Era el único que quedaba, aparte de Albert Cammel, residente en la colonia de El Cabo. Los demás habían muerto: Peter Middleton, asesinado aquel día; Tonio, víctima de la bala que le disparó Micky dos navidades atrás; el propio Micky, ahogado dentro de un baúl de transatlántico; y ahora Edward, fallecido a causa de una sífilis y enterrado en un cementerio de Francia. Era como si aquel día de 1866 hubiese surgido de las profundidades del agua algo fatídico, algo que entró en sus vidas y puso en ellas todas las oscuras pasiones que las destrozaron: el odio y la codicia, el egoísmo y la crueldad. Algo que fomentó en ellos el engaño, la bancarrota, la enfermedad y el asesinato. Pero todo había terminado ya. Las deudas estaban saldadas. Si había algún espíritu maligno, se encontraba de regreso en el fondo del estanque. Y Hugh había sobrevivido.
Se levantó. Era hora de volver junto a su familia. Echó a andar y al cabo de unos pasos volvió la cabeza para lanzar una última mirada.
Las ondas originadas por la piedra habían desaparecido, y la superficie del agua aparecía límpidamente serena.