Una fortuna peligrosa (28 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
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Hasta entonces, la crisis apenas había tenido impacto en Londres. El tipo de interés bancario había subido un punto, hasta el cuatro por ciento, y un pequeño banco londinense con estrechos vínculos estadounidenses se había ido a pique, pero no cundió el pánico. A pesar de todo, el viejo Seth insistía en que les aguardaban dificultades en el futuro. Estaba ya muy débil. Se había trasladado a la casa de Augusta y se pasaba en la cama la mayor parte de los días. Pero se negaba a dimitir hasta que la nave de los Pilaster hubiese superado los contratiempos y peligros de aquella tempestad.

Hugh empezó a doblar sus prendas. El banco le había pagado dos trajes nuevos: el muchacho suponía que su madre había convencido al abuelo para que autorizase aquella compra. El viejo Seth era bastante tacaño con el resto de los Pilaster, pero tenía cierta debilidad por la madre de Hugh; lo cierto era que durante todos aquellos años la mujer se había mantenido gracias a la pequeña pensión que Seth le pasaba.

La madre insistió también en que Hugh dispusiera de unas cuantas semanas antes de emprender la travesía, al objeto de preparar bien sus cosas y despedirse adecuadamente. Desde que Hugh entró a trabajar en el banco, apenas le había visto -el sueldo del muchacho no le permitía adquirir con frecuencia un billete de tren y acercarse a Folkestone-, y la mujer deseaba pasar algún tiempo con su hijo, antes de que abandonara el país. Estuvieron la mayor parte de agosto allí, a la orilla del mar, mientras Augusta y su familia pasaban las vacaciones en Escocia. Ahora, las vacaciones habían concluido, era hora de marchar y Hugh se disponía a decir adiós a su madre.

Pensaba en ello cuando la mujer entró en la habitación. Hacía ocho años que era viuda, pero aún llevaba luto. No parecía tener el menor deseo de casarse de nuevo, aunque fácilmente hubiera encontrado otro esposo: aún era guapa, con sus serenos ojos azules y su hermosa mata de pelo rubio.

Hugh sabía que la mujer estaba muy triste, ya que no iba a verle en largos años. Pero en ningún momento habló de su tristeza: más bien compartía con Hugh la emoción y la inquietud que representaba el reto de establecerse en un país nuevo.

—Casi es hora de acostarse, Dorothy -dijo-. Ve a ponerte el camisón.

En cuanto la niña salió del cuarto, la madre procedió a volver a doblar las camisas de Hugh.

El joven deseaba hablarle de Maisie, pero la timidez le cortaba. Sabía que su madre había recibido una carta de Augusta. También pudo haber recibido noticias a través de otros miembros de la familia o incluso podía haberse entrevistado con alguno de ellos durante uno u otro de los escasos viajes de compras que hacía a Londres. La versión que pudieron haberle contado tal vez distase mucho de la verídica.

—Madre… -dijo al cabo de un momento.

—¿Qué, cariño?

—Lo que dice tía Augusta no siempre es completamente cierto.

—No hace falta que seas tan cortés -repuso la madre con una amarga sonrisa-. Augusta lleva años contando mentira tras mentira acerca de tu padre.

A Hugh le sobresaltó tanta franqueza.

—¿Crees que fue ella quien les dijo a los padres de Florence Stalworthy que yo jugaba?

—Tengo la absoluta certeza, por desgracia.

—¿Por qué será así esa mujer?

La madre dejó la camisa que estaba doblando y reflexionó durante unos segundos.

—Augusta era una muchacha preciosa -explicó-. Su familia asistía al culto de la Kensington Methodist Hall, que fue donde los conocimos. Entonces no era más que una chiquilla terca y malcriada. Sus padres no tenían nada especial: el padre, dependiente de comercio, se estableció por su cuenta, y acabó con tres pequeñas tiendas de comestibles en los barrios occidentales de Londres. Pero saltaba a la vista que ella estaba destinada a posiciones más altas.

La mujer se acercó a la ventana y miró hacia el lluvioso exterior, pero no veía el canal de la Mancha, agitado por la tempestad, sino el pasado.

—Tenía diecisiete años cuando el conde de Strang se enamoró de ella. Era un joven encantador: atractivo, bondadoso, de alta cuna y rico. Naturalmente, los padres del chico se horrorizaron ante la posibilidad de que se casara con la hija de un tendero. Sin embargo, Augusta era preciosa, e incluso entonces, a pesar de su juventud, tenía un aire lleno de dignidad que podía encumbrarla a las esferas sociales más elevadas.

—¿Se prometieron? -preguntó Hugh.

—Formalmente, no. Pero todo el mundo daba por descontado que el compromiso era inevitable. Entonces estalló un terrible escándalo. Acusaron al padre de Augusta de engañar sistemáticamente, dando de menos en el peso. Un empleado al que había despedido le denunció al Ministerio de Comercio. Se dijo que incluso estafaba a la iglesia que le compraba el té para los grupos de estudio de la Biblia que se reunían los martes. Surgió la posibilidad de que tuviera que ir a la cárcel. El hombre lo negó todo con vehemencia, y al final el asunto quedó en agua de borrajas. Pero Strang dejó a Augusta.

—Debió de quedarse con el corazón destrozado.

—No -dijo la madre-. De corazón destrozado, nada. Se puso furiosa de rabia. Durante toda su vida había sabido cómo salirse con la suya. Deseaba a Strang más de lo que nunca deseó nada… y no podía conseguirlo.

—Y se casó con tío Joseph por despecho, como se suele decir.

—Yo diría que se casó con él en un arrebato de furia. Tío Joseph era siete años mayor que ella, lo que es mucho tiempo cuando se tienen diecisiete años; y el aspecto físico de tío Joseph no era mucho mejor que ahora; pero sí era muy rico, incluso más rico que Strang. Hay que reconocer, en favor de Augusta, que siempre se esforzó al máximo para ser una buena esposa. Pero tío Joseph nunca será Strang, y ésa es una espina que sigue enojando a Augusta.

—¿Qué pasó con Strang?

—Se casó con una condesa francesa y murió en un accidente de caza.

—Casi lo siento por Augusta.

—Tenga lo que tenga, siempre ansía más: más dinero, un empleo más importante para su marido, una posición social más alta para ella. El motivo por el que es tan ambiciosa -para sí, para Joseph y para Edward- consiste en que aún suspira por lo que Strang hubiera podido darle: el título, la casa solariega, la vida de ocio ilimitado, riqueza sin tener que trabajar. Pero en realidad no era eso lo que Strang le ofrecía. Lo que le ofrecía era amor. Eso fue lo que Augusta perdió verdaderamente. Y nada pudo compensar nunca esa pérdida.

Era la primera vez que Hugh mantenía con su madre una conversación tan íntima. Se sintió alentado a abrirle su corazón.

—Madre -empezó-, respecto a Maisie… la mujer pareció confusa.

—¿Maisie?

—La joven… por la que se ha armado todo este jaleo. Maisie Robinson.

Se aclaró la expresión de la mujer.

—Augusta no me dijo su nombre.

Hugh titubeó, antes de declarar de golpe: -No es ninguna mujer «desgraciada».

La madre se sintió violenta: los hombres nunca hablaban a sus madres de cosas como la prostitución.

—Comprendo -dijo, y apartó la vista. Hugh prosiguió:

—Es una chica pobre, lo cual no deja de ser digno. Y judía. -Miró la cara de su madre y observó que la mujer estaba sorprendida, pero no horrorizada-. Eso es todo lo malo que tiene, nada más. Desde luego… -se interrumpió.

La madre se le quedó mirando.

—Sigue.

—La verdad es que era doncella.

La mujer se puso colorada.

—Lamento hablar de estas cosas, madre -se excusó Hugh-.

Pero es que no quiero que de esta historia conozcas sólo la versión de tía Augusta.

La madre tragó saliva.

—¿La quieres mucho, Hugh?

—Más bien sí.

—Hugh se dio cuenta de que las lágrimas fluían a sus ojos-. No comprendo por qué ha desaparecido. No tengo idea de adónde puede haberse marchado. No llegué a conocer su dirección. Pregunté en los establos de alquiler para los que trabajaba y en los Salones Argyll, donde la conocí. Solly Greenbourne también le tenía mucho afecto y está tan desconcertado como yo. Tonio Silva conocía a April, la amiga de Maisie, pero Tonio ha regresado a América del Sur y no he logrado dar con April.

—¡Qué misterioso!

—Estoy seguro de que, de una forma u otra, tía Augusta arregló todo esto.

—Tampoco yo tengo la menor duda. No imagino cómo lo puede haber hecho, pero es espantosamente retorcida. No obstante, debes mirar al futuro, Hugh. Bastan representa una gran oportunidad para ti. Tienes que trabajar duro y a conciencia.

—Es una chica verdaderamente extraordinaria, madre. Su madre no le creía, Hugh lo adivinaba.

—Pero la olvidarás.

—Me pregunto si algún día conseguiré olvidarla. La madre le dio un beso en la frente.

—La olvidarás. Te lo prometo.

2

Sólo había una estampa en la buhardilla que Maisie compartía con April. Se trataba del llamativo cartel de un circo en el que aparecía Maisie, con un ceñido conjunto de lentejuelas, de pie sobre el lomo de un caballo al galope. Debajo, en letras rojas, las palabras «Maisie la maravillosa». La imagen no respondía demasiado a la realidad de la vida, porque el circo no tenía caballos blancos y las piernas de Maisie jamás fueron tan largas. A pesar de ello, la muchacha adoraba el cartel. Era su único recuerdo de aquella época.

Aparte de eso, la habitación sólo contenía una cama estrecha, un lavabo, una silla y un taburete de tres patas. La ropa de las muchachas colgaba de unos clavos hundidos en la pared. La suciedad de las ventanas sustituía a las cortinas. Intentaban mantener limpio el lugar, pero era imposible. De la chimenea caía hollín, los ratones entraban y salían por las grietas del entarimado del piso y el polvo y los insectos se filtraban a través de las rendijas existentes entre el marco de la ventana y los ladrillos del muro. Llovía y el agua goteaba desde el alféizar de la ventana y desde la grieta abierta en el techo.

Maisie estaba vistiéndose. Era Rosh Hashabah, cuando se abría el Libro de la Vida, y en aquella época del año siempre se preguntaba qué se escribía para ella. Lo cierto es que no rezaba nunca, pero casi esperaba, de un modo algo solemne, que en su página del libro algo bueno le estuviera pasando.

April había ido a la cocina a preparar el té, pero volvía en aquel momento. Irrumpió en la habitación, con un periódico en la mano.

—¡Eres tú, Maisie, eres tú! -exclamó.

—¿Qué?

—Sales en el Lloyd´s Weekly News. Escucha esto: «Señorita Maisie Robinson, antes Miriam Rabinowicz. Si la señorita Robinson se pone en contacto con los señores Goldman y Jay, abogados, en Gray's Inn, recibirá una noticia de sumo interés para ella». ¡Tienes que ser tú!

El corazón de Maisie aceleró sus latidos, pero el rostro de la muchacha adoptó un gesto severo y su voz rezumó frialdad:

—Es cosa de Hugh -dijo-. No iré.

April puso cara de decepción.

—Sin duda has heredado dinero de algún pariente del que hace mucho tiempo que no sabes nada.

—Puede que sea la reina de Mongolia, pero no me daré la caminata hasta la Gray's Inn por una posibilidad tan remota.

Se las arregló para que el tono de su voz sonara frívolo, pero le dolía el corazón. Pensaba en Hugh las veinticuatro horas del día, y se sentía muy desdichada. A duras penas conocía al joven, pero le era imposible olvidarlo.

No obstante, estaba decidida a intentarlo. Sabía que Hugh había andado buscándola. Que había ido noche tras noche a los Salones Argyll, que acosó a preguntas al propietario de los establos Sammles y que recorrió la mitad de las pensiones baratas de Londres. Luego, el rastreo cesó y Maisie supuso que Hugh había abandonado la búsqueda. Ahora, sin embargo, parecía que lo único que había hecho era cambiar de táctica, y que trataba de llegar a ella mediante anuncios en los periódicos. Resultaba penoso seguir dándole esquinazo cuando la buscaba con tanta insistencia, sobre todo teniendo en cuenta qué ella también anhelaba desesperadamente volver a verle. Pero había tomado su determinación. Le quería demasiado para destrozar su futuro.

Pasó los brazos por dentro del corsé.

—Échame una mano -pidió a April.

April empezó a tirar de las cintas para atar el corsé.

—Mi nombre nunca ha aparecido en los periódicos -comentó envidiosamente-. El tuyo ha salido ya dos veces, si cuentas el de
la Leona
como nombre.

—¿Y de qué me ha servido? Dios mío, estoy engordando. April ató las cintas y la ayudó a ponerse el vestido. Aquella noche iban a salir. April tenía un nuevo pretendiente, un hombre de mediana edad, editor de revista, con esposa y seis hijos en Clapham. Él y un amigo suyo iban a llevar a April y Maisie a un teatro de variedades.

Hasta entonces, pasearían por la calle Bond y mirarían los escaparates de las tiendas de modas. No comprarían nada. Para esconderse de Hugh, Maisie se había visto obligada a dejar de trabajar para Sammles -con gran disgusto por parte del hombre, ya que la muchacha había vendido cinco caballos y un poni-, y el dinero que había ahorrado desapareció rápidamente. Pero tenía que salir, hiciera el tiempo que hiciese: era demasiado deprimente quedarse en la habitación.

El vestido de Maisie le apretaba demasiado en los senos y dio un respingo cuando April le levantó los pechos. April le dirigió una curiosa mirada y preguntó:

—¿Te duelen los pezones?

—Si, me duelen… no se por que.

—Maisie -dijo April en tono preocupado-, ¿cuándo te vino la regla por última vez?

—Pues, nunca llevo la cuenta -Maisie meditó durante unos segundos, y un escalofrío la recorrió. Exclamó-: ¡Oh, santo Dios!

—¿Cuándo?

—Creo que fue antes de las carreras de Goodwood. ¿Crees que estoy embarazada?

—Ha aumentado tu cintura, te duelen los pezones y hace dos meses que no tienes la regla… sí, estás embarazada -declaró April en tono irritado-. No puedo creer que hayas sido tan estúpida. ¿Quién fue?

—Hugh, naturalmente. Pero sólo lo hicimos una vez. ¿Cómo puede una quedarse embarazada por un coito?

—Siempre se queda una embarazada por un coito.

—Oh, Dios mío. -Maisie tuvo la impresión de que acababa de atropellarla un tren. Conmocionada, desconcertada y asustada, se sentó en la cama y estalló en lágrimas-. ¿Qué voy a hacer? -se lamentó desesperadamente.

—Para empezar, puedes ir al bufete de un abogado.

De pronto, todo era distinto.

Al principio, Maisie se sintió horrorizada y furiosa. Después comprendió que debía ponerse en contacto con Hugh, por el bien de la criatura que llevaba dentro. y al reconocer eso ante sí misma, se sintió más alegre que amilanada. Anhelaba volver a verle. Se había convencido de que sería un error. Pero el niño lo cambiaba todo. Ahora estaba obligada a ponerse en contacto con Hugh, y el alivio de tal perspectiva la debilitó.

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