La poseía un pavor insoportable, el mismo que la dominó cuando su nene adelgazaba y adelgazaba de día en día, sin que los médicos supieran el motivo.
Edward se sentó y emitió un gemido. -¡Di algo! -suplicó Augusta.
—No me llames Teddy -obedeció Edward.
El terror de Augusta disminuyó un poco. El chico estaba consciente y podía hablar. Pero su voz era débil y la nariz parecía deformada.
—¿Qué ha pasado? -quiso saber Augusta.
—¡Sorprendí a Hugh con su puta y se volvió loco! -exclamó Edward.
La mujer hizo un esfuerzo para dominar el miedo y la furia, alargó la mano y tocó suavemente la nariz de Edward. El muchacho lanzó un sonoro lamento, pero permitió que la palpase con delicadeza. «No hay nada roto» -pensó la mujer-, «sólo está hinchada.»
—¿Qué demonios ocurre? -oyó Augusta que decía su marido.
—Hugh atacó a Edward -explicó.
—¿Está bien el chico?
—Creo que si.
Joseph se volvió hacia Hugh.
—Maldición, señor, ¿qué pretendes con eso?
—Es de imbéciles preguntar una tontería así -replicó Hugh desafiante.
«Eso está bien, Hugh, empeórate las cosas» -pensó Augusta-. «Hagas lo que hagas, no pidas disculpas. Mi deseo es que tu tío siga estando furioso contigo.»
Sin embargo, la atención de Joseph se dividía entre los jóvenes y la mujer, de forma que sus ojos no cesaban de volver al magnífico cuerpo desnudo. Augusta sintió la punzada de los celos.
Eso la calmó un poco. Edward no había sufrido tanto daño. Augusta empezó a pensar aceleradamente. ¿Cómo podía explotar la situación para sacarle el máximo partido? Hugh era ahora absolutamente vulnerable: podía hacerle lo que quisiera. Recordó de inmediato la conversación mantenida con Micky Miranda. Había que silenciar a Hugh, porque sabía demasiado acerca de la muerte de Peter Middleton. Era el momento de descargar el golpe.
Primero tenía que apartarlo de la chica.
Habían aparecido algunos sirvientes en ropa de dormir y se mantenían en el umbral que llevaba a la escalera posterior, dedicados a contemplar, llenos de pasmo, pero también sumidos en la fascinación que les producía la escena del rellano. Augusta vio a su mayordomo, Hastead, cubierto con el batín amarillo que Joseph desechó años atrás, y a Williams, un lacayo, con un camisón a rayas.
—Hastead y Williams, ¿quieren hacer el favor de ayudar al señor Edward a ir a la cama?.
Los dos hombres se precipitaron hacia adelante y pusieron en pie a Teddy.
Augusta se dirigió seguidamente al ama de llaves.
—Señora Merton, cubra a esta joven con una sábana o cualquier otra cosa, acompáñela a mi habitación y encárguese de que se vista.
La señora Merton se quitó su propia bata y la echó sobre los hombros de la muchacha. Cubrió con la prenda la desnudez de Maisie, pero ésta permaneció inmóvil en su sitio.
—Hugh, ve corriendo a casa del doctor Humboldt, que está en la calle de la Iglesia: será mejor que el médico eche un vistazo a la nariz de Edward.
—No pienso dejar a Maisie -dijo Hugh.
—Puesto que eres tú quien ha ocasionado el daño -manifestó Augusta en tono agudo-, ¡lo menos que puedes hacer es ir a avisar al médico!
—No me pasará nada, Hugh -intervino Maisie-. Ve a buscar al doctor. Estaré aquí cuando vuelvas.
Pero Hugh continuó inmóvil.
—Por aquí, tenga la bondad -la señora Merton indicó la escalera de atrás.
—Oh, creo que iremos por la escalera principal -dijo Maisie.
Luego, con el paso majestuoso de una reina, recorrió el rellano y empezó a bajar por la escalera. La señora Merton la siguió.
—¿Hugh? -dijo Augusta.
Aún se resistía a obedecer, Augusta lo comprendió claramente, pero, por otra parte, a Hugh tampoco se le ocurría ninguna razón para negarse. Al cabo de un momento, accedió:
—Me pondré las botas.
Augusta disimuló su alivio. Los había separado. Ahora, si la suerte la acompañaba un poco más, sellaría el destino de Hugh. Se volvió hacia Joseph.
—Vamos. Bajemos a tu cuarto y tratemos este asunto. Descendieron por la escalera y entraron en el dormitorio del hombre. Nada más cerrarse la puerta, Joseph la tomó en sus brazos y la besó. Augusta comprendió que deseaba hacer el amor.
Eso no era normal. Hacían el amor una o dos veces a la semana, pero siempre era ella la que tomaba la iniciativa: entraba en la alcoba de él y se le metía en la cama. Lo consideraba parte de sus deberes de esposa, pero como prefería llevar ella las riendas, le desanimaba, le quitaba las ganas de entrar en el dormitorio de Augusta. De recién casados, refrenarle había sido mucho más arduo. Joseph insistía en tomarla cada vez que la deseaba, y durante una temporada, ella no tuvo más remedio que permitirle actuar a su modo; pero al final, Joseph acabó dando el rodeo preciso para plegarse al criterio de Augusta. Después, a lo largo de cierto tiempo, no cesó de incordiarla con sugerencias indecorosas, como que debían hacer el amor con la luz encendida, que ella debía ponerse encima e incluso que debía hacerle con la boca cosas que el pudor impide expresar. Pero Augusta resistió con firmeza, y hacía tiempo ya que Joseph había renunciado a poner de manifiesto tales ideas.
Ahora, sin embargo, estaba quebrantando la norma.
Augusta sabía por qué. Joseph se había puesto al rojo vivo ante la visión del cuerpo desnudo de Maisie, de aquellos jóvenes y firmes senos y de la cascada de su cabellera rubia. Ese pensamiento le dejó mal sabor de boca y rechazó a su esposo.
Joseph pareció resentido. Augusta deseaba que se indignase con Hugh, no con ella, así que le tocó el brazo en gesto conciliatorio.
—Luego -dijo-. Más tarde iremos a eso. Joseph se avino.
—Hay sangre mala en Hugh -dijo el hombre-. Le viene de mi hermano.
—Después de esto, no puede seguir viviendo aquí -manifestó Augusta en un tono que no dejaba lugar a la discusión.
Joseph tampoco estaba dispuesto a discutir sobre ese punto.
—No, ciertamente.
—Tienes que despedirlo del banco -continuó Augusta. Joseph pareció tercamente molesto.
—Te agradecería que no formulases ningún aviso respecto a lo que debe hacerse en el banco.
—Joseph, te ha insultado al traer a esta casa a una desgraciada -recordó, utilizando un eufemismo de prostituta.
Joseph fue a sentarse ante el escritorio.
—Sé perfectamente lo que ha hecho. Simplemente te pido que mantengas separado lo que sucede en esta casa de lo que ocurre en el banco.
Augusta decidió emprender una momentánea retirada.
—Muy bien. Estoy segura de que sabes mejor que nadie lo que procede hacer.
Joseph siempre se deshinchaba cuando Augusta cedía inesperadamente en algo.
—Supongo que lo mejor que puedo hacer es despacharlo del banco -dijo al cabo de un momento-. Imagino que volverá a Folkestone, con su madre.
Augusta no estaba muy segura de ello. Aún no había trazado su estrategia; estaba reflexionando a toda prisa.
—¿En qué trabajaría?
—No lo sé.
Augusta se dio cuenta de que había cometido un error.
Hugh sería aún más peligroso si estuviese desempleado, resentido y dando vueltas por ahí sin nada que hacer. David Middleton todavía no se había puesto en contacto con él -posiblemente Middleton desconocía todavía que Hugh estaba en la alberca aquel día fatídico-, pero tarde o temprano se enteraría. Augusta empezó a ponerse nerviosa, arrepentida de no haber meditado un poco, antes de insistir en que había que despachar a Hugh. Se enfadó consigo misma.
¿Podría lograr que Joseph cambiase de idea otra vez? No le quedaba más remedio que intentarlo.
—Tal vez estemos siendo demasiado duros con él -dijo.
Joseph enarcó las cejas, sorprendido por aquella repentina muestra de clemencia.
—Bueno -prosiguió Augusta-, siempre estás diciendo que, como banquero, tiene un enorme potencial. Quizá despedirlo no sea inteligente.
Joseph empezó a enfadarse.
—¡Ponte de acuerdo contigo misma respecto a lo que quieres, Augusta!
La mujer fue a sentarse en una sillita baja colocada junto al escritorio. Dejó que se le levantara la falda del camisón y estiró las piernas, unas piernas que seguían siendo bonitas. Al mirarlas, la expresión de Joseph se suavizó.
Mientras el hombre se distraía, Augusta se estrujó el cerebro. Tuvo una súbita inspiración.
—Envíale al extranjero -sugirió.
—¿Eh?
Cuanto más profundizaba en la idea, más le gustaba.
Hugh quedaría lejos del alcance de David Middleton, pero dentro de la esfera de la influencia de Augusta.
—A Extremo Oriente o América del Sur -continuó, añadiendo entusiasmo a la propuesta-. A algún sitio donde su mala conducta no se refleje en mi casa de un modo directo.
Se volatilizó la irritación de Joseph hacia ella.
—No es mala idea -dijo en tono meditativo-. Hay una vacante en Estados Unidos. El muchacho que dirige nuestra oficina de Boston necesita un ayudante.
«América sería perfecto», pensó Augusta. Se sintió muy complacida de su propia brillantez mental.
Sin embargo, en aquel momento lo único que hacía Joseph era juguetear con la propuesta. Augusta quería que se comprometiese.
—Haz que Hugh se vaya lo antes posible -apremió-. No le quiero en esta casa ni un día más.
—Puede encargar su pasaje por la mañana -manifestó Joseph-. Después ya no habrá razón alguna para que permanezca en Londres. Puede ir a Folkestone a despedirse de su madre y quedarse allí hasta que zarpe el barco.
«Y no verá a David Middleton en varios años», pensó Augusta con satisfacción.
—¡Espléndido! -articuló-. Todo arreglado, pues. ¿Quedaba algún otro obstáculo? Recordó a Maisie. ¿Le importaría mucho a Hugh? Augusta lo dudaba, pero todo era posible. Quizá se negara a separarse de ella. Era un cabo suelto, y eso siempre preocupaba a Augusta. No podía llevarse a una ramera consigo a Boston pero, por otra parte, cabía la posibilidad de que el muchacho se negara a marcharse de Londres sin ella. Augusta se preguntó si podría arrancar de raíz aquel noviazgo, simplemente corno precaución.
Se puso en pie y se dirigió a la puerta que comunicaba ambos dormitorios. Joseph pareció decepcionado. -Debemos desembarazarnos de esa chica -dijo Augusta.
—¿Qué puedo hacer?
La pregunta sorprendió a Augusta. No era propio de Joseph brindar ofertas de ayuda. La mujer pensó con acritud que lo que deseaba era echarle otro vistazo a la puta aquella. Meneó la cabeza.
—Ahora vuelvo. Métete en la cama.
—Muy bien -repuso él de mala gana.
Augusta entró en su alcoba y cerró la puerta tras de si. Maisie ya se había vestido. Llevaba otra vez el sombrero sujeto al pelo. La señora Merton acababa de doblar un vestido chillón de color azul verdoso, que introdujo en un bolso barato.
—Le he prestado un vestido mío, señora, ya que el de ella estaba empapado -explicó el ama de llaves.
Eso explicaba una pequeña duda que había estado molestando a Augusta. Pensaba que era improbable que Hugh hiciese algo tan ostentosamente estúpido como llevar una pelandusca a casa. Ahora comprendió cómo se habían desarrollado los acontecimientos. Les sorprendió el repentino chaparrón y Hugh llevó a la joven al interior de la casa para que se secara… y una cosa condujo a otra.
—¿Cómo te llamas? -preguntó a la muchacha.
—Maisie Robinson. Ya conozco su nombre.
Augusta tuvo consciencia de que odiaba a Maisie Robinson. No estaba segura del motivo: aquella chica no merecía la pena lo bastante como para justificar un sentimiento tan vehemente. La inquina tenía algo que ver con el aspecto y la actitud de la joven cuando estaba desnuda: tan sensual, tan orgullosa, tan independiente.
—Supongo que ahora quieres dinero -aventuró Augusta con desdén.
—¡Vaca hipócrita! -replicó Maisie-. No me venga a decir que se casó por amor con ese adefesio de marido que tiene.
Claro que no, y aquellas palabras dejaron a Augusta sin aliento. Había subestimado a aquella joven. Empezó mal y ahora tendría que salir del hoyo como pudiese. Comprendió que, en adelante, era cuestión de manejar a Maisie con cuidado. Se le había presentado una oportunidad providencial y no debía desaprovecharla.
Tragó saliva y se esforzó por parecer razonable. -¿Quieres sentarte un momento? -indicó una silla. Maisie puso cara de sorpresa, pero tras unos segundos de vacilación, tomó asiento.
Augusta se acomodó frente a ella.
Había que convencer a la chica de que no le quedaba más alternativa que renunciar a Hugh. Maisie se mostró despectiva cuando le insinuó lo del soborno, por lo que Augusta se sentía reacia a repetir la oferta: adivinó que el dinero no iba a dar resultado con aquella moza. y era evidente que Maisie tampoco pertenecía al tipo de las que se dejan avasallar.
Augusta tenía que hacerla creer que la separación sería lo más adecuado, tanto para Hugh como para Maisie. Y el asunto funcionaría mejor si la propia Maisie pensaba que era idea suya dejar a Hugh, lo que seguramente se conseguiría mejor si Augusta adoptaba la postura contraria. Sí, ésa era una muy buena idea…
—Si quieres casarte con él -dijo Augusta-, yo no pienso impedírtelo.
La muchacha pareció sorprenderse, y Augusta se congratuló de haberla pillado con la guardia baja.
—¿Qué le hace pensar que quiero casarme con él? -preguntó Maisie.
Augusta estuvo en un tris de soltar una carcajada. Tuvo ganas de decir: «El hecho de que eres una pequeña y calculadora aventurera», pero en cambio contestó:
—¿Qué chica no querría casarse con él? Es apuesto, bien parecido y procede de una gran familia. No tiene dinero, pero las perspectivas de su porvenir no pueden ser más prometedoras.
Maisie entornó los párpados y declaró:
—Parece que usted desea que me case con él. Precisamente ésa era la impresión que quería dar Augusta, pero había que actuar con sutileza. Maisie era recelosa y parecía demasiado inteligente para que la embaucasen con facilidad.
—No nos engañemos, Maisie -dijo-. Perdóname por expresarlo así, pero ninguna mujer de mi clase desearía que un hombre de su familia desposara a una mujer tan inferior socialmente con respecto a él.
Maisie no manifestó resentimiento alguno. -Puede desearlo, si le odia lo suficiente. Alentada, Augusta continuó con su estrategia.
—Pero yo no odio a Hugh -negó-. ¿De dónde has sacado esa idea?