En ese momento empezó a llover.
Y no lo hizo poco a poco, sino de sopetón. El relampagueo de un rayo, el chasquido estruendoso de un trueno y, al instante, el aguacero. Para cuando interrumpieron el beso ya tenían el rostro empapado.
Hugh cogió la mano de Maisie y tiró de ella. -¡Refugiémonos en la casa! -sugirió.
Atravesaron la calzada a todo correr. Hugh la condujo por la escalera que llevaba al sótano, tras dejar a su espalda un letrero que decía: «Entrada de proveedores». Cuando llegaron al umbral de la puerta estaban calados hasta los huesos. Hugh abrió la puerta. Se llevó un dedo a los labios, indicando silencio, y la hizo entrar.
La muchacha dudó una fracción de segundo, mientras se preguntaba si debía o no inquirir qué pretendía Hugh exactamente; pero la idea se esfumó de su mente y franqueó el umbral.
Cruzaron de puntillas una cocina del tamaño de una iglesia pequeña y llegaron al pie de una escalera. Hugh aplicó los labios al oído de Maisie e informó:
—Habrá toallas limpias arriba. Subiremos por la escalera posterior.
Le siguió escaleras arriba. Al final de tres largos tramos, atravesaron el hueco de otra puerta y salieron a un rellano. Hugh asomó la cabeza por el umbral de un dormitorio en el que la luz nocturna permanecía encendida. Luego dijo en un tono de voz normal:
—Edward aún no se ha acostado. En esta planta no hay nadie. Las habitaciones de mi tío y de mi tía están en el piso de abajo y las de los sirvientes en el de arriba. Vamos.
La condujo a su alcoba y procedió a encender la lámpara de gas.
—Traeré toallas -dijo Hugh, y volvió a salir.
Maisie se quitó el sombrero y miró en torno. El cuarto era sorprendentemente reducido y estaba amueblado con sencillez: una cama individual, un tocador, un armario más bien barato y un pequeño escritorio. Se había esperado algo más lujoso… pero Hugh era el pariente pobre, y su habitación lo reflejaba.
Miró con interés sus cosas. Tenía un par de cepillos del pelo con mango y dorso de plata en los que estaban grabadas las iniciales T. P.: otra reliquia de su padre. Leía un libro titulado Manual del buen ejercicio comercial. Encima del escritorio descansaba la fotografía enmarcada de una mujer y una niña de alrededor de seis años. Maisie abrió el cajón de la mesita de noche. Había una Biblia y, debajo de ella, otro libro. Apartó la Biblia y leyó el título del volumen escondido: La duquesa de Sodoma. Comprendió que estaba fisgoneando sin ningún derecho. Al sentirse culpable, cerró rápidamente el cajón.
Se presentó Hugh con un montón de toallas. Maisie tomó una. Tenía el calor de un armario bien ventilado y hundió su húmeda cara en la tela, agradecida. Así era la vida del rico, pensó; montones de cálidas toallas cada vez que se necesitan. Se secó los brazos y el pecho.
—¿Quienes son las personas de la fotografía? -preguntó.
—Mi madre y mi hermana. Mi hermana nació después de la muerte de mi padre.
—¿Cómo se llama?
—Dorothy. Yo la llamo Dotty. La quiero mucho.
—¿Dónde viven?
—En Folkestone, a la orilla del mar.
Maisie se preguntó si las conocería personalmente alguna vez.
Hugh acercó la silla del escritorio y la hizo sentar. Se arrodilló delante de ella, le quitó los zapatos y procedió a secarle los pies con una toalla limpia. Maisie cerró los ojos: era una delicia el tacto de aquella suave y cálida toalla en la planta de los pies.
Tenía el vestido empapado y se estremeció. Hugh se quitó la chaqueta y las botas. Maisie comprendió que no podría secarse del todo si no se quitaba el vestido. La ropa que llevaba debajo era absolutamente decorosa. No vestía pantalones femeninos -sólo las mujeres ricas podían permitírselos-, pero sí camisa y enaguas largas. Impulsivamente, se levantó, se puso de espaldas a Hugh y solicitó:
—¿Quieres desabrochármelo?
Notó el temblor de las manos mientras los dedos forcejeaban con los corchetes que abrochaban el vestido. También ella estaba nerviosa, pero no podía echarse atrás. Cuando Hugh acabó, le dio las gracias y se desprendió del vestido.
Se volvió de cara a él.
Su expresión era una mezcla de incomodidad y deseo.
Permaneció allí quieto, como Alí Babá contemplando el tesoro de los ladrones. Maisie había pensado que simplemente se enjugaría con una toalla y, más tarde, cuando estuviese seco, se pondría de nuevo el vestido, pero en aquel momento comprendió que las cosas no iban a desarrollarse así. y se alegró.
Colocó ambas manos en las mejillas de Hugh, le bajó la cara y le besó. En esa ocasión, Maisie abrió la boca, con la esperanza de que él hiciera lo propio, pero no lo hizo. La muchacha comprendió que nunca había besado de aquella forma. Hundió la punta de la lengua entre los labios de Hugh. Se dio cuenta de que eso le desconcertó, aunque también le excitaba. Transcurridos unos segundos, Hugh abrió la boca una fracción de centímetro y respondió tímidamente con la lengua. Su respiración empezó a acelerarse.
Al cabo de un momento, Hugh interrumpió el beso, levantó las manos hacia el cuello de su camisa e intentó desabotonarla. Bregó torpe e infructuosamente durante un minuto y acabó por dar un tirón con ambas manos. Se rasgó la tela y los botones salieron volando. Las manos de Hugh se cerraron sobre sus pechos desnudos, y con los párpados cerrados, emitió un gemido. Maisie tuvo la sensación de que se fundía interiormente. Ella deseaba más, entonces y siempre.
—Maisie -murmuró Hugh. Ella le miró.
—Quiero…
Maisie sonrió.
—Y yo también.
Cuando salieron las palabras, la muchacha se preguntó de dónde procederían. Había hablado sin pensar. Pero no tenía ninguna duda. Ella le deseaba más de lo que nunca había deseado ninguna otra cosa.
Hugh le acarició el pelo.
—No lo he hecho nunca -confesó.
—Ni yo.
El muchacho la miró con sorpresa. -Pero, creí que… -se interrumpió.
Maisie sintió un espasmo de indignación, pero se dominó. Si Hugh la consideraba una libertina, la culpa la tenía ella misma.
—Acostémonos -sugirió.
Hugh dejó escapar un suspiro feliz. -¿Estás segura?
—¿Estoy segura? -repitió Maisie. Le resultaba difícil creer que acabase de pronunciar tales palabras. Nunca había conocido a un hombre que le formulara aquella pregunta. Jamás tenían en cuenta los sentimientos de ella. Cogió entre las suyas la mano de Hugh y la besó en la palma-. Antes no estaba segura, pero ahora si.
Maisie se tendió en la estrecha cama. El colchón era duro, pero las sábanas rezumaban frescor. Hugh se estiró a su lado.
—Y ahora, ¿qué? -preguntó.
Se acercaban a los límites de la experiencia de Maisie, pero la muchacha sabía cuál era el siguiente paso.
—Acaríciame -incitó. Él la tocó, indeciso, por encima de la tela. De súbito, Maisie se impacientó. Se quitó la enagua, pues no llevaba nada debajo, y oprimió la mano del muchacho contra el monte de Venus.
Hugh la acarició, la besó en el rostro, mientras la respiración se le entrecortaba. Maisie comprendió que debería tener miedo a quedar embarazada, pero no le era posible concentrarse en aquel peligro. Había perdido el control: el placer resultaba demasiado intenso para permitirle pensar. Aquello era ir mucho más lejos de lo que jamás había llegado con hombre alguno, pero al mismo tiempo conocía con exactitud lo que deseaba. Llevó los labios al oído de Hugh y murmuró:
—Mete el dedo. Hugh obedeció.
—Está húmedo -dijo extrañado.
—Eso te ayudará.
Los dedos del chico la exploraron con tiento.
—Parece muy pequeño.
—Deberás hacerlo con delicadeza -advirtió Maisie, aunque una parte de ella ansiaba que la tomase furiosamente.
—¿Vamos a hacerlo ahora?.
La impaciencia de Maisie volvió a estallar repentinamente.
—Sí, por favor, date prisa.
Notó que Hugh forcejeaba torpemente con los pantalones. Luego se colocó entre las piernas de Maisie. La joven estaba aterrada -le habían dicho que la primera vez dolía enormemente-, pero también consumida por el terrible anhelo de poseerlo.
Lo sintió entrar en ella. Un instante después, Hugh encontró resistencia. Empujó con cuidado, pero la lastimó.
—¡Alto! -pidió Maisie.
La miró, preocupado.
—Lo siento…
—Pasará. Bésame.
Bajó la cabeza y la besó en los labios, con suavidad al principio, apasionadamente luego. Maisie apoyó las manos en la cintura de Hugh, levantó las caderas un poco y le atrajo sobre ella. Sintió un dolor lo bastante agudo como para arrancarle un grito, y a continuación la tensión se le alivió considerablemente. Separó los labios, cortando el beso, y miró a Hugh.
—¿Te encuentras bien? -se interesó él.
Maisie movió la cabeza afirmativamente. -¿Hice ruido?
—Sí, pero no creo que nadie se haya enterado.
—Sigue, no te pares -animó la muchacha.
Hugh titubeó un momento.
—¿Esto es un sueño, Maisie? -susurró.
—Si lo es, ¡no nos despertemos todavía!
La muchacha se movió debajo de él, y con las manos en las caderas de Hugh, impulsó las subidas y descensos de su cuerpo. Él siguió las indicaciones de Maisie. Le recordaba el modo en que habían bailado pocas horas antes. Maisie se entregó a aquella sensación. Hugh empezó a jadear.
A cierta distancia, por encima del rumor de sus alteradas respiraciones, Maisie oyó una puerta que se abría.
Pero estaba tan absorta en el cuerpo de Hugh y en el placer que le producía que aquel ruido no la alarmó.
De pronto, una voz áspera hizo añicos el encanto, como una piedra que destrozase el cristal de una ventana.
—Vaya, vaya, Hugh… pero ¿qué es esto?
Maisie se quedó petrificada.
Hugh exhaló un gemido desesperado y notó que el semen salía disparado y caliente dentro de Maisie.
La muchacha quiso estallar en lágrimas. Sonó de nuevo la voz burlona:
—Qué crees que es esta casa… ¿un burdel?
—Sal de mí… Hugh -susurró Maisie.
Él se retiró y bajó de la cama. Vio a su primo Edward de pie en el umbral. Fumaba un cigarro y los miraba con toda su atención. Hugh se apresuró a cubrir a Maisie con una toalla grande. La joven se incorporó y, sentada en el lecho, se tapó hasta el cuello.
Edward esbozó una sonrisa desagradable.
—Bueno, si ya has acabado, ahora puedo darle yo un tiento.
Hugh se ciñó una toalla alrededor de la cintura. Dominó su cólera con visible esfuerzo.
—Estás borracho, Edward… -observó-. Ve a tu cuarto antes de que se te ocurra decir algo completamente imperdonable.
Edward hizo caso omiso de la advertencia y se acercó a la cama.
—¡Anda, pero si es la chavala de Greenbourne! Pero no se lo contaré, siempre y cuando seas amable conmigo.
Maisie se dio cuenta de que estaba muy excitado, y un escalofrío de repugnancia recorrió su cuerpo. Sabía que a algunos hombres les enardecía una mujer con la que otro acabara de acostarse -April le había dicho el término que empleaban para aludir a una mujer en esas condiciones: «bollo con mantequilla»-, y comprendió instintivamente que Edward pertenecía a aquella clase de individuos.
Hugh estaba furioso.
—¡Lárgate de aquí, maldito estúpido! -conminó.
—Tienes que tener espíritu deportivo -insistió Edward-.
Al fin y al cabo, no es más que una condenada ramera.
Al tiempo que acababa de decir eso, alargó la mano y tiró de la toalla que cubría a Maisie.
La muchacha saltó al otro lado de la cama, tapándose con las manos; pero tampoco tenía necesidad de ello. Hugh cubrió en dos zancadas el espacio de la reducida habitación que le separaba de Edward y estrelló su puño violentamente contra la nariz de su primo. Brotó la sangre y Edward lanzó un gruñido de angustia.
Edward quedó desarbolado instantáneamente, pero la cólera seguía imponiendo su ley en el ánimo de Hugh, que repitió el golpe.
Edward chilló de dolor y de miedo, mientras retrocedía trastabillando hacia la puerta. Hugh le siguió, sin dejar de lanzarle puñetazos a la cabeza y a la espalda. Edward empezó a gritar:
—¡Déjame ya, basta, por favor! Cayó a través de la puerta.
Maisie salió del cuarto detrás de ellos. Edward estaba tendido en el suelo y Hugh, sentado encima de él, continuaba golpeándole.
—¡Basta ya, Hugh! -advirtió Maisie-. ¡Lo vas a matar! Trató de inmovilizarle los brazos, pero Hugh estaba tan furibundo que era muy difícil detenerle.
Un momento después, por el rabillo del ojo, Maisie captó cierto movimiento. Levantó la cabeza y vio en lo alto de la escalera a Augusta, la tía de Hugh, con un salto de cama negro, que la miraba fijamente. A la titubeante claridad de la lámpara de gas, la mujer parecía un mórbido fantasma.
En los ojos de Augusta había una expresión extraña. De entrada, Maisie no logró descifrarla; luego, al cabo de un momento, comprendió de qué se trataba y eso la aterró.
Era una expresión de triunfo.
En cuanto vio a la muchacha desnuda, Augusta tuvo plena consciencia de que aquélla era su oportunidad de desembarazarse de Hugh de una vez por todas.
Reconoció a Maisie de inmediato. Era la mujerzuela que la había insultado en el parque, la que llamaban
la Leona
. Ya entonces le cruzó por la cabeza la idea de que era posible que aquella pequeña lagartona pusiera algún día a Hugh en un brete muy serio: había algo arrogante e inflexible en el modo en que erguía la cabeza y en el brillo que irradiaban sus pupilas. Incluso en aquel momento, cuando debía mostrarse mortificada por la vergüenza, de pie allí, en cueros vivos, la joven devolvía la mirada fríamente a Augusta. Poseía un cuerpo magnífico, menudo. pero estupendamente formado, con turgentes senos blancos y una exuberancia de vello áureo en la entrepierna. Su porte era tan altivo que Augusta casi se vio obligada a sentirse como una intrusa. Pero aquella moza sería la perdición de Hugh.
Empezaban a formarse en el cerebro de Augusta las líneas maestras de su plan cuando, súbitamente, vio a Edward tendido en el suelo, con el rostro cubierto de sangre.
Todos sus antiguos temores reaparecieron impetuosamente y Augusta retrocedió veintitrés años atrás, cuando Edward, de niño, estuvo a punto de morir. La inundó un pánico ciego.
—¡Teddy! -gritó-. ¿Qué ha pasado, Teddy? -Cayó de rodillas junto a su hijo y chilló de nuevo-: ¡Háblame, dime algo!