Tonio vaciló.
Micky contuvo el aliento.
Pero no era propio de la naturaleza de Tonio jugar prudentemente, y como Micky había previsto, no pudo resistir la tentación de seguir adelante.
—Está bien -dijo-. Puedo jugar hasta consumir el cigarro. Micky exhaló un discreto suspiro de alivio.
Tonio hizo una seña a un camarero y pidió pluma, tinta y papel. Edward contó cien soberanos y Tonio extendió un pagaré. Micky sabía que, de perder aquella suma, Tonio nunca podría pagar la deuda.
Continuó el juego. Micky se dio cuenta de que sudaba un poco mientras mantenía un delicado equilibrio, poniendo buen cuidado en que Tonio perdiese de manera constante, aunque permitiéndole ganar de vez en cuando alguna mano importante, para mantener encendida la llama de su optimismo. Pero luego, cuando sus fondos habían descendido a las cincuenta libras, Tonio declaró:
—Sólo gano cuando apuesto fuerte. En la próxima mano voy a poner el resto.
Era una apuesta alta, incluso para el Club Cowes. Si Tonio perdía, estaba acabado. Un par de miembros del club vieron el volumen de la apuesta y se quedaron cerca de la mesa de bacarrá para observar la partida.
Micky dio cartas.
Miró a Edward, a su izquierda, el cual meneó la cabeza para indicar que no quería carta.
A la derecha de Micky, Solly hizo lo mismo.
Micky puso boca arriba sus propios naipes. Se había servido un ocho y un as, o sea, nueve.
Edward volvió la mano de la izquierda. Micky ignoraba qué cartas eran: conocía por adelantado las que iba a tener él, pero había servido los otros naipes al azar. Edward tenía un cinco y un dos: siete. El capitán Carter y él habían perdido.
Solly descubrió su mano, las cartas en las que Tonio había apostado su futuro.
Eran un nueve y un diez. Lo que sumaba diecinueve, que contaba como nueve. Igualaba el tanteo de la banca, así que no había ganador ni perdedor, y Tonio conservaba sus cincuenta libras.
Micky maldijo para si.
Deseó que Tonio volviera a dejar en la mesa los cincuenta soberanos. Recogió las cartas rápidamente. Matizó su voz con un toque de burla al preguntar:
—¿Reduces tu apuesta, Silva?
—Claro que no -dijo Tonio-. Reparte las cartas.
Micky dio las gracias a las estrellas y sirvió cartas. Se sirvió una mano ganadora.
Esta vez, Edward dio un golpecito a sus cartas, indicando que quería un tercer naipe. Micky le dio un cuatro de tréboles y volvió la cabeza hacia Solly. Solly pasó.
Micky volvió sus cartas y mostró un cinco y un cuatro.
Edward tenía a la vista su cuatro de tréboles; puso boca arriba un rey sin valor y otro cuatro. En total, ocho. Su lado había perdido.
Solly volvió un dos y un cuatro: seis. El lado derecho también había perdido frente al banquero.
Y Tonio estaba arruinado.
Empalideció, pareció enfermar y murmuró algo que Micky reconoció como un reniego en español.
Micky contuvo una sonrisa de triunfo y recogió con el rastrillo sus ganancias… y en aquel instante vio algo que le hizo contener el aliento y paralizó de pavor su corazón.
Sobre la mesa había cuatro cuatros de tréboles.
Se daba por supuesto que jugaban con tres barajas. Si alguien reparaba en aquellos cuatro cuatros comprendería automáticamente que se habían añadido naipes al mazo de cartas.
Era el peligro que entrañaba aquel particular sistema de hacer trampas, y las probabilidades de que se produjese eran aproximadamente de una entre cien mil.
Caso de que se observara aquella anomalía, sería Micky y no Tonio el que iba a acabar en la ruina.
Hasta aquel momento, nadie se había dado cuenta. Los palos no significaban nada en el bacarrá, de forma que la irregularidad no era lo que se dice llamativa. Micky se apresuró a recoger las cartas, mientras el corazón le palpitaba vertiginosamente. Volvía a dar las gracias a las estrellas por haber salido bien librado del trance cuando Edward manifestó:
—Un momento… había cuatro cuatros de tréboles sobre la mesa.
Micky maldijo su memoria de elefante metepatas. Edward estaba pensando en voz alta. Naturalmente, no tenía la más remota idea respecto al plan de Micky.
—No es posible -terció el vizconde de Montagne-. Jugábamos sólo con tres barajas, así que sólo podía haber tres cuatros de tréboles.
—Exactamente -dijo Edward.
Micky dio una chupada al cigarro.
—Estás borracho, Pilaster. Una de esas cartas era el cuatro de picas.
—Ah, lo siento.
—A estas horas de la madrugada -dijo el vizconde de Montagne-, ¿quién es capaz de distinguir la diferencia entre picas y tréboles?
Una vez más, Micky pensó que se había salido con la suya… y una vez más, su euforia resultó prematura.
—Veamos las cartas -exigió Tonio con ánimo beligerante. El corazón de Micky pareció suspender sus latidos. Los naipes de la última mano estaban colocados en un montón que se barajaría y se utilizaría de nuevo cuando se acabase el mazo con que se jugaba. Si los descartes se ponían boca arriba, los cuatro cuatros idénticos quedarían a la vista y Micky estaría acabado.
—Espero que no estés dudando de mi palabra -preguntó a la desesperada.
En un club de caballeros, aquél era un reto dramático: no muchos años antes, tales palabras habrían sido la antesala de un duelo. Los ocupantes de las mesas vecinas volvieron la cabeza para presenciar lo que ocurría. Todos miraron a Tonio: a la expectativa de su respuesta.
Micky pensaba a toda velocidad. Había dicho que uno de los cuatros era de picas, no de tréboles. Si lograba descubrir de encima del montón de los descartes el cuatro de picas, demostraría tener razón… y con un poco de suerte nadie revisaría el resto de los naipes descartados.
Pero antes tenía que encontrar un cuatro de picas. Había tres. Puede que alguno de ellos estuviese en el montón de los descartes, pero existían muchas probabilidades de que quedase uno por lo menos entre las cartas con las que estaban jugando, un mazo que él tenía en la mano.
Era su única posibilidad.
Mientras todos los ojos seguían clavados en Tonio, volvió la baraja que conservaba en la mano para situar las cartas boca arriba. Mediante infinitesimales movimientos del pulgar fue descubriendo una esquina de cada naipe. Tenía la mirada fija en Tonio, pero mantuvo las cartas dentro de su campo visual a fin de ver las letras y símbolos del ángulo superior.
—Echemos una mirada a los descartes -insistió Tonio porfiado.
Los demás volvieron la cabeza hacia Micky. Con nervios de acero, éste continuó manipulando la baraja, al tiempo que pedía al Cielo la aparición de un cuatro de picas. En medio de aquel dramatismo, nadie se percató de lo que estaba haciendo. Las cartas objeto de la controversia seguían apiladas encima de la mesa, de forma que daba igual lo que hiciese con las que tenía en la mano. Hubieran tenido que mirar con muchísima atención para advertir que detrás de sus manos las cartas se movían ligeramente, pero incluso aunque lo observasen no hubieran comprendido en seguida que no estaba haciendo nada bueno.
Sin embargo, tampoco le era posible mantener la dignidad indefinidamente. Tarde o temprano, uno u otro perdería la paciencia, prescindiría de las reglas de educación y pondría boca arriba los naipes descartados. Para ganar unos segundos preciosos, Micky reprochó:
—Si no sabes perder como un hombre, tal vez no deberías jugar.
Pequeñas gotas de sudor perlaron su frente. Se preguntó si, con las prisas, no se le habría pasado inadvertido un cuatro de picas.
—Tampoco puede hacer daño a nadie ver esas cartas, ¿verdad? -dijo Solly en tono sosegado.
Maldito Solly, siempre tan repugnantemente razonable, pensó Micky desalentado.
Y entonces, por fin, encontró un cuatro de picas. Lo deslizó para situarlo bajo la palma de la mano.
—Oh, muy bien -pronunció con fingida indiferencia, que era el polo opuesto de lo que sentía.
Todo el mundo permaneció inmóvil y en silencio. Micky depositó la baraja cuyas cartas había estado repasando furtivamente, mientras conservaba el cuatro de picas en la palma. Alargó el brazo para coger el montón de los descartes y dejó caer encima el cuatro. Colocó el montón de naipes delante y manifestó:
—Hay un cuatro de picas ahí, te lo garantizo.
Solly descubrió la carta superior y todos vieron que se trataba del cuatro de picas.
Un zumbido de conversaciones surgió a lo largo y ancho de la sala y el alivio puso fin a la tensión.
A Micky le aterraba la posibilidad de que alguien descubriese más cartas y se hiciera evidente que había cuatro cuatros debajo.
—Creo que esto zanja la cuestión -dijo el vizconde de Montagne-, y por lo que a mí respecta, Miranda, presento mis disculpas, en caso de que la sombra de una duda se haya proyectado sobre tu palabra.
Las miradas de todos se concentraron en Tonio. Éste se puso en pie, con el semblante contraído.
—Malditos seáis todos vosotros, pues -dijo, y abandonó la sala.
Micky recogió todas las cartas de encima de la mesa.
Ahora, nadie sabría nunca la verdad.
Notó que las palmas de sus manos estaban húmedas de sudor. A hurtadillas, se las secó en las perneras de los pantalones. -Lamento el comportamiento de mi compatriota -se excusó-. Si hay algo que me disgusta es una persona que no sepa jugar a las cartas como un caballero.
En las primeras horas de la madrugada, Maisie y Hugh cruzaban a pie, en dirección norte, los nuevos barrios de Fulham y South Kensington. La noche había aumentado su temperatura y las estrellas iban desapareciendo del cielo. Caminaban cogidos de la mano, pese a la humedad que el calor ponía en sus palmas. Maisie estaba un tanto perpleja, pero se sentía feliz.
Aquella noche había ocurrido algo extraño. No sabía qué era, pero le gustaba. En el pasado, cada vez que un hombre la besaba y le acariciaba los pechos era para Maisie como parte de una transacción, algo que concedía a cambio de recibir del hombre lo que ella necesitaba. Pero aquella noche había sido distinto. Quiso que Hugh la tocara… ¡Y él fue en todo momento demasiado cortés para hacer algo sin que se lo pidieran!
Empezó mientras bailaban. Hasta entonces, ella no tuvo conciencia de que aquélla iba a ser una noche radicalmente distinta a todas las veladas que había pasado anteriormente con jóvenes de clase alta. Hugh era más encantador que la mayoría y resultaba muy atractivo con su chaleco blanco y su corbata de seda, pero, con todo, no pasaba de ser un chico majo y nada más. Luego, en la pista de baile, ella empezó a pensar en lo estupendo que sería besarle. El deseo cobró intensidad cuando, al pasear por los jardines, vio a todas aquellas parejas acarameladas. Las vacilaciones de Hugh habían sido de lo más seductor. Otros hombres consideraban la cena y la charla de sobremesa como un aburrido preliminar, antes de llegar al asunto importante de la noche, y a duras penas tenían paciencia para esperar a pillarla en un lugar oscuro y lanzarse a la calentura del magreo, pero Hugh se había mostrado muy tímido.
En otros aspectos, sin embargo, era todo lo contrario. En el curso de la algarada se manifestó temerario. Cuando recibió aquel empujón que lo arrojó al suelo, de lo único que se preocupó fue de asegurarse de que a ella no le sucediese lo mismo. Hugh era un chico mucho más estupendo que el joven ciudadano medio.
Y en cuanto ella le hizo comprender que estaba deseando que la besara, su beso fue infinitamente más delicioso y distinto que cualquiera de los que Maisie había recibido hasta entonces. Sin embargo, Hugh carecía de habilidad y experiencia. Por el contrario, era ingenuo e inseguro. Entonces, ¿por qué le resultaba a ella tan agradable? ¿Y por qué la dominó aquel súbito anhelo de sentir las manos de Hugh sobre sus pechos?
No es que la atormentaran aquellas cuestiones, sólo la intrigaban. Se sentía contenta, paseando por Londres en la oscuridad, acompañada de Hugh. De vez en cuando notaba la acuosa humedad de unas gotas de lluvia, pero la amenaza de chaparrón serio no se materializó. Empezó a pensar que sería bonito que Hugh la volviera a besar en seguida.
Llegaron a Kensington Gore y torcieron a la derecha, en paralelo al costado sur del parque, camino del centro de la ciudad, donde Maisie vivía. Hugh se detuvo frente a una enorme mansión cuya fachada iluminaban dos lámparas de gas. Pasó los brazos alrededor de los hombros de Maisie.
—Ésa es la casa de mi tía -dijo-. Ahí es donde vivo.
La muchacha le rodeó la cintura con un brazo y contempló el edificio, al tiempo que se preguntaba cómo sería vivir en una mansión tan enorme. Le costaba trabajo imaginar qué podría hacer una con tantas habitaciones. Después de todo, si una tiene un sitio donde dormir, otro en el que guisar y, acaso, el lujo de un cuarto para entretener a los posibles invitados, ¿qué otra cosa necesita? Resultaba absurdo disponer de dos cocinas o dos salas de estar: sólo se podía estar en una de ellas al mismo tiempo. Se recordó que Hugh y ella vivían en diferentes islas de la sociedad, separadas por un océano de dinero y privilegios.
—Yo nací en una chabola que no tenía más que una habitación -dijo Maisie. -¿En el noreste?
—No, en Rusia.
—¿De verdad? Maisie Robinson no suena a nombre ruso.
—Al nacer me llamaba Miriam Rabinowicz. Nos cambiamos el nombre al venir aquí.
—Miriam -silabeó Hugh en voz baja-. Me gusta.
La atrajo hacia sí y la besó. Se evaporó entonces la ansiedad de Maisie, que cedió a la sensación. Hugh ya se mostraba menos vacilante: sabía lo que le gustaba. Maisie bebió sus besos con sedienta avidez, como se bebe un vaso de agua fresca en un día caluroso. Confió en que se atreviera a acariciarle de nuevo los senos.
El muchacho no la decepcionó. Al cabo de unos segundos, Maisie notó la mano de Hugh sobre el pecho izquierdo. Casi inmediatamente, su pezón se puso erecto y las yemas de los dedos de Hugh lo tocaron a través de la seda del vestido. A la joven le avergonzó un poco el que su propio deseo fuera tan obvio, pero eso todavía inflamó más a Hugh.
Al cabo de un momento, ella ansió sentir el tacto del cuerpo del chico. Introdujo las manos por debajo de su chaqueta y las deslizó espalda abajo; notó el calor de la piel a través de la tela de algodón de la camisa. Pensó que se estaba comportando como lo haría un hombre. Le hubiera gustado saber si a él le importaba. Pero estaba disfrutando demasiado para interrumpirse.