micky.
—¿Sí? -articuló Edward vagamente.
—Pero cuando esas cosas afectan a un amigo del tipo en cuestión, uno se ve más bien obligado a decir algo.
—Húmmm.
Saltaba a la vista que Edward no tenía la más remota idea de lo que Micky estaba hablando.
—Y me molestaría que creyeses que no dije nada sólo porque el tipo era compatriota mío.
Se produjo un instante de silencio, que Edward rompió al final:
—No estoy muy seguro de entender lo que quieres decir.
—Estoy hablando de Tonio Silva.
—Ah, sí. Supongo que el estado de su economía no le permite pagar lo que me debe.
—Eso es una memez. Conozco a su familia. Son casi tan ricos como la tuya.
Micky no dudó en comprometerse con una mentira tan flagrante como aquélla; los londinenses ignoraban por completo lo ricas que podían ser las familias suramericanas.
Edward se mostró sorprendido.
—Dios santo. Pensaba lo contrario.
—Te equivocabas de medio a medio. Puede permitirse pagarte, lo que empeora el asunto.
—¿Qué? ¿Qué es lo que empeora? Micky dejó escapar un profundo suspiro.
—Me temo que no tiene intención de pagarte. y anda por ahí jactándose de ello y afirmando que no eres lo bastante hombre como para obligarle a hacerlo.
Edward enrojeció.
—¡Con que sí, por todos los diablos! ¡No soy lo bastante hombre! ¡Ya lo veremos!
—Le advertí que no te subestimara. Le dije que era muy posible que no te quedaras cruzado de brazos mientras se burlaba de ti. Pero prefirió no hacer caso de mi consejo. -¡Será canalla! Bueno, si no quiere escuchar la sensatez de un buen consejo, puede que descubra la verdad de una forma dolorosa.
—Es una vergüenza -dijo Micky. Edward se fue encendiendo en silencio.
La impaciencia consumía a Micky mientras el cabriolé rodaba por el Strand. Tonio estaría ya en el club. El talante de Edward era justo el apropiado para iniciar una pelea. Todo estaba saliendo a pedir de boca.
Por fin, el vehículo se detuvo delante del club. Micky esperó en tanto Edward pagaba al cochero. Entraron. En el guardarropa; entre un grupo de personas que colgaban el sombrero, encontraron a Tonio.
Micky se puso en tensión. Lo había apostado todo a aquella carta: lo único que podía hacer ahora era cruzar los dedos y confiar en que el drama que había imaginado se desarrollase tal como lo había planeado.
Tonio captó la mirada de Edward, pareció sentirse un poco incómodo y saludó:
—¡Por Júpiter…! ¡Buenos días, pareja! Micky miró a Edward.
La cara de éste había adoptado un tono rosáceo y era como si los ojos quisieran salírsele de las órbitas.
—Veamos, Silva -dijo.
Tonio se le quedó mirando, temeroso. -¿Qué ocurre, Pilaster?
—Es acerca de esas cien libras -profirió Edward en voz alta.
Se hizo un súbito silencio en la habitación. Varias personas volvieron la cabeza y un par de hombres que estaban a punto de cruzar la puerta se pararon en seco y dieron media vuelta. Era de mala educación hablar de dinero, y un caballero sólo lo haría en circunstancias extremas. Todos sabían que Edward tenía tanto que no sabía qué hacer con él, así que resultaba evidente que era otro el motivo que le inducía a mencionar públicamente la deuda de Tonio. Los presentes presintieron que iba a haber escándalo.
Tonio se puso blanco. -¿Sí?
—Puedes devolvérmelas hoy -dijo Edward con brusquedad-, si te parece bien.
Se había pronunciado un desafío. Muchos estaban enterados de que la deuda era real, de modo que no cabía la posibilidad de discutirla.
Como caballero, a Tonio no le quedaba más que una opción. Tenía que decir: «¡No faltaba más! Si tan importante lo consideras, tendrás tus cien libras ahora mismo. Vamos arriba y te extenderé un cheque… ¿O prefieres que vayamos a mi banco, que está a la vuelta de la esquina?». De no proceder Tonio así, todo el mundo sabría que no estaba en situación de pagar la deuda, y quedaría condenado al ostracismo.
Micky contemplaba la escena con odiosa fascinación.
Una expresión de pánico desfiguró el rostro de Tonio y, por un momento, Micky se preguntó si no cometería alguna locura. El miedo se transformó en cólera y abrió la boca para protestar, pero no salió palabra alguna. Extendió luego las manos, en gesto de súplica; pero se apresuró también a abandonar tal actitud. Por último, su cara se contrajo como la de un niño a punto de llorar. y en ese preciso momento, dio media vuelta y salió corriendo. Los dos hombres que estaban en la puerta se retiraron a toda prisa y Tonio cruzó el vestíbulo y salió a la calle sin sombrero.
Micky estaba jubiloso: todo había salido a la perfección. Cuantos estaban en el guardarropa tosieron y se llevaron la mano al rostro para disimular su embarazo. Un anciano miembro del club murmuró:
—Eso fue un poco duro, Pilaster.
—Se lo merecía -intervino Micky rápidamente.
—Sin duda, sin duda -convino el anciano.
—Necesito un trago -dijo Edward.
—Pide un coñac para mí, ¿quieres? -encargó Micky-. Será mejor que alcance a Silva y me asegure de que no se tira bajo las ruedas de un tranvía de caballos.
Salió disparado del club.
Aquélla era la parte más sutil de su plan: ahora tenía que convencer al hombre al' que acababa de arruinar de que él, Micky, era su mejor amigo.
Tonio caminaba presuroso en dirección a St. James, sin mirar por dónde iba, tropezando con otros peatones. Micky corrió hasta alcanzarle.
—Escúchame, Silva, estoy terriblemente desolado -dijo. Tonio se detuvo. Había lágrimas en sus mejillas.
—Para mí, se acabó -declaró-. Todo ha concluido.
—Pilaster no quiso atender mis razones -explicó Micky-. Hice cuanto pude…
—Lo sé. Gracias.
—No me des las gracias. Fracasé.
—Pero lo intentaste. Quisiera poder hacer algo para mostrarte mi aprecio.
Micky vaciló, al tiempo que pensaba: «¿Por qué no te atreves a pedírselo ahora mismo?».
Decidió ser audaz.
—Pues, mira, ya que lo dices… pero es mejor que hablemos de ello en otro momento.
—No, dímelo ahora.
—Me resulta muy violento. Dejémoslo para otro día.
—No sé cuántos días más estaré aquí. ¿De qué se trata?
—Bueno… -Micky simuló sentirse avergonzado-. Supongo que, en su momento, más adelante, el embajador de Córdoba tendrá que buscar alguien que te sustituya.
—Necesitará alguien en seguida. -La comprensión apareció en el semblante de Tonio, manchado por las lágrimas-. ¡Naturalmente… deberías ocupar esa plaza! ¡Serías el hombre ideal!
—Si pudieses insinuárselo…
—Haré algo más que eso. Le diré que has sido una ayuda estupenda, le explicaré que intentaste con todas tus fuerzas sacarme del atolladero en que me he metido. Tengo la absoluta certeza de que te concederá la plaza.
—No me hace ninguna gracia salir beneficiado a costa de tus dificultades -dijo Micky-. Tengo la impresión de estar comportándome como una rata.
—En absoluto. - Tonio tomó entre las suyas las manos de Micky-. Eres un verdadero amigo.
Dorothy, la hermana de Hugh, estaba doblándole las camisas y colocándolas dentro del baúl. Hugh sabía que cuando la niña se fuese a la cama, él tendría que volver a sacar la ropa y repetir el trabajo, porque Dorothy sólo contaba seis años y su forma de doblar las prendas dejaba mucho que desear; pero Hugh fingía que la chica lo estaba haciendo muy bien y la animaba.
—Háblame otra vez de América -pidió Dorothy.
—América está tan lejos que, por la mañana, el sol tarda cuatro horas más en llegar.
—¿Y la gente se queda en la cama toda la mañana?
—Sí… ¡Entonces se levantan a la hora de almorzar y desayunan!
La niña emitió una risita. -¡Qué vagos!
—La verdad es que no lo son. Verás, allí no oscurece hasta la medianoche, de modo que tienen que trabajar todo ese tiempo.
—¡Y se van a dormir tarde! A mí me gusta acostarme tarde. Me gustaría mucho América. ¿Por qué no puedo ir contigo?
Me gustaría que eso fuese posible, Dotty.
Hugh se sentía bastante triste: no volvería a ver a su hermanita en varios años. Cuando él regresara, Dotty estaría cambiadísima. Entendería los husos horarios.
La lluvia de septiembre tamborileaba sobre los cristales y el viento impulsaba las hojas de los árboles contra el vano de las ventanas. Hugh empaquetó un puñado de libros: Sistemas comerciales modernos, El empleado mercantil de éxito, La riqueza de las naciones, Robinson Crusoe. Los oficinistas veteranos del Banco Pilaster desdeñaban lo que solían llamar la «enseñanza de los librotes» y les encantaba afirmar que la experiencia era el mejor maestro, pero estaban equivocados:
Hugh consiguió aprender las tareas y procedimientos de trabajo de todos los departamentos con mucha mayor rapidez porque estudió previamente la teoría.
Iba a América en una época de crisis. A principios del decenio de 1870, varios bancos habían concedido empréstitos importantes sobre la seguridad de valores especulativos ferroviarios, y cuando la construcción de líneas de ferrocarriles empezó a tener problemas, a mediados de 1873, tales bancos empezaron a dar la impresión de que se tambaleaban. Unos días antes, Jay Cooke & Co., agentes del gobierno estadounidense, fueron a la quiebra, y arrastraron consigo al First National Bank de Washington; y la noticia llegó a Londres el mismo día a través del cable transatlántico, telegráfico. Ahora, los cinco bancos neoyorquinos, incluida la Union Trust Company -una entidad bancaria de suma importancia- y la Mechanbic's Banking Association habían suspendido sus actividades. La Bolsa había cerrado sus puertas. El mundo de los negocios se vendría abajo, miles de personas se quedarían sin empleo, el comercio sufriría un descenso tremendo y el índice de operaciones norteamericanas de los Pilaster descendería y se haría más cauto… de modo que a Hugh le resultaría más arduo alcanzar su cifra de negocios.