—Presidente -silabeó en tono soñador-. Me gusta.
Papá alargó el brazo y le dio un bofetón.
El viejo tenía el brazo fuerte y la mano dura y callosa, de modo que la bofetada hizo tambalear a Micky. El muchacho soltó un grito, conmocionado y dolido, y se puso en pie de un salto. Notó en la boca el sabor de la sangre. El local se quedó silencioso y todos los clientes volvieron la vista hacia ellos.
—Siéntate -ordenó.
Despacio, a regañadientes, Micky obedeció.
Papá Miranda alargó ambos brazos por encima de la mesa y le agarró por las solapas. Su voz rebosaba desprecio al decir:
—¡Todo el plan está en peligro porque has fracasado por completo en la sencilla e insignificante tarea que se te encomendó!
A Micky le aterró la actitud de su padre.
—¡Tendrás tus rifles! -dijo.
—Dentro de un mes, la primavera habrá llegado a Córdoba. Hemos de tener en nuestro poder los yacimientos de Delabarca esta temporada… el año que viene será demasiado tarde. He reservado pasaje en un buque de carga con destino a Panamá. Se ha comprado al capitán para que nos desembarque, a mí y a las armas, en la costa atlántica de Santamaría.
—Papá Miranda se puso en pie y, al hacerlo, levantó también a Micky y le rasgó la camisa con la fuerza del tirón. La rabia inundaba el semblante del hombre-, Ese barco zarpa dentro de cinco días -declaró en un tono que llenó a Micky de pavor-. ¡Ahora lárgate de aquí y compra esas armas!
El servil mayordomo de Augusta Pilaster, Hastead, se hizo cargo del mojado abrigo de Micky y lo colgó cerca del fuego de la chimenea del vestíbulo. Micky no le dio las gracias. Se profesaban una mutua antipatía. Hastead tenía celos de toda persona a la que Augusta favoreciese, y Micky despreciaba a aquel individuo por adulador. Además, Micky no sabía nunca hacia dónde miraban los ojos de Hastead, lo cual le ponía nervioso.
Micky entró en el salón, en el que Augusta se encontraba sola. La mujer pareció alegrarse de verle. Retuvo entre las suyas la mano del muchacho y comentó:
—Qué frío estás.
—He venido andando a través del parque.
—Chico tonto, debiste tomar un cabriolé.
Micky no podía permitirse el lujo de coger coches de punto, pero Augusta lo ignoraba. Apretó contra sus senos la mano de Micky y le sonrió. Era como una invitación sexual, pero el muchacho se comportó como si la mujer sólo estuviese calentándole inocentemente los dedos helados.
Solía hacer muchas veces ese tipo de cosas, cuando ambos estaban solos, y por regla general a Micky le encantaba. Ella le retenía la mano y le acariciaba el muslo y él le cogía un brazo o un hombro, la miraba a los ojos y hablaban en voz baja, como novios o amantes, sin percatarse de que estaban coqueteando. A Micky le parecía excitante, lo mismo que a Augusta. Pero Micky se encontraba aquel día excesivamente preocupado para entregarse a aquellos juegos.
—¿Cómo está el viejo Seth? -preguntó, con la esperanza de oír que acababa de tener una repentina recaída.
Augusta adivinó su talante y le soltó la mano sin protestar, un tanto desilusionada.
—Ven junto al fuego -dijo. Se sentó en un sofá y palmeó el asiento del mueble, a su lado-. Seth está mucho mejor.
A Micky se le cayó el alma a los pies.
—Puede que aún esté con nosotros varios años -continuó la mujer. No pudo eliminar de su voz la irritación. No veía la hora de que su marido se hiciese cargo del banco-, Ya sabes que ahora vive aquí. Luego, cuando hayas tomado un poco de té, subirás a verle.
—Estará a punto de retirarse, ¿no? -dijo Micky.
—Lamentablemente, no hay el menor síntoma que lo indique así. Esta mañana ha vetado otra emisión de acciones del ferrocarril ruso. -Le palmeó la rodilla-. Ten paciencia. Tu padre dispondrá de los rifles llegado el momento.
—No puede esperar mucho más -declaró Micky inquieto-. Ha de marcharse la semana que viene.
—De modo que ésa es la razón por la que estás tan tenso -comentó Augusta-. Pobre chico. Me gustaría poder ayudarte de alguna forma. Pero si hubiese algo que pudiera hacer, ya lo habría hecho.
—No conoce a mi padre -dijo Micky, y no pudo suprimir de su voz la nota de desesperación-. Cuando está ante usted, finge ser un hombre civilizado, pero en realidad es un bárbaro. Dios sabe lo que me hará si le fallo.
Se oyeron voces en el vestíbulo.
—Tengo que decirte una cosa, antes de que entren los demás -manifestó Augusta apresuradamente-. Me entrevisté por fin con David Middleton.
Micky asintió con la cabeza. -¿Qué dijo?
—Se mostró cortés, pero franco. Me señaló que no cree que se haya contado toda la verdad acerca de la muerte de su hermano y me preguntó si podría ponerle en contacto con Hugh Pilaster o Antonio Silva, Le contesté que ambos se encuentran en el extranjero y que estaba perdiendo el tiempo.
—Me gustaría solucionar el problema del viejo Seth tan limpiamente como ha resuelto usted éste -dijo Micky, al tiempo que se abría la puerta.
Entró Edward, al que seguía su hermana Clementine. Clementine se parecía a Augusta, aunque le faltaba la enérgica personalidad de ésta, y si bien era más joven, carecía del atractivo sexual de su madre. Augusta sirvió el té. Micky y Edward empezaron a charlar de un modo confuso acerca de los planes para la noche. En septiembre no había fiestas ni bailes: la aristocracia permanecía fuera de Londres hasta pasadas las Navidades y en la ciudad sólo estaban los políticos y sus cónyuges. Pero no escaseaban los entretenimientos destinados a la clase media y Edward tenía entradas para una representación teatral. Micky simuló estar deseando asistir a la función, pero tenía la mente fija en su padre.
Hastead llevó molletes calientes untados de mantequilla. Edward comió algunos, pero Micky no tenía apetito. Llegaron más miembros de la familia: Young William, hermano de Joseph; la fea Madeleine, también hermana de Joseph; y el marido de Madeleine, el mayor Hartshorn, con su cicatriz en la frente. Todos hablaban de la crisis financiera, pero Micky comprendió que no les asustaba lo más mínimo: el viejo Seth la había visto venir y se había asegurado de que el Banco Pilaster no quedara expuesto a sus peligros. Los títulos de alto riesgo habían perdido valor -los bonos egipcios, peruanos y turcos se vinieron abajo-, pero los bonos del Estado inglés y las acciones de los ferrocarriles ingleses habían experimentado sólo pérdidas insignificantes.
Uno tras otro, todos fueron a visitar a Seth; uno tras otro, bajaron y comentaron lo maravillosamente bien que se encontraba. Micky esperó hasta el final. Quería ser el último, y cuando finalmente subió eran las cinco y media.
Seth ocupaba la habitación que antes fuera de Hugh.
Una enfermera montaba guardia a la entrada, con la puerta entreabierta por si el hombre la llamaba. Micky entró y cerró la puerta.
Sentado en la cama, Seth leía The Economist.
—Buenas tardes, señor Pilaster -saludó Micky-. ¿Qué tal se encuentra?
El viejo dejó el periódico con evidente desinterés.
—Me encuentro perfectamente, gracias. ¿Cómo está tu padre?
—Impaciente por verse en casa.
Micky observó al frágil anciano tendido entre las blancas sábanas. La piel de su rostro era traslúcida y el curvo cuchillo de la nariz Pilaster parecía más afilado que nunca, pero en los ojos se apreciaba la chispa de una vivaz inteligencia. Daba la impresión de poder seguir viviendo y dirigiendo el banco durante otro decenio.
A Micky le pareció escuchar la voz de su padre, que le decía al oído: «¿Quién se interpone en nuestro camino?».
El viejo se encontraba débil e indefenso, y en la habitación sólo estaba Micky. La enfermera estaba en el exterior.
Micky comprendió que tenía que matar a Seth. La voz de su padre dijo: «Hazlo ahora».
Podría asfixiar al viejo con una almohada, sin que quedase la menor prueba. Todo el mundo creería que Seth había fallecido de muerte natural.
El corazón de Micky se llenó de aborrecimiento y empezó a sentirse mareado.
—¿Qué te pasa? -dijo Seth Pilaster-. Pareces estar más enfermo que yo.
—¿Se encuentra cómodo, señor? -dijo Micky-. Permítame que le arregle un poco las almohadas.
—No te molestes, están bien -repuso Seth.
Pero la mano de Micky se alargó hacia detrás de la cabeza del anciano y retiró una gran almohada de plumas.
Micky miró al viejo y vaciló.
El miedo centelleó en las pupilas de Seth, que abrió la boca para gritar.
Antes de que pudiera emitir el menor sonido Micky le aplastó la almohada contra la cara y empujó de nuevo hacia abajo la cabeza del anciano.
Por desgracia, los brazos de Seth se encontraban fuera, encima de las sábanas, y sus manos agarraron con sorprendente fuerza los antebrazos de Micky. Éste miró horrorizado las caducas garras aferradas a las mangas de su chaqueta, pero siguió oprimiendo la almohada con todas sus energías. Las zarpas de Seth continuaron desesperadamente agarradas a los brazos de Micky, pero el joven era mucho más fuerte.
En vista de que no podía quitarse la almohada del rostro, Seth empezó a agitar las piernas y a retorcer el cuerpo. No logró eludir la presa de Micky, pero la vetusta cama chirrió y a Micky le sacudió una ráfaga de miedo ante la posibilidad de que la enfermera lo oyera y entrase a investigar. Lo único que se le ocurrió para evitar aquellos crujidos fue ponerse encima del anciano, sobre la cama, e inmovilizarlo. Sin levantar la almohada de la cara de Seth, Micky subió al lecho y se tendió sobre el cuerpo que se retorcía. «Esto es una grotesca reminiscencia de la práctica del sexo con una mujer que se resiste a la violación», pensó Micky al tiempo que contenía la risa histérica que burbujeaba en sus labios. Seth continuaba revolviéndose, pero el peso de Micky reprimía sus movimientos y la cama dejó de chirriar. Micky siguió apretando implacablemente.
Por último cesó todo movimiento. Micky se mantuvo tal como estaba todo el tiempo que se atrevió a seguir así; luego, cautelosamente, levantó la almohada y contempló aquel semblante blanco e inmóvil. Los párpados estaban cerrados, la facciones, estáticas. El viejo parecía muerto. Micky comprendió que debía comprobar si el corazón palpitaba. Lenta, temerosamente, bajó la cabeza hacia el pecho de Seth.
De súbito, los ojos del anciano se abrieron y los pulmones aspiraron una profunda bocanada de aire.
A Micky casi se le escapó un alarido de horror. Una fracción de segundo después ya había recuperado sus reflejos y tenía la almohada de nuevo sobre el rostro de Seth. El miedo y el disgusto lanzaron débiles estremecimientos a lo largo de su organismo mientras seguía apretando; pero no se produjo ulterior resistencia.
Comprendió que debía mantenerse así durante varios minutos, para tener la absoluta certeza de que, en esa ocasión, el viejo estaba realmente muerto; pero le preocupaba la enfermera. Puede que notara y le extrañase el silencio. Así pues, Micky tenía que decir algo, para dar la impresión de que todo era normal. Pero no imaginaba qué podía decirle a un muerto. «Cualquier cosa» -pensó luego-, «da lo mismo lo que hables, siempre y cuando la mujer perciba un murmullo de conversación.»
—Estoy bastante bien -farfulló a la desesperada-o Bastante bien, bastante bien. ¿Y usted? Bueno, bueno, me alegro de que se encuentre mejor. Espléndido, señor Pilaster. Me alegro mucho de verle tan bien, tan espléndido, tan estupendamente, ¡oh, Dios!, no puedo seguir así, muy bien, espléndido, espléndido…
No pudo soportarlo más. Quitó su peso de encima de la almohada. Con una mueca de desagrado, apoyó la mano en la zona del pecho de Seth donde supuso que estaría el corazón. Sobre la pálida epidermis había unos dispersos pelos blancos. El cuerpo estaba aún caliente bajo la tela de la camisa de dormir, pero el corazón no latía. «¿Estás muerto de verdad esta vez?», pensó Micky. Y luego le pareció oír la voz de su padre, que decía, furiosa e impaciente: «¡Sí, estúpido, ya está muerto! ¡Ahora lárgate inmediatamente de aquí!». Sin quitar la almohada de encima del rostro de Seth, Micky rodó sobre el cadáver, saltó al suelo y se irguió.
Una oleada de náuseas le envolvió. Se sentía débil y mareado. Para sostenerse, se agarró al poste de la cama. «Le he matado» -pensó-. «Le he matado».
Sonó una voz en el rellano.
La mirada de Micky se volvió hacia el cuerpo que yacía sobre la cama. La almohada seguía cubriendo el rostro de Seth. La arrancó de allí. Los ojos sin vida del anciano estaban abiertos, fija la vacua mirada.
Se abrió la puerta. Entró Augusta.
Se inmovilizó nada más franquear el umbral, miró el desordenado lecho, el semblante inmóvil de Seth, con los ojos clavados fijamente en el vacío, y la almohada que sostenían las manos de Micky. La sangre desapareció de las mejillas de Augusta.
Micky se la quedó mirando, silencioso y desvalido, a la espera de que la mujer hablase.
Ella continuó allí durante unos minutos inacabables, mientras sus ojos iban de Seth a Micky, para volver de nuevo al anciano…
Luego, despacio y quedamente, cerró la puerta.
Tomó la almohada de manos de Micky. Levantó la inerte cabeza de Seth, colocó debajo la almohada y estiró las sábanas. Recogió del suelo el ejemplar de The Economist, lo puso sobre el pecho del cadáver y entrelazó las manos de Seth encima del periódico, de forma que pareciese como si el viejo se hubiese quedado dormido mientras leía.
Después le cerró los ojos. Se acercó a Micky.
—Estás temblando -observó. Tomó el rostro de Micky con ambas manos y le besó en la boca.
Durante un instante, el muchacho se quedó demasiado aturdido para reaccionar. Luego pasó del terror al deseo en un santiamén. La abrazó a su vez, y notó la presión de los senos de Augusta contra su pecho. Ella entreabrió los labios y sus lenguas se encontraron. Micky cogió los pechos con ambas manos y los oprimió con fuerza. La mujer jadeó. La erección le vino a Micky de inmediato. Augusta apretó su pelvis contra la entrepierna del joven, refrotándose sobre la verga rígida.
Los dos respiraban entrecortadamente. Augusta se llevó a la boca la mano de Micky y la mordió, para evitar el grito que amenazaba con salírsele de la garganta. Cerró los ojos y se estremeció. Micky se dio cuenta de que Augusta estaba a punto de alcanzar el orgasmo y también él llegó al clímax.
Todo ocurrió en un momento. Después permanecieron abrazados, jadeando, durante unos minutos más. Micky se encontraba demasiado perplejo para pensar.