—La acompañaré -se ofreció Hugh muy dispuesto.
La muchacha no lo deseaba.
—Es mejor que no.
—Como quiera.
Maisie alargó el brazo y se estrecharon la mano. Un gesto que parecía extrañamente formal.
—Hasta la noche -se despidió Maisie.
—Allí estaré.
Maisie se alejó, con la sensación de que los ojos del muchacho la seguían. «¿Por qué acepté?» -se iba preguntando la joven-. «¿Quiero salir con él? ¿Realmente me gusta ese chico? La primera vez que nos encontramos tuvimos una discusión que estropeó la fiesta y hoy la hubiera armado otra vez si yo no suavizo la tensión. La verdad es que no vamos a llegar a ninguna parte. Ni siquiera conseguiremos bailar juntos. Tal vez sea mejor que no acuda a la cita.»
«Pero tiene unos adorables ojos azules…»
Adoptó la determinación de no pensar más en ello. Había convenido en encontrarse con él y lo cumpliría. Puede que disfrutase y puede que no, pero torturarse por anticipado no servía de nada.
Tendría que inventar un motivo para dejar a Solly. Había esperado que la llevase a cenar. Sin embargo, Solly nunca protestaba, aceptaría cualquier excusa, por inverosímil que fuese. Con todo y con eso, ella trataría de idear algo convincente, ya que le remordía la conciencia cuando abusaba de la bonachona naturaleza del muchacho.
Encontró a los demás en el mismo sitio donde los dejó. Se habían pasado la tarde entera entre la barandilla y el corredor de apuestas del traje a cuadros. A April y Tonio les fulguraban los ojos con alegría triunfal. En cuanto April vio a Maisie, le informó:
—Hemos ganado ciento diez libras… ¿No es maravilloso?
Maisie se sintió feliz por April. Era mucho dinero, ganado a cambio de nada. Estaba felicitándoles todavía cuando apareció Micky Miranda. Caminaba con los pulgares hundidos en los bolsillos de su chaleco color gris perla. A Maisie no le sorprendió verle: todo el mundo iba a Goodwood.
Aunque Micky era asombrosamente guapo, a Maisie no le caía nada bien. Le recordaba al maestro de ceremonias del circo, un sujeto convencido de que todas las mujeres deberían sentir estremecimientos de placer sólo con que él se les insinuara, y que se sentía afrentado en lo más profundo cuando alguna le daba calabazas. Como siempre, Micky llevaba de reata a Edward Pilaster. La relación de ambos despertaba la curiosidad de Maisie. Eran muy distintos: Micky, esbelto, inmaculado, seguro de sí; Edward, grandote, torpón, guarro. ¿Por qué eran tan inseparables? A la mayoría de la gente, sin embargo, le encantaba Micky. Tonio le miraba con una especie de nerviosa veneración, como un perrito mira a un amo cruel.
Detrás de ellos marchaban un hombre mayor y una joven. Micky presentó al hombre como su padre. Maisie le observó con interés. No se parecía en nada a Micky. De estatura más bien baja, tenía las piernas arqueadas, los hombros amplísimos y el rostro curtido por los elementos atmosféricos. A diferencia del hijo, parecía incómodo con su chistera y su cuello duro. La mujer se aferraba a él como una novia, pero era lo menos treinta años más joven que el hombre. Micky la presentó como la señorita Cox.
Charlaron acerca de sus ganancias. Edward y Tonio se habían embolsado una buena suma gracias a un caballo llamado Príncipe Charlie. Solly ganó al principio, pero luego lo volvió a perder, lo que no era obstáculo para que pareciese disfrutar tanto como los otros. Micky no dijo cómo le había ido, y Maisie supuso que no había apostado tanto como los demás: parecía una persona demasiado cuidadosa, demasiado calculadora, para ser un jugador arriesgado.
Sin embargo, sus siguientes palabras la sorprendieron.
—Esta noche vamos a tener una partida tipo peso pesado, Greenbourne -le dijo a Solly-, a libra la apuesta mínima. ¿Te unes a la fiesta?
A Maisie le asaltó la idea de que la postura lánguida de Micky ocultaba una considerable tensión. Era un tipo astuto.
Solly siempre estaba dispuesto a participar en lo que fuese.
—Me uno -aceptó.
—¿Tienes inconveniente en juntarte también con nosotros? -Micky se había vuelto hacia Tonio.
Su tono indiferente de lo tomas o lo dejas le sonó a falso a Maisie.
—Cuenta conmigo -manifestó Tonio excitado-. ¡Allí estaré!
April, con expresión molesta, se rebeló:
—Tonio, esta noche no… me prometiste…
Maisie sospechaba que, si la apuesta mínima era de una libra esterlina, aquello era un lujo que Tonio no podía permitirse.
—¿Qué te prometí? -dijo Tonio, al tiempo que dirigía un guiño a sus amigos.
Ella le susurró algo al oído y todos los hombres soltaron la carcajada.
—Es la partida más importante de la temporada, Silva -manifestó Micky-. Si te la pierdes, lo lamentarás.
Aquello le extrañó a Maisie. En los Salones Argyll tuvo la impresión de que Tonio no le caía simpático a Micky. ¿Por qué se esforzaba tanto ahora en convencerle para que participase en la partida de cartas?
—Hoy es mi día de suerte -declaró Tonio-, ¡mirad cuánto he ganado en las carreras de caballos! Jugaré a las cartas esta noche.
Micky lanzó una mirada a Edward y Maisie captó el alivio que reflejaron los ojos de ambos.
—¿Cenamos todos esta noche en el club? -sugirió Edward.
Solly miró a Maisie y ésta comprendió que acababan de proporcionarle una excusa ideal para no pasar la velada con él.
—Cena con los muchachos, Solly -concedió-. No me importa.
—¿De verdad?
—Sí. He pasado un día estupendo. Diviértete por la noche en tu club.
—Todo arreglado, pues -sentenció Micky.
Se despidieron los cuatro: su padre y él, la señorita Cox y Edward.
Tonio y April se dirigieron a hacer una apuesta para la siguiente carrera. Solly ofreció su brazo a Maisie y propuso:
—¿Paseamos un rato?
Se alejaron bordeando la baranda pintada de blanco que limitaba la pista. El sol era cálido y el aire campestre fragante. Al cabo de un momento, Solly preguntó:
—¿Te gusto, Maisie?
La muchacha se detuvo, se levantó sobre la punta de los pies y le besó en la mejilla.
—Me gustas una barbaridad.
Solly la miró a los ojos y Maisie se desconcertó al ver lágrimas tras los cristales de las gafas del muchacho.
—Solly, querido, ¿qué ocurre?
—Tú también me gustas mucho -dijo él-. Más que ninguna persona que haya conocido en la vida.
—Gracias. -Maisie se conmovió. Era insólito que Solly manifestase una emoción que no fuera suave entusiasmo.
—¿Te casarás conmigo? -preguntó a continuación ansiosamente el muchacho.
Se quedó pasmada. Era lo último que hubiera esperado. Los hombres como Solly no proponían el matrimonio a chicas como ella. Las seducían, les daban dinero, las convertían en amantes e incluso tenían hijos con ellas, pero nunca las desposaban. La dominó tal estupefacción que no pudo decir nada.
—Te proporcionaré cuanto desees -continuó Solly-. Por favor, dime que sí.
¡Casarse con Solly! Maisie se dio cuenta de que sería increíblemente rica por siempre jamás. Una cama blanda todas las noches, lumbre en la chimenea de todas las habitaciones de la casa y tanta y tanta mantequilla como pudiera consumir. Podría levantarse cuando le pareciese bien y no a la hora en que tenía que hacerlo por fuerza. Nunca más volvería a tener frío, ni hambre, ni vestiría prendas raídas, ni se aburriría.
La palabra «sí» le tembló en la punta de la lengua.
Pensó en el minúsculo cuarto de April en el Soho, con su nido de ratones en la pared; en el hedor que despedía el retrete los días calurosos; en las noches en que se acostó sin cenar; en cómo le dolían los pies por la noche, tras patear las calles durante toda la jornada.
Miró a Solly. ¿Resultaría excesivamente duro casarse con aquel hombre?
—¡Te quiero tanto! -dijo Solly-. Estoy desesperado por ti. Desde luego, la quería, Maisie no albergaba duda alguna. Y eso era lo malo.
Ella no le amaba.
Solly merecía algo mejor. Merecía una esposa que realmente le quisiese, no una golfilla aventurera con ganas de pescar marido rico. Si se casara con él, le estaría estafando. y Solly era demasiado buenazo para eso.
Se sintió muy próxima al llanto.
—Eres el hombre más bondadoso y más amable con quien me he tropezado jamás…
—Por favor, no me digas que no -la interrumpió-. Si no puedes decir que sí, no digas nada. Piénsalo, aunque sólo sea un día, o acaso un poco más.
Maisie suspiró. Se daba perfecta cuenta de que tenía que rechazarlo y que sería más sencillo hacerlo inmediatamente, en aquel instante. Pero Solly imploraba…
—Lo pensaré -dijo Maisie.
En los labios de Solly apareció una sonrisa radiante.
—Gracias.
La muchacha movió la cabeza tristemente.
—Pase lo que pase, Solly, creo que jamás se me declarará un hombre mejor que tú.
Hugh y Maisie tomaron el billete barato del vapor de recreo que hacía el trayecto entre el muelle de Westminster y Chelsea. La noche era cálida y clara, y por el fangoso río se ajetreaban, como cascarones de nuez, barcos, gabarras y transbordadores. Navegaron corriente arriba, pasaron bajo el nuevo puente ferroviario construido para la Estación Victoria, se deslizaron por delante del hospital de Christopher Wren, de Chelsea, en la ribera norte, y dejaron atrás los floridos prados de Battersea, en la orilla sur, tradicional campo de duelo londinense. El puente de Battersea era una destartalada estructura de madera que parecía lista para derrumbarse. En el extremo meridional se encontraban las factorías químicas, pero al otro lado las preciosas casitas de campo se arracimaban alrededor de la iglesia vieja de Chelsea, y en las aguas poco profundas se zambullían chiquillos desnudos.
Desembarcaron a cosa de kilómetro y medio más allá del puente y subieron por el malecón hacia la magnífica puerta dorada de los Jardines de Cremorne. Los jardines los constituían casi cinco hectáreas de arboledas y grutas, praderas y macizos de flores, sotos y helechales, entre el río y King's Road. Estaba oscuro cuando llegaron y en las ramas de los árboles resplandecían farolillos chinos, cuya luz acompañaba a la de las farolas de gas encendidas a lo largo de los sinuosos senderos del parque. El lugar estaba muy concurrido: muchos de los jóvenes que asistieron a las carreras de caballos habían decidido acabar el día allí. Todo el mundo iba de veintiún botones y deambulaba indolentemente por los jardines, entre risas y coqueteos, las chicas de dos en dos, los muchachos en grupos más nutridos, las parejas cogidas del brazo.
Había sido un día precioso, cálido, despejado, lleno de sol, pero la noche, bochornosa, dejaba oír una amenaza de tormenta mediante intermitentes truenos. Hugh se sintió en seguida nervioso y regocijado. Le estremecía llevar a Maisie del brazo, pero le dominaba la insegura sensación de que desconocía las reglas del juego que estaba desarrollando. ¿Qué esperaba de él la muchacha? ¿Le permitiría besarla? ¿Le iba a dejar hacer todo lo que él quisiera? Anhelaba tocarla, acariciar su cuerpo, pero no sabía por dónde empezar. ¿Esperaría de él que llegase a todo? Estaba loco por hacerlo, pero era la primera vez que se encontraba frente a tal posibilidad y temía ponerse en ridículo. Los empleados del Banco Pilaster hablaban mucho de guayabos, de chicas fáciles y de lo que harían y no harían, pero Hugh sospechaba que la mayor parte de su cháchara era pura fanfarronería. De cualquier modo, a Maisie no se le podía tratar como a una de aquellas chicas casquivanas. Era más complicada que todo eso.
También le preocupaba un poco la posibilidad de que le viera algún conocido. Su familia reprobaría con todas sus fuerzas la conducta de Hugh Pilaster. El Jardín de Cremorne no sólo era un lugar propio de personas de clase inferior; en opinión de los metodistas también estimulaba la inmoralidad. Si le encontraba allí, seguro que Augusta lo utilizaría en su contra. Una cosa era que Edward llevase mujeres licenciosas a sitios de mala reputación: era el hijo y heredero. Pero en el caso de Hugh era muy distinto, carecía de dinero, su educación dejaba mucho que desear y se esperaba que fuese un fracasado como su padre: dirían que los jardines donde reinaba el placer impúdico representaban su hábitat natural y que el medio ambiente que le correspondía era el de los empleados, los artesanos y las chicas como Maisie.
Hugh se encontraba en un punto crítico de su carrera. Tenía al alcance de la mano el ascenso a la categoría de corresponsal, con un salario de ciento cincuenta libras esterlinas anuales, más del doble de lo que cobraba en aquellos momentos… y un testimonio que le atribuyera un comportamiento disoluto podía poner en peligro esa promoción.
Miró inquieto a los hombres que paseaban por los serpenteantes caminos, entre los cuadros de flores, temeroso de reconocer a alguno. Entre ellos no faltaban los pertenecientes a las capas altas de la sociedad, ni los que llevaban del brazo a apetecibles jovencitas; pero todos eludían la mirada de Hugh y éste comprendió que también sentían la misma aprensión que él a que les vieran allí. Llegó a la conclusión de que, si veía a alguien conocido, y viceversa, los que le reconociesen probablemente serían lo bastante listos como para mantener la boca cerrada; eso le tranquilizó.
Se enorgullecía de Maisie. Llevaba un vestido de color verdeazul y escote generoso, con polisón, y sombrero de marinero garbosamente dispuesto sobre la cabellera, peinada hacia arriba. Atraía sobre sí infinidad de miradas de admiración.
Pasaron por delante de un teatro de ballet, de un circo oriental, de un campo de bolos americano y de varias casetas de tiro al blanco. Luego fueron a cenar a un restaurante. Era una experiencia nueva para Hugh. Aunque los restaurantes eran cada vez más corrientes, su clientela la constituían, por regla general, personas de clase media: a las de clase alta aún no les gustaba la idea de comer en público. Los jóvenes como Edward y Micky lo hacían a menudo, pero entonces se consideraban un tanto sórdidos y, en realidad, sólo se atrevían cuando andaban a la búsqueda de muchachas fáciles o cuando ya estaban en compañía de las mismas.
Durante toda la cena, Hugh se esforzó por apartar de su pensamiento los pechos de Maisie. La parte superior de aquellos senos asomaba voluptuosamente por encima del escote del vestido: la carne era muy blanca, salpicada de pecas. Sólo una vez había visto Hugh unas tetas desnudas, en el burdel de Nellie, unas semanas antes. Pero nunca había tocado ningún pecho femenino. ¿Eran firmes, como músculos, o blandos? Cuando una mujer se quitaba el corsé, ¿sus tetas se movían al ritmo de los andares o permanecían rígidas? Si uno las tocaba, ¿cedían a la presión de la mano o se mostraban duras como rótulas? ¿Le permitiría Maisie tocárselas? A veces, incluso había pensado en besárselas, como aquel hombre del prostíbulo besó las de la puta, pero ése era un deseo secreto del que se avergonzaba. A decir verdad, se avergonzaba vagamente de todas aquellas ideas. Le parecía animalesco estar sentado junto a una mujer y pensar continuamente en su cuerpo desnudo, como si de ella no le importase nada más, como si sólo deseara utilizarla. Sin embargo, no podía evitarlo, y mucho menos en el caso de Maisie, que era tan atractiva.