A Hugh le obsesionaba la idea de que, desde que entró en los Salones Argyll, seguramente Maisie estaba deseando abrazar, besar y tal vez incluso «llegar a todo» con alguno de los hombres que estaban alrededor de la mesa. Hugh soñaba con tener relaciones sexuales casi con cada chica que conocía -le avergonzaba lo mucho y lo frecuentemente que pensaba en ello-, pero lo normal era que tal relación copulatoria se diera sólo tras un período de noviazgo, compromiso y matrimonio. En cambio, ¡quizá Maisie lo propiciara esa misma noche!
La joven volvió a sorprenderle cuando la observaba, y Hugh tuvo la misma sensación embarazosa que a veces le producía Rachel Bodwin: la de que la chica sabía lo que él estaba pensando. Buscó desesperadamente en su imaginación algo que decir y, por último, preguntó sin tutearla:
—¿Siempre ha vivido en Londres, señorita Robinson?
—Desde hace sólo tres años -respondió ella.
Puede que fuera pedestre, pero al menos estaban conversando.
—¡Tan poco! -exclamó Hugh-. ¿Dónde estuvo antes?
—Viajando -contestó Maisie, y se volvió para hablar con Solly.
—¡Ah! -dijo Hugh. Aquello parecía poner fin al diálogo, y se sintió decepcionado. Maisie actuaba como si le guardase rencor por algo.
Pero April se compadeció de él y le explicó:
—Maisie se pasó tres años en un circo.
—¡Cielos! ¿Qué hacía?
Maisie volvió de nuevo la cabeza hacia él.
—Ejercicios de equitación -dijo-. Me ponía de pie sobre los caballos, saltaba del lomo de uno al de otro, toda esa clase de números.
—En mallas, naturalmente -añadió April.
La imagen de Maisie en mallas resultaba insoportablemente tentadora. Hugh cruzó las piernas.
—¿Cómo se metió en esa clase de trabajo? -preguntó.
Tras un momento de titubeo, la joven pareció adoptar una determinación sobre algo. Se revolvió en el asiento, miró a Hugh cara a cara y un peligroso chisporroteo brilló en sus pupilas.
—Fue así -dijo-. Mi padre trabajaba para Tobias Pilaster y Cía. Su padre estafó al mío una semana de sueldo. En aquel momento, mi madre estaba enferma. Sin aquel dinero, el dilema era: o yo me moría de hambre o la que se moría era ella. Así que me marché de casa. Tenía entonces once años.
Hugh notó que se ponía rojo.
—No creo que mi padre estafase a nadie -replicó-. y si usted sólo contaba once años, no es posible que comprendiese lo que sucedió.
—¡El hambre y el frío sí que los comprendía!
—Quizá la culpa la tuvo su padre -insistió Hugh, aunque se daba cuenta de que no era sensato hurgar en aquella herida-. No debió tener hijos si no podía mantenerlos.
—¡Podía mantenerlos! -llamearon los ojos y la voz de Maisie-. Trabajaba como un esclavo… ¡y luego ustedes le robaron el dinero que le pertenecía!
—Mi padre fue a la bancarrota, pero nunca robó.
—Es lo que se dice siempre cuando uno es el perdedor.
—No es igual, y es necia e insolente si pretende que lo sea.
Los demás, evidentemente, se dieron cuenta de que Hugh había ido demasiado lejos, y varios de ellos empezaron a hablar al mismo tiempo.
—No hay que pelearse por algo que sucedió hace tanto tiempo -dijo Tonio.
Hugh sabía que estaba obligado a dejarlo, pero aún se sentía demasiado furioso.
—Desde los trece años no he hecho más que oír a la familia Pilaster tirar por los suelos a mi padre, pero no estoy dispuesto a aceptarlo de una artista de circo.
Maisie se puso en pie; sus fulgurantes ojos eran cortantes como esmeraldas. Durante unos segundos, Hugh pensó que iba a propinarle una bofetada. Al final, la muchacha dijo:
—Vamos a bailar, Solly. Tal vez tu grosero amigo se haya largado ya cuando cese la música.
El rifirrafe entre Hugh y Maisie disgregó al grupo. Solly y Maisie fueron a lo suyo, por su cuenta, y los demás decidieron marchar a las peleas de ratas y perros.
Eran ilegales, pero había media docena de reñideros a unos cinco minutos de Piccadilly Circus y Micky Miranda los conocía todos.
La oscuridad era absoluta cuando salieron de los Salones Argyll y se aventuraron por el distrito de Londres llamado Babilonia. Allí, fuera de la vista de los palacios de Mayfair, pero convenientemente cerca de los clubes de St. James, se desplegaba un laberinto de estrechas callejuelas dedicadas al juego, a los deportes sangrientos, a los fumaderos de opio, a la pornografía y, sobre todo, a la prostitución. La noche era cálida, bochornosa, y la atmósfera estaba saturada de olor a guisotes, cerveza y sumidero. Micky y sus acompañantes avanzaron despacio por el centro de la abarrotada calle. Antes de que hubiese transcurrido un minuto ya le había abordado un viejo de maltratado sombrero, que le ofreció un libro de versos obscenos; un joven con las mejillas embadurnadas de colorete le había dedicado un guiño insinuante; una mujer bien vestida, de aproximadamente su misma edad, se había abierto la blusa con gesto rápido, permitiéndole lanzar un vistazo a dos hermosos pechos desnudos; y una vieja harapienta le había ofrecido los servicios sexuales de una niña de unos diez años y cara angelical. Los edificios eran en su mayor parte tabernas, salas de baile, burdeles y pensiones baratas. Tenían muros sucios y ventanas mugrientas a través de cuyos cristales se veía alguna que otra escena de juerga iluminada por las lámparas de gas. Paseaban por la calle tipos elegantes como Micky, con sus chalecos blancos, empleados y tenderos de bombín en la cabeza, campesinos de ojos saltones, soldados que llevaban el uniforme desabotonado, marineros con el bolsillo provisionalmente lleno de dinero y un número asombroso de parejas de aire respetable, al parecer de clase media, que caminaban cogidas del brazo.
Micky se lo pasaba en grande. Por primera vez en varias semanas había conseguido desembarazarse de Papá Miranda durante una noche. Estaban esperando a que muriera Seth Pilaster, al objeto de poder cerrar el negocio de los rifles, pero el anciano se aferraba a la vida como una lapa a la roca. Ir con su padre a los lupanares y salas de fiesta no resultaba nada divertido; sin contar con que Papá Miranda le trataba como a un criado y a veces llegaba a decirle que aguardase fuera mientras él se ocupaba con una prostituta. Aquella noche constituía todo un alivio.
Se alegraba de haber visto de nuevo a Solly Greenbourne. Los Greenbourne eran más ricos que los Pilaster, y algún día, Solly podía serle útil.
No le produjo alegría encontrar a Tonio Silva. Tonio sabía demasiado acerca de la muerte de Peter Middleton, ocurrida siete años atrás. Por aquellas fechas, Tonio experimentaba un pánico terrible en relación con Micky. Ahora, en cambio, a Micky le preocupaba un poco Tonio, porque no sabía qué iba a hacer, cómo iba a reaccionar.
Dobló la esquina de la calle Windmill y se adentró por un angosto callejón. Parpadearon ante él los ojos de los gatos reunidos en torno a unos desperdicios. Tras cerciorarse de que los demás le seguían en fila india, entró en una taberna sórdida, anduvo hasta el otro lado del mostrador, franqueó la puerta trasera del local, atravesó un patio en el que, a la claridad de la luna, una puta permanecía arrodillada delante de un cliente, y abrió la puerta de una desvencijada construcción de madera que parecía un establo.
Un individuo de cara sucia y chaqueta grasienta le pidió cuatro peniques a cambio de admitirles en el local. Edward pagó y entraron.
El lugar estaba brillantemente iluminado, y su atmósfera, saturada de humo de tabaco y de olor a sangre y excrementos. Cuarenta o cincuenta hombres y unas cuantas mujeres se hallaban de pie alrededor de un reñidero circular. Los hombres pertenecían a todas las clases sociales; algunos vestían el traje de paño grueso y pañuelo moteado, atavío propio de los trabajadores acomodados, y otros llevaban levita o traje de etiqueta; pero las mujeres eran todas más o menos damiselas de vida alegre del tipo de April. Varios hombres llevaban perros consigo, en brazos o atados a sillas caninas.
Micky indicó a un sujeto barbudo con gorra de paño que retenía a un perro con bozal, sujeto por una gruesa cadena. Diversos espectadores examinaban al perro atentamente. Era un animal musculoso y achaparrado, de cabeza enorme, dotada de mandíbulas poderosas. Parecía furibundo y nervioso.
—Es el siguiente -dijo Micky.
Edward salió en busca de bebidas, que una mujer llevaba en una bandeja. Micky se dirigió a Tonio en español. Era un modo bastante descortés de hacerlo, puesto que estaban delante Hugh y April, que no lo entendían; pero Hugh no era nadie y April aún menos, así que el detalle carecía de importancia.
—¿Qué haces por aquí estos días? -preguntó.
—Estoy de agregado en la embajada de Córdoba en Londres -respondió Tonio.
—¿En serio? -Micky se sentía intrigado. A la mayor parte de los países suramericanos no les parecía de interés tener un representante diplomático en Londres, pero Córdoba llevaba diez años con un enviado especial allí. Sin duda, Tonio consiguió el cargo de agregado porque su familia, los Silva, estaba bien relacionada en la capital cordobesa, Palma. En cambio, el padre de Micky era un terrateniente de provincias que carecía de tales hilos de los que tirar-. ¿En qué consiste tu trabajo?
—Contesto a las cartas de firmas británicas que quieren llevar a cabo negocios en Córdoba. Se interesan por el clima, la moneda, el transporte interior, los hoteles… toda esa clase de cosas.
—¿Trabajas todo el día?
—No muy a menudo. - Tonio bajó la voz-. No se lo cuentes a nadie, pero la mayor parte de los días apenas tengo que escribir dos o tres cartas.
—¿Te pagan?
Casi todos los diplomáticos eran hombres económicamente independientes que trabajaban gratis.
—No. Pero tengo alojamiento en la residencia del embajador, me dan de comer y dispongo de una asignación adicional en concepto de ropa. También abonan los recibos de mis suscripciones a los clubes.
A Micky le fascinó. Era la clase de empleo que a él le vendría de perlas, y no dejó de sentir envidia. Comida y vivienda gratuitas, además de tener cubiertos los gastos básicos de un joven paseante en corte, a cambio de una hora de trabajo por la mañana. Micky se preguntó si no habría algún medio para desalojar a Tonio de aquella plaza laboral.
Regresó Edward con cinco raciones de coñac en pequeños vasos. Las distribuyó. Micky se tragó la suya automáticamente. Licor barato y fuerte.
De súbito, el perro soltó un gruñido y empezó a corretear en frenéticos círculos tensando la cadena, con los pelos del cuello de punta. Al volver la cabeza, Micky vio que se acercaban dos hombres cargados con una jaula de ratas enormes. Los roedores estaban todavía más frenéticos que el perro, saltaban unos por encima de otros y lanzaban chillidos de terror. Todos los perros que había allí se pusieron a ladrar y durante unos minutos reinó una escandalera espantosa, hasta que los amos de los animales consiguieron acallarlos.
Cerraron con llave y atrancaron la puerta por dentro. El hombre de la chaqueta grasienta empezó a aceptar apuestas.
—Por Júpiter, jamás había visto ratas tan grandes -dijo Hugh Pilaster-. ¿Dónde las consiguen?
—Las crían especialmente para esto -repuso Edward, y se dirigió a uno de los porteadores de la jaula-. ¿Cuántas en esta pelea?
—Seis docenas -respondió el hombre.
—Eso significa -explicó Edward- que pondrán setenta y dos ratas en el reñidero.
—¿En qué consisten las apuestas? -quiso saber Tonio.
—Puedes apostar por el perro o por las ratas; y si crees que van a ganar las ratas, también puedes apostar sobre la cantidad de ellas que quedarán vivas cuando muera el perro.
El sucio individuo encargado del negocio voceaba las apuestas, cogía el dinero y, a cambio, entregaba trozos de papel en los que había números garabateados con lápiz de punta gruesa.
Edward apostó un soberano a favor del perro y Micky seis chelines por la supervivencia de seis ratas: cinco a uno. Hugh declinó apostar, mostrándose acorde con su personalidad de tipo aburrido y plomizo.
El hoyo del reñidero tenía cosa de metro veinte de profundidad y lo circundaba una valla de madera de otro metro y cuarto de altura. Toscos candelabros que se encendían a intervalos alrededor de la cerca proyectaban una claridad intensa sobre el suelo de la pista. Al perro le quitaron el bozal y lo introdujeron en el reñidero por un portillo de tablas que se cerró de inmediato tras él. Se quedó inmóvil, con las patas rígidas, el pelo erizado y la cabeza levantada, a la espera de las ratas. Los encargados de éstas levantaron la jaula. Se produjo un instante de tensa expectación.
Inopinadamente, Tonio dijo:
—Diez guineas por el perro.
Micky se quedó bastante sorprendido. Tonio había hablado de su trabajo y de las gratificaciones que obtenía con él como si tuviera que tener sumo cuidado con los gastos. ¿Fue un simulacro? ¿O estaba haciendo una apuesta que no podía permitirse?
El corredor titubeó. Pero se trataba de una apuesta alta. Al cabo de un momento, sin embargo, garrapateó algo en un trozo de papel, tendió éste y se embolsó el dinero de Tonio.
Los porteadores balancearon la jaula como si se dispusieran a arrojarla al reñidero; luego, en el último segundo, una puertecilla giró sobre la bisagra y las ratas salieron despedidas de la jaula y surcaron el aire entre chillidos de terror. April dejó escapar un grito sobresaltado, al tiempo que Micky se echaba a reír.
El perro puso dientes a la obra con letal concentración. Mientras las ratas llovían sobre él, sus mandíbulas chasqueaban rítmicamente.
Cogía a una entre los dientes, le rompía el espinazo con una brusca sacudida de su enorme cabeza y luego la soltaba para atrapar a otra.
El hedor de la sangre se hizo nauseabundo. Todos los perros del recinto se pusieron a ladrar como locos y los espectadores añadían su propio ruido: las mujeres chillando al ver aquella carnicería y los hombres animando con sus voces al perro o a las ratas. Micky reía y reía.
Las ratas tardaron un momento en darse cuenta de que estaban atrapadas en aquel pozo. Unas corrieron por el borde interior de la cerca, en busca de una vía de escape; otras saltaron, en un infructuoso intento de aferrarse a las tablas lisas; y otras se congregaron en apretada piña. Durante unos segundos, el perro actuó a sus anchas y mató a una docena o más.
Después, las ratas le plantaron cara, todas a una, como si acabasen de oír una señal. Empezaron a abalanzarse sobre el perro, a morderle en las patas, en las caderas, en el corto rabo. Algunas lograron subírsele al lomo y procedieron a tirarle dentelladas al cuello. Una hundió sus agudos dientecillos en el labio inferior del can y se colgó de él, balanceándose debajo de las mortales mandíbulas, hasta que el perro soltó un aullido de rabia, la estampó contra el suelo y consiguió por fin liberar su ensangrentada carne.