Una fortuna peligrosa (54 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
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—Olvidas un detalle. Tiene inmunidad diplomática. Hugh no había pensado en eso. Como embajador de Córdoba, la justicia británica no podía procesarle.

—A pesar de todo, se le puede desacreditar y enviar a su país. Tonio meneó la cabeza negativamente.

—Yo soy el único testigo. Micky y Edward contarán otra historia. y todo el mundo sabe que la familia de Micky y la mía son enemigos declarados en nuestro país. Si eso hubiera sucedido ayer, tendríamos dificultades para convencer a alguien.

—Tonio hizo una pausa-. Pero tal vez quieras decirle a Edward que no es un asesino.

—Me parece que no iba a creerme. Sospecharía que estaba tratando de indisponerle contra Micky. Aunque hay una persona a la que sí debo decírselo.

—¿Quién?

—David Middleton.

—¿Por qué?

—Creo que tiene derecho a saber cómo murió su hermano -dijo Hugh-. Me interrogó sobre eso en el baile de la duquesa de Tenbigh. Lo cierto es que fue más bien grosero. Pero le dije que, si supiese la verdad, mi honor me obligaría a contárselo. Iré a verle hoy mismo.

—¿Crees que acudirá a la policía?

—Imagino que comprenderá, como hemos comprendido nosotros, que sería inútil. -De súbito se sintió agobiado por la atmósfera tristona de la sala del hospital y la macabra conversación sobre el asesinato. Se levantó-. Será mejor que vaya a trabajar. Me han hecho socio del banco.

—¡Enhorabuena! - Tonio pareció súbitamente esperanzado-. ¿Podrás suspender ahora la operación del ferrocarril de Santamaría?

—Lo siento, Tonio. -Hugh denegó con la cabeza-. Por mucho que me desagrade el proyecto, no puedo hacer nada.

Edward llegó a un acuerdo con el Banco Greenbourne para lanzar los bonos conjuntamente. Los socios de ambos bancos han aprobado la emisión y se están preparando los contratos.

—¡Maldita sea! - Tonio se quedó alicaído.

—Tu familia tendrá que buscar otros medios para oponerse a los Miranda.

—Me temo que nada podrá detener a los Miranda.

—Lo siento -repitió Hugh. Le asaltó una nueva idea, y su frente se cubrió de arrugas de perplejidad-. Verás, has resuelto un misterio que me intrigaba. No podía entender cómo era posible que se ahogara Peter, siendo tan buen nadador. Pero tu explicación plantea un misterio aún mayor.

—No acabo de entenderte.

—Piensa en ello. Peter nada sin meterse con nadie; Edward le sumerge la cabeza, sólo para bromear; huimos corriendo; Edward te persigue… y entonces, va Micky y mata a Peter a sangre fría. No tenía nada que ver con lo sucedido antes. ¿Por qué ocurrió? ¿Qué había hecho Peter?

—Sé perfectamente lo que quieres decir. Sí, eso me ha intrigado durante años.

—Micky Miranda fue quien asesinó a Peter Middleton… pero ¿por qué?

JULIO
1

El día en que se anunció la concesión del título nobiliario a Joseph, Augusta parecía una gallina que acabara de poner su huevo.

Micky fue a la casa a la hora del té, como de costumbre, y se encontró con el salón atestado de personas que felicitaban a la mujer por haberse convertido en condesa de Whitehaven. El mayordomo, Hastead, lucía su sonrisa más relamida y no paraba de decir «
milady
» y «su señoría», aprovechando cuantas ocasiones se le presentaban.

Era una mujer asombrosa, pensó Micky mientras observaba a Augusta, soberbia en medio de la nube de moscardones aduladores que zumbaban a su alrededor en el soleado jardín, al otro lado de los abiertos ventanales. Augusta había planificado su campaña como un general. En determinado momento surgió el rumor de que el título nobiliario iba a ser para Ben Greenbourne, pero ese rumor lo acalló una erupción de antisemitismo que se desencadenó en la prensa. Augusta no reconoció, ni siquiera ante Micky, que había estado detrás de aquella serie de artículos periodísticos, pero Micky tenía la absoluta certeza de ello. En algunos aspectos, Augusta le recordaba a su padre: Papá Miranda contaba con idéntica determinación carente de escrúpulos. Pero Augusta era más astuta. La admiración de Micky hacia ella aumentaba a medida que transcurrían los años.

Hugh Pilaster era la Única persona que había derrotado a Augusta en el terreno del ingenio. Era increíble lo difícil que resultaba aplastar a Hugh. Era como una indestructible mala hierba: se la podía pisotear una y otra vez en el jardín, pero siempre volvía a crecer, más robusta que antes.

Por fortuna, Hugh había sido incapaz de impedir la operación del ferrocarril de Santamaría. Micky y Edward demostraron ser demasiado fuertes para Hugh y Tonio.

—A propósito -dijo Micky a Edward por encima del borde de su taza de té-, ¿cuándo vais a firmar el contrato con los Greenbourne?

—Mañana.

—¡Estupendo!

Micky se sintió aliviado al saber que por fin iba a cerrarse el trato. Llevaba demorándose seis meses, y Papá Miranda remitía furibundos telegramas semanales en los que preguntaba si alguna vez recibiría el dinero.

Aquella noche, Edward y Micky cenaban en el Club Cowes. A lo largo de la comida, Edward se veía interrumpido cada dos o tres minutos por alguien que le felicitaba. Naturalmente, algún día iba a heredar el título. Micky estaba contento. Su asociación con Edward y los Pilaster había sido un factor clave en todos sus logros, y un mayor prestigio de los Pilaster significaría también más poder para Micky.

Acabada la cena, se trasladaron al salón de fumadores.

Fueron de los primeros en concluir y, de momento, disponían de toda la sala para ellos.

—He llegado a la conclusión de que a los ingleses les aterran sus esposas -comentó Micky mientras encendían los cigarros-o Es la única explicación posible para el fenómeno de los clubes de Londres.

—¿De qué diablos estás hablando? -dijo Edward.

—Mira a tu alrededor -indicó Micky-. Este lugar es exactamente igual a tu casa o a la mía. Muebles caros, criados por todas partes, comida fastidiosa y bebida sin tasa. Aquí podemos hacer todas las comidas, recibir la correspondencia, leer los periódicos, descabezar un sueñecito y, si pillamos una borrachera tan enorme que nos impida meternos en un simón, incluso dispondremos de una cama para pasar la noche. La Única diferencia entre el club de un inglés y la casa del mismo inglés es que en el club no hay una sola mujer.

—¿No tenéis clubes en Córdoba, pues?

—Claro que no. Nadie iría a ellos. Si un cordobés quiere emborracharse, jugar a las cartas, oír chismes políticos, hablar de las putas con las que se acuesta, fumar, eructar y soltar un cuesco a gusto lo hace en su propia casa; y si su esposa es lo bastante idiota como para poner objeciones, le sacude hasta hacerla entrar en razón. Pero un caballero inglés le tiene tanto pavor a su esposa que se marcha de casa para disfrutar un poco por ahí. y para eso están los clubes.

—A ti no parece que te asuste mucho Rachel. Te has desembarazado de ella, ¿no?

—Se la devolví a su madre -contestó Micky con ligereza.

No había sucedido exactamente así, pero no iba a decirle a Edward la verdad.

—La gente debe de haber observado que ya no aparece en los actos de la embajada. ¿Nadie ha hecho comentarios?

—Les digo que no se encuentra bien de salud.

—Pero todo el mundo sabe que se dedica a fundar un hospital para madres solteras. Es un escándalo público.

—Eso carece de importancia. La gente me compadece por tener una esposa difícil.

—¿Te divorciarás de ella?

—No. Eso sí que sería un verdadero escándalo. Un diplomático no puede divorciarse. Me temo que tendré que continuar con ella mientras sea embajador de Córdoba. Gracias a Dios no quedó embarazada antes de irse. -Un milagro que no fuera así, pensó. Tal vez era estéril. Agitó el brazo para llamar a un camarero y pidió un coñac-. Hablando de esposas -dijo titubeante-, ¿qué ha sido de Emily?

Edward pareció un poco violento.

—Más o menos, la veo como tú ves a Rachel -explicó-. Ya sabes que hace una temporada compré una casa de campo en Leicester… allí se pasa todo el tiempo.

—Así que los dos volvemos a ser solteros.

Edward sonrió.

—En realidad, nunca hemos sido otra cosa, ¿no es cierto?

Al mirar a través de la desierta estancia, Micky vio en el umbral de la entrada la voluminosa figura de Solly Greenbourne. Por alguna ignorada razón, el hecho de ver a Solly puso nervioso a Micky… lo cual era extraño, dado que Solly era el hombre más inofensivo de Londres.

—Ahí viene otro amigo a felicitarte -advirtió Micky a Edward, mientras Solly se les aproximaba.

Cuando Solly estuvo más cerca, Micky echó de menos la habitual sonrisa amistosa del hombre. De hecho, Solly parecía decididamente furioso. Eso era raro. Micky comprendió de modo instintivo que el acuerdo referente al ferrocarril de Santamaría iba a tener problemas.

Pensó que se preocupaba como una vieja. Pero Solly nunca se enfadaba…

La inquietud indujo a Micky a mostrarse amable.

—Hola, Solly, muchacho… ¿cómo está el genio de la Milla Cuadrada?

Pero a Solly le tenía sin cuidado Micky. Sin responder al saludo, le dio la enorme espalda desconsideradamente y se encaró con Edward.

—Pilaster, eres un maldito sinvergüenza -sentenció. Micky se quedó atónito y horrorizado. Solly y Edward estaban a punto de firmar el contrato. Aquello era grave:

Solly nunca reñía con nadie. ¿Qué rayos le había impulsado a adoptar una actitud así?

Edward se encontraba igualmente desconcertado. -¿De qué diablos estás hablando, Greenbourne?

Rojo como la grana, Solly a duras penas podía articular las palabras.

—Me he enterado de que tú y esa bruja a la que llamas madre estáis detrás de los nauseabundos artículos de The Forum.

«¡Oh, no!», dijo Micky para sí lleno de terror. Aquello era una catástrofe. Sospechaba que Augusta había participado en el asunto, pero no tenía prueba alguna… ¿cómo infiernos lo había averiguado Solly?

La misma pregunta se le ocurrió a Edward.

—¿Quién te ha llenado la cabeza de memeces?

—Una de las amigas de tu madre es azafata de la reina -replicó Solly. Micky supuso que se refería a Harriet Marte. Augusta parecía tener algún dominio sobre ella. Solly continuaba-: Se fue de la lengua y descubrió el pastel: se lo dijo al príncipe de Gales. Acabo de estar con él.

Micky pensó que Solly debía de estar prácticamente loco de rabia para aludir de modo tan indiscreto a una conversación privada con la realeza. Era el caso de un alma de Dios a la que habían apretado las clavijas demasiado. A Micky no se le ocurría ninguna solución para arreglar aquella disputa… desde luego, no con la debida celeridad para que al día siguiente se firmara el contrato.

Trató desesperadamente de enfriar la temperatura.

—Solly, muchacho, no puedes tener la certeza de que esa historia sea verídica…

Solly se revolvió para mirarle. Estaba sudando.

—¿Que no puedo? ¿Después de haber leído en el periódico que el título nobiliario concedido a Joseph Pilaster estaba destinado a Ben Greenbourne?

—Con todo y con eso…

—¿Te imaginas lo que esto supone para mi padre?

Micky empezó a comprender cómo se había abierto una brecha en la armadura de afabilidad de Solly. No estaba indignado por su persona, sino por su padre. El abuelo de Ben Greenbourne había llegado a Londres con un fardo de pieles rusas, un billete de cinco libras y un agujero en la suela de cada bota. Para Ben Greenbourne, ocupar un escaño en la Cámara de los Lores representaba el concluyente distintivo indicador de que la sociedad inglesa le aceptaba en su seno.

Indudablemente, a Joseph también le gustaría culminar su carrera con una dignidad de nobleza -su familia también había prosperado merced a su propio esfuerzo-, pero lograr el título sería mucho más importante para un judío. Para Greenbourne, el título hubiera constituido un triunfo no sólo para él y para su familia, sino también para toda la comunidad hebrea de Gran Bretaña.

—Yo no puedo evitar que seas judío -se defendió Edward.

Micky se apresuró a intervenir.

—No debéis dejar que vuestros padres se interpongan entre vosotros. Después de todo, sois socios en una empresa comercial de gran envergadura…

—¡No seas botarate, Miranda! -replicó Solly, con tal ferocidad que Micky dio un respingo-. Ya puedes olvidarte del ferrocarril de Santamaría y de cualquier otro negocio conjunto con el Banco Greenbourne. En cuanto nuestros socios se enteren de este asunto, nunca más querrán volver a hacer negocios con los Pilaster.

Micky notó en la garganta el sabor de la bilis mientras veía a Solly abandonar la estancia. Resultaba fácil olvidar lo poderosos que eran aquellos banqueros… sobre todo en el caso de Solly, poco atractivo físicamente. Sin embargo, en un momento de cólera, Solly podía aniquilar con una sola frase todas las esperanzas de Micky.

—Condenada insolencia -articuló Edward con voz débil-. Típicamente judía.

A Micky le faltó poco para ordenarle que se callara. Edward sobreviviría al derrumbamiento de aquel contrato, pero Micky no. Papá Miranda se sentiría defraudado, buscaría alguien a quien castigar y Micky recibiría todo el peso de su ira.

¿No quedaba esperanza? Trató de abandonar su idea de que todo estaba perdido y empezó a pensar. ¿Existía algún modo de impedir a Solly cancelar el convenio? De haber alguno, era cuestión de actuar rápidamente, porque una vez contara Solly a los demás Greenbourne lo que había averiguado, todos ellos reaccionarían en contra del trato.

¿Se podría convencer a Solly para que cambiase de idea?

Micky tenía que intentarlo.

Se puso en pie bruscamente.

—¿Adónde vas? -preguntó Edward.

Micky decidió no explicar a Edward sus intenciones.

—A la sala de naipes -respondió-. ¿No quieres jugar una partida?

—Sí, claro.

Edward se levantó trabajosamente del asiento y ambos salieron del salón.

Al pie de la escalera, Micky se desvió hacia los servicios, al tiempo que decía:

—Ve subiendo… ahora me reúno contigo.

Edward empezó a subir la escalera. Micky entró en el guardarropa, cogió su sombrero y su bastón y se precipitó por la puerta de la calle.

Oteó Pall Mall en uno y otro sentido, aterrado por la posibilidad de que Solly se hubiera perdido de vista. Oscurecía y las farolas de gas ya estaban encendidas. De momento, Micky no vio a Solly por ninguna parte. Luego, a unos cien metros de distancia, localizó una figura corpulenta con traje de etiqueta y chistera que caminaba hacia St. James's con paso vivo.

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