Se aproximaban a la puerta del parque cuando irrumpió por ella una tropa de treinta o cuarenta policías. Decididos a entrar en los jardines a través de la riada humana que intentaba salir, los agentes procedieron a vapulear con sus porras a hombres y mujeres, indiscriminadamente. La multitud dio media vuelta y trató de huir en dirección contraria.
Los reflejos de Hugh actuaron a toda velocidad.
—Deja que te coja -le dijo a Maisie.
La chica le miró perpleja, pero accedió:
—Como quieras.
Hugh se agachó, pasó un brazo por detrás de las rodillas de Maisie y rodeó su espalda con el otro. La levantó en brazos, al tiempo que la aleccionaba:
—Simula estar desmayada -dijo, y ella cerró los ojos y se quedó inerte. Hugh avanzó abriéndose paso entre la muchedumbre, mientras voceaba en el tono más autoritario que pudo-: ¡Abran paso! ¡Abran paso! -Al ver que llevaba en brazos a una mujer aparentemente indispuesta, hasta las personas que huían procuraban apartarse. Se acercó a la línea de agentes que marchaban de cara a él y que provocaban el pánico general. Le gritó a uno de ellos-: ¡Hágase a un lado, guardia! ¡Deje pasar a la señora! -La expresión del policía era hostil, y durante unos segundos, Hugh pensó que su triquiñuela no iba a dar resultado. Entonces, un sargento ordenó-: ¡Deje pasar al caballero!
Hugh atravesó el cordón policial y, súbitamente, se encontró en la zona despejada.
Maisie alzó los párpados y le sonrió. A él le gustaba llevarla así, en brazos, y, no tenía prisa alguna en dejar su carga en el suelo.
—¿Te encuentras bien?
Ella asintió. Parecía llorosa.
—Bájame.
La depositó en el suelo, suavemente, y la abrazó.
—Bueno, no llores -dijo Hugh-. Ya pasó todo.
Maisie meneó la cabeza.
—No se trata de ese alboroto. No es la primera vez que me veo en medio de una gresca. Pero sí es la primera vez que alguien cuida de mí. Toda mi vida he tenido que cuidar de mí misma. Ésta es una experiencia nueva.
Hugh no supo qué decir. Todas las muchachas que había conocido daban por supuesto que los hombres cuidarían de ellas automáticamente. Estar con Maisie era una revelación continua.
Buscó con la mirada un coche de punto. No había ninguno a la vista.
—Me temo que no vamos a tener más remedio que ir andando -expuso Hugh.
—Cuando tenía once años estuve andando cuatro días seguidos hasta que llegué a Newcastle -dijo Maisie-. Creo que seré capaz de ir a pie desde Chelsea hasta Soho.
Micky Miranda había empezado a hacer trampas con los naipes durante su estancia en el Colegio Windfield, para complementar con unos ingresos extras la insuficiente asignación que recibía de su casa. Los sistemas que ideó eran toscos, pero lo bastante buenos como para engañar a los colegiales. Posteriormente, en el curso de la larga travesía transatlántica hacia su patria que efectuó durante el intervalo entre la salida del colegio de enseñanza media y el ingreso en la universidad, intentó desplumar a un compañero de viaje, que resultó ser un tahúr profesional. Al viejo le hizo gracia el asunto, tomó a Micky bajo su égida y le enseñó los principios básicos del arte de la fullería.
Timar era muy peligroso cuando las apuestas eran altas. Si la gente sólo se juega unos peniques nunca se le ocurre que puedan estafarla. Los recelos aumentan en relación directa con las proporciones de la cantidad en juego.
Si aquella noche le pillaban, no significaría sólo el fracaso de su plan para arruinar a Tonio. Hacer trampas jugando a las cartas era, en Inglaterra, el peor delito que podía cometer un caballero. Le invitarían a darse de baja de todos los clubes, sus amistades no le admitirían en su hogar cuando llamara a la puerta y nadie le dirigiría la palabra por la calle. Las contadas historias que habían llegado a sus oídos acerca de ingleses fulleros terminaban con el culpable abandonando el país para iniciar una nueva vida en algún territorio indómito como Malaya o la bahía de Hudson. El destino de Micky sería regresar a Córdoba, aguantar las burlas de su hermano mayor y pasar el resto de su vida criando ganado. La perspectiva le ponía enfermo.
Pero aquella noche la recompensa sería tan espectacular como los riesgos.
No lo hacía sólo para complacer a Augusta. Eso ya resultaba suficientemente importante: la mujer podía proporcionarle el pasaporte que le permitiría entrar en la sociedad londinense de los ricos y poderosos. Pero Micky también deseaba el empleo de Tonio.
Papá Miranda le había dicho que tenía que ganarse la subsistencia en Londres, que ya no recibiría más dinero de casa. El de Tonio era el empleo ideal. Permitiría a Micky vivir como un caballero sin tener que trabajar duro. Y también representaría subir un peldaño en la escala, hacia una situación más alta. Puede que algún día Micky alcanzase el cargo de ministro. Y entonces podría mantener la cabeza muy alta en cualquier empresa. Ni siquiera su hermano sería capaz de tomar eso a broma.
Micky, Edward, Solly y Tonio cenaron temprano en el Cowes, el club favorito de todos ellos. A las diez ya estaban en la sala de juego. Ante la mesa de bacarrá se les unieron otros dos jugadores del club que tenían noticia de que iba a jugarse fuerte: el capitán Carter y el vizconde de Montagne. Montagne era un majadero, pero en cuanto a Carter, un hombre obstinado, Micky tendría que andarse con cien ojos.
Una línea blanca, trazada sobre la superficie de la mesa, circundaba ésta a unos veinticinco o treinta centímetros del borde. Cada uno de los jugadores tenía delante de sí un montoncito de soberanos de oro, fuera del cuadro blanco. Se apostaba toda moneda que cruzaba la línea y entraba en el cuadro.
Micky se había pasado el día fingiendo beber. Durante el almuerzo, se humedecía los labios con el champán de la copa y luego la vaciaba subrepticiamente sobre la hierba. En el tren de regreso a Londres había aceptado varias veces el frasco de licor que le ofreció Edward, pero en cada ocasión taponó con la lengua la boca de la vasija mientras fingía echar un trago. En el curso de la cena se sirvió un vasito de clarete, en el que echó más vino en dos ocasiones, aunque sin beber una gota. Ahora pidió una cerveza de jengibre, que tenía todo el aspecto de un coñac con seltz. Debía estar sereno como el hielo para llevar a cabo los delicados juegos de prestidigitación que le capacitarían para arruinar a Tonio Silva.
Se humedeció los labios nerviosamente, se controló e hizo un esfuerzo para relajarse.
De todos los juegos de naipes, el bacarrá era su preferido. Igual podían haberlo inventado, pensaba Micky, para poner a los listos en condiciones de petardear a los ricos.
De entrada, era un juego puramente de azar, en el que no cabía ninguna habilidad ni estrategia. El jugador recibía dos cartas y sumaba el valor de las mismas: un tres y un cuatro equivalían a siete, un dos y un seis, a ocho. Si el total rebasaba la cifra de nueve, sólo contaba el último dígito; de modo que un quince era un cinco y un veinte un cero, y el tanteo más alto posible era el nueve.
El jugador con una cifra baja podía tomar una tercera carta, que siempre se le servía boca arriba, para que todos la vieran.
El banquero sólo repartía tres manos: una a su izquierda, otra a su derecha y una para si. Los jugadores podían apostar por la mano de la izquierda o por la de la derecha. El banquero pagaba toda mano más alta que la suya.
La segunda gran ventaja del bacarrá, desde el punto de vista del tahúr, era que se jugaba con un mazo de por lo menos tres barajas. Eso significaba que el fullero podía utilizar una cuarta baraja y, con toda tranquilidad y confianza, sacarse de la manga el naipe que le conviniera sin preocuparse de si otro jugador tenía la misma carta en su mano.
Mientras los demás se acomodaban y encendían sus cigarros, Micky pidió al camarero tres barajas nuevas. A su regreso, el hombre entregó con toda naturalidad las cartas a Micky.
Al objeto de dominar la partida, Micky tenía que repartir las primeras cartas, puesto que el desafío inicial era asegurarse la banca. Eso entrañaba dos trucos: neutralizar el corte y el segundo reparto. Ambos eran relativamente fáciles, pero estaba rígido a causa de la tensión, y en esas condiciones hasta el más diestro podía estropear la maniobra más sencilla.
Rompió el envoltorio. Los naipes iban empaquetados de la misma manera, con los comodines encima y el as de picos en el fondo. Micky retiró los comodines y procedió a barajar, disfrutando del limpio y deslizante tacto de las cartas nuevas. Tomar un as del fondo y colocarlo encima era la más simple de las manipulaciones, pero luego tenía que conseguir que los otros jugadores cortasen la baraja sin que el as abandonase su sitio en la parte superior.
Pasó el mazo a Solly, sentado a su derecha. Al hacerlo, contrajo la mano ligeramente, para que el naipe de arriba -el as de picas- se le quedase en la palma, oculto por la anchura de la mano. Solly cortó. Micky mantuvo la palma hacia abajo para ocultar el as, recogió los naipes y, al hacerlo, volvió a poner encima la carta escondida. Había neutralizado con éxito el corte de Solly.
—¿La carta más alta se queda con la banca? -propuso. Se esforzó al máximo para que su voz sonara indiferente, como si no le importara que respondiesen sí o no.
Hubo un murmullo de asentimiento.
Sostuvo la baraja con fuerza y, mientras deslizaba una fracción de centímetro hacia atrás el naipe de encima, repartió con rapidez, siempre dando la segunda carta, hasta que le tocó a él, y entonces se echó el as. Todos pusieron sus naipes boca arriba. Micky tenía el único as que apareció y, por lo tanto, era el banquero.
Esbozó una sonrisa natural.
—Creo que esta noche la suerte está conmigo -dijo.
Nadie hizo comentario alguno.
Se relajó un poco.
Disimuló su alivio mientras distribuía las cartas de la primera mano.
Tonio jugaba a su izquierda, con Edward y el vizconde de Montagne. A su derecha estaban Solly y el capitán Carter. Micky no quería ganar: no era ése su objetivo aquella noche. Sólo quería que perdiese Tonio.
Jugó limpio durante un rato, en el que perdió un poco del dinero de Augusta. Los otros se tranquilizaron y pidieron otra ronda de bebidas. Llegado el momento oportuno, Micky encendió un cigarro.
En el bolsillo interior de la chaqueta, junto a la petaca donde llevaba los puros, había otra baraja… comprada en la misma tienda de la calle de St. James de donde procedían las del club, por lo que los mazos eran idénticos.
Dispuso aquella baraja extra en parejas ganadoras, p;¡.rejas que sumaban nueve, el tanteo más alto: cuatro y cinco, nueve y diez, nueve y jota, y así. Los naipes sobrantes, todos dieces y figuras, los había dejado en casa.
Al devolver la petaca al bolsillo tomó el mazo de cartas extra en la palma de la mano; con la otra recogió la baraja de encima de la mesa y deslizó los nuevos naipes en la parte inferior del mazo. Mientras los demás mezclaban el coñac y el agua, Micky barajó las cartas y, conforme al orden estudiado, fue colocando cuidadosamente en la parte superior una carta del fondo, dos al azar, otra de abajo y otras dos al azar. Luego, sirvió primero a los jugadores situados a su izquierda, después a los que estaban a su derecha y, finalmente, se dio a sí mismo la pareja de cartas ganadora.
En la siguiente mano distribuyó en el lado de Solly los naipes ganadores. Durante cierto espacio de tiempo continuó así, haciendo que Tonio perdiera y Solly ganase. El dinero que recogía de la parte de Tonio iba a parar a la de Solly, de forma que ninguna sospecha podía recaer sobre Micky, cuyo montón de soberanos conservaba las mismas proporciones delante de él.
Tonio había empezado por poner encima de la mesa la mayor parte del dinero que había ganado en las carreras de caballos: alrededor de cien libras. Cuando quedaron reducidas a la mitad, se puso en pie y dijo:
—La mala suerte se ha sentado aquí… voy a sentarme junto a Solly.
Se trasladó al otro lado de la mesa.
«No te servirá de nada», pensó Micky. En adelante no iba a ser más difícil lograr que el lado izquierdo ganase y el derecho perdiese. Pero le puso nervioso la alusión de Tonio a la mala suerte. Quería que Tonio continuara pensando que aquél era su día afortunado, incluso aunque estuviese perdiendo dinero.
De cuando en vez, Tonio alteraba su sistema y, en vez de dos o tres, apostaba cinco o diez soberanos. Cuando sucedía eso, Micky le servía una mano ganadora. Tonio recogía entonces sus beneficios y exclamaba pletórico de euforia:
—¡Hoy es mi día de suerte, estoy seguro!
Lo decía a pesar de que su pila de monedas disminuía de manera continua y uniforme.
Micky se sentía ya más aliviado. Analizó el estado mental de su víctima mientras manipulaba tranquilamente los naipes. No bastaba con desplumar a Tonio. Micky quería que jugase con dinero que no tenía, que perdiese cantidades prestadas y que fuese incapaz de pagar sus deudas. Sólo entonces se encontraría en la absoluta miseria.
Con estremecida agitación interior, Micky esperaba mientras Tonio perdía más y más. Micky amedrentaba a Tonio y, por regla general, éste hacía lo que Micky insinuaba, pero no era un completo estúpido, y existía la posibilidad de que tuviese suficiente sentido común para retirarse al llegar al borde de la ruina.
Cuando Tonio estaba a punto de quedarse sin fondos, Micky llevó a cabo el siguiente movimiento. Volvió a sacar la petaca de los puros.
—Éstos son de casa, Tonio -invitó-. Prueba uno.
Ante su alivio, Tonio aceptó. Eran cigarros largos y tardaría más de media hora en fumárselo. Tonio no querría marcharse sin acabar el puro.
Cuando lo encendió, Micky se lanzó a muerte. Un par de manos después, Tonio estaba limpio.
—Bueno, se acabó todo lo que gané esta tarde en Goodwood -confesó con desaliento.
—Debemos concederle la oportunidad de recuperar lo perdido -dijo Micky-. Estoy seguro de que Pilaster te prestará cien libras.
Edward pareció sobresaltarse levemente, pero hubiera sido poco generoso por su parte negar el préstamo, a la vista del montón de monedas ganadas que tenía delante.
—Desde luego -accedió.
—Tal vez deberías retirarte, Silva -intervino Solly-, y agradecer el hecho de haber disfrutado de un gran día de juego sin que te costase una perra.
Micky maldijo en silencio a Solly por su condición de bienintencionado fastidio. Si Tonio decidía hacer lo que era razonable, todo el plan de Micky se iría al diablo.