Una fortuna peligrosa (10 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Una fortuna peligrosa
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Stalworthy Manor

Stalworthy

Condado de Buckingham

11 de junio de 1873

Hugh:

Escribir embustes no te servirá de nada. Tengo la absoluta certeza de que el consejo de mis padres es correcto y, en consecuencia, he de olvidarte.

FLORENCE

Whitehaven House

Kensington Gore

Londres, S. W

12 de junio de 1873

Querida Florence:

¡Debes creerme! Es posible que no sea verdad lo que te dije acerca de mi padre -aunque en absoluto puedo dudar de la sinceridad de la palabra de mi madre-, pero en mi caso ¡sé la verdad! Cuando tenía catorce años aposté un chelín en el Derby y lo perdí; desde entonces, nunca he vuelto a jugar. Cuando te vea, te lo juraré solemnemente.

Con esa esperanza.

HUGH

Foljambe y Merryweather, abogados

Gray's Inn

Londres, W C.

13 de junio de 1873

Sr. D. Hugh Pilaster

Señor:

Nuestro cliente, el conde de Stalworthy, nos ha encargado le conminemos a usted a que desista de comunicarse con la hija del mencionado señor conde.

Sírvase darse por informado de que, en el caso de que no suspenda usted de inmediato sus intentos, dicho noble emprenderá las acciones legales necesarias, incluido un requerimiento del Tribunal Supremo, para obligarle a cumplir este mandato.

Por Foljambe y Merryweather

ALBERT C. MERRYWEATHER

Florence enseñó a su madre tu última carta. Se han llevado a Florence a París, donde permanecerá hasta que termine la temporada en Londres. Luego irán al condado de York. Todo va mal, ya no le importas. Lo siento…

JANE

2

Salones Argyll era el centro de diversión más popular de Londres, pero Hugh nunca había estado allí. Jamás se le hubiera ocurrido visitar semejante sitio: aunque no era un lupanar, tampoco dejaba de tener mala reputación. Sin embargo, unos días después de que Florence Stalworthy le rechazara, Edward le invitó a participar con él y con Micky en una noche de libertinaje. Aceptó.

Hugh no pasaba mucho tiempo con su primo. Edward siempre había sido un niño mimado, un tiranuelo y un vago al que otros le hacían el trabajo. Hugh llevaba sobre sí, desde mucho tiempo atrás, el sambenito de oveja negra de la familia, que seguía los pasos de su padre. Tenían poco en común. A pesar de ello, Hugh decidió probar los placeres de la crápula. Tabernas de mala nota y mujeres licenciosas eran un modo de pasar bien el rato para miles de ingleses de la clase alta. Tal vez estaban en lo cierto: quizá era ése, más que el verdadero amor, el camino de la felicidad.

Para ser sincero, no estaba seguro de haberse enamorado de veras de Florence. Le indignaba que los padres de la muchacha la hubiesen puesto en su contra, sobre todo porque el argumento que utilizaron fue una pérfida y falsa imputación relativa a su padre. Pero se dio cuenta, no sin cierta sensación de vergüenza, de que no tenía el corazón destrozado. A veces pensaba en Florence, pero no obstante dormía bien, comía con apetito y se concentraba sin dificultad en su trabajo. ¿Significaba eso que nunca la había amado? De todo el mundo, la chica que mejor le caía, aparte de su hermana Dotty, que contaba seis años, era Rachel Bodwin, y desde luego jugueteaba con la idea de casarse con ella. ¿Era eso amor? Lo ignoraba. Quizá él era demasiado joven para comprender el amor. O tal vez, simplemente, no lo había encontrado todavía.

El edificio de Salones Argyll estaba contiguo a una iglesia de la calle Great Windmill, cerca de Piccadilly Circus. Edward pagó un chelín por la entrada de cada uno de ellos y franquearon la puerta. Los tres iban de etiqueta: levita negra con solapa de seda, pantalones negros con galones también de seda, chaleco blanco, camisa blanca y corbata de lazo igualmente blanca. El traje de Edward era caro y nuevo; el de Micky un poco más barato; Hugh vestía uno heredado de su padre.

La sala de baile era un local extravagante, con iluminación de gas y enormes espejos de marco dorado que intensificaban la brillantez de la luz. La pista aparecía rebosante de parejas y, detrás del áureo enrejado de una pantalla, una orquesta medio escondida tocaba una dinámica
polka
. Algunos clientes masculinos llevaban traje de etiqueta, síntoma de que eran miembros de las altas esferas que visitaban los barrios bajos; pero la mayor parte de los hombres vestían respetables trajes negros, lo que les identificaba como empleados o pequeños comerciantes.

Por encima de la sala de baile se encontraba una galería envuelta en sombras. Edward la señaló y le dijo a Hugh:

—Si trabas amistad con una chica, puedes pagar otro chelín y llevártela ahí arriba; asientos afelpados, penumbra y camareros cegatos.

Hugh se sentía aturdido, no sólo por las luces, sino también por las posibilidades que aquello brindaba. ¡A su alrededor hormigueaban chicas y más chicas, que habían ido allí con el único propósito de coquetear! Algunas estaban con sus novios, pero otras se encontraban solas, dispuestas a bailar con perfectos desconocidos. Todas iban de punta en blanco, con vestidos de noche de polisón, muchas de ellas bastante escotadas y la mayoría luciendo sombreros increíbles. Pero Hugh observó que, en la pista de baile, todas llevaban puesta la capa, en señal de pudor. y tanto Micky como Edward le aseguraron que no eran flores de prostíbulo, sino muchachas corrientes, dependientas de comercio, criadas y modistillas.

—¿Cómo hay que entablar conversación con ellas? -preguntó Hugh-. Supongo que no es cosa de abordarlas como si fueran busconas callejeras.

A guisa de respuesta, Edward le indicó un hombre alto, de aspecto distinguido, con levita y corbata blancas, que llevaba una especie de distintivo y parecía supervisar el baile.

—Ése es el maestro de ceremonias. Efectuará las presentaciones si le das una propina.

A Hugh le pareció que la atmósfera era una curiosa pero excitante mezcla de respetabilidad y concupiscencia.

Concluyó la
polka
y varios bailarines regresaron a sus mesas. Edward señaló a alguien con el dedo, al tiempo que exclamaba:

—¡Que me condene si ése no es Greenbourne
el Gordo
!

Hugh siguió la dirección del índice de Edward y vio a su antiguo condiscípulo, más imponente que nunca, con la barriga rebosando por el chaleco blanco. Llevaba del brazo a una joven de belleza fabulosa.
El Gordo
y la chica tomaron asiento en una mesa y Micky propuso en tono quedo:

—¿Por qué no nos reunimos con ellos un rato?

Hugh estaba deseando echar una mirada de cerca a la beldad y se apresuró a asentir. En fila india, los tres se deslizaron entre las mesas.

—¡Buenas noches,
Gordo
! -saludó Edward alegremente.

—Hola, pandilla -respondió Greenbourne. Añadió amistosamente-: Ahora, la gente me llama Solly.

Hugh solía ver de vez en cuando a Solly en la City, el distrito financiero de Londres. Solly había trabajado varios años en las oficinas centrales del banco de su familia, que estaban nada más doblar la esquina de la calle donde se encontraba el de los Pilaster. A diferencia de Hugh, Edward sólo trabajaba en la City desde hacía unas semanas, razón por la cual no se había tropezado con Solly.

—Se nos ocurrió que podíamos acercarnos a saludarlos -dijo Edward como quien no quiere la cosa, fija su inquisitiva mirada en la joven.

Solly volvió la cabeza hacia su acompañante.

—Señorita Robinson, permítame presentarle a unos viejos compañeros del colegio: Edward Pilaster, Hugh Pilaster y Micky Miranda.

La reacción de la señorita Robinson fue insólita. Se puso colorada bajo el maquillaje y preguntó:

—¿Pilaster? No pertenecerá a la familia de Tobias Pilaster, ¿verdad?

—Tobias Pilaster era mi padre -dijo Hugh-. ¿A qué se debe que conozca el apellido?

La muchacha recuperó en seguida la compostura.

—Mi padre trabajó para Tobias Pilaster y Cía. De niña, me pregunté muchas veces quién podría ser el tal Cía. -Se echaron a reír y el momento de tensión se desvaneció. La joven propuso-: ¿Y si se sentaran con nosotros?

Había una botella de champán sobre la mesa. Solly escanció un poco para la señorita Robinson y pidió más copas.

—Bueno, ésta es una auténtica reunión de viejos compinches del Windfield -comentó-. Adivinad quién está también aquí… Tonio Silva.

—¿Dónde? -preguntó Micky rápidamente. Pareció disgustarle la noticia de que Tonio andaba por las proximidades, y Hugh se preguntó por qué. Recordaba que, en el colegio, Tonio siempre tenía miedo de Micky.

—En la pista de baile -informó Solly-. Con la amiga de la señorita Robinson, la señorita April Tilsley.

—Podéis llamarme Maisie -dijo la señorita Robinson, que marcó la pauta del tuteo y la confianza-. No soy lo que se dice una chica formal.

Dirigió a Solly un guiño lascivo.

Llegó un camarero con un plato de bogavante, que depositó frente a Solly. Éste se introdujo la punta de una servilleta por debajo del cuello de la camisa y empezó a comer.

—Creí que los judíos no comían marisco -observó Micky con apática insolencia.

Solly seguía siendo tan imprevisible como siempre en sus comentarios.

—En casa soy el único
kosher
, o sea el único que tiene bula.

Maisie Robinson lanzó a Micky una mirada tan fulminante como hostil.

—Las chicas judías comemos lo que nos gusta -dijo, y tomó un bocado del plato de Solly.

A Hugh le sorprendió que fuese judía: siempre se había imaginado a los judíos como personas de piel oscura. Estudió a la joven. Era un tanto bajita, pero añadía unos treinta centímetros a su estatura mediante el procedimiento de peinarse la cabellera hacia arriba, recogiéndosela en un moño alto que coronaba con un enorme sombrero decorado a base de hojas y frutas artificiales. Debajo del sombrero, había un rostro insolente en el que chispeaban maliciosamente unas pupilas verdes. El escote de su vestido color castaño revelaba una asombrosamente amplia superficie de senos pecosos. Por regla general, no se considera que las pecas sean atractivas, pero a Hugh le costaba trabajo apartar los ojos de aquéllas. Al cabo de un momento, Maisie notó la mirada de Hugh y volvió la cabeza hacia él. El muchacho desvió la vista, con una sonrisa de disculpa.

Apartó de su mente los senos de la joven por el procedimiento de ir observando a los miembros del grupo, lo que le permitió darse cuenta de lo que habían cambiado sus condiscípulos en los últimos siete años. Solly Greenbourne había madurado. A sus veinticinco o veintiséis años continuaba estando gordo, seguía conservando su simpática y fácil sonrisa y había adquirido cierto aire de autoridad. Tal vez era consecuencia de su condición adinerada… pero Edward también era rico y no tenía tal aura. A Solly le respetaban ya en la City; y aunque cuando uno era el heredero del Banco Greenbourne resultaba facilísimo que le respetasen, si uno era un joven estúpido, con idéntica facilidad se convertía en el hazmerreír de todos.

Edward se había hecho mayor, pero a diferencia de Solly, no podía decirse que hubiera madurado. Para él, como para cualquier chiquillo, jugar lo era todo. No tenía nada de estúpido, pero le costaba Dios y ayuda concentrarse en el trabajo del banco porque siempre preferiría estar en otro sitio, entregado al baile, a la bebida y al juego.

Micky era todo un apuesto demonio de ojos oscuros, cejas negras y cabello rizado que llevaba un poco largo. Su traje de etiqueta era correcto, pero tirando a atrevido: la chaqueta llevaba solapas y puños de terciopelo y lucía camisa de chorreras. A Hugh no se le escapó que varias jóvenes de las que ocupaban las mesas próximas le habían lanzado miradas de admiración y sonrisas incitantes. Pero a Maisie Robinson no le cayó bien y Hugh suponía que no era sólo por el comentario que hizo Micky respecto a los judíos. En Micky había algo siniestro. Era turbadoramente imperturbable, atento y reservado. No mostraba franqueza alguna, en muy raras ocasiones se manifestaba vacilante, inseguro o vulnerable y nunca revelaba lo más mínimo acerca de su alma… suponiendo que la tuviera. Hugh no se fiaba de él.

Concluyó la pieza y Tonio Silva regresó a la mesa junto con la señorita April Tilsley. Desde la época escolar, Hugh se había tropezado con Tonio varias veces, pero aunque hiciese varios años que no le veía le hubiera reconocido al instante por su mata de pelo color zanahoria. Fueron amigos hasta el mismo y terrible día de 1866 en que la madre de Hugh se presentó con la noticia de que el padre del chico acababa de morir y se llevó a Hugh del colegio. Habían sido los revoltosos del cuarto curso, siempre metidos en jaleos, pero disfrutaron de la vida, a pesar de las raciones de vara que recibieron.

A lo largo de los años, Hugh se había preguntado con frecuencia qué ocurrió realmente aquel día en el estanque donde se bañaban. Nunca creyó la versión del periódico sobre el intrépido Edward intentando salvar a Peter Middleton: Edward no hubiera tenido suficiente valor. Pero por nada del mundo Tonio iba a hablar del asunto, y el otro único testigo, Albert Cammel, el Joroba, se había ido a vivir a la colonia de El Cabo.

Hugh escudriñó el semblante de Tonio mientras éste estrechaba la mano de Micky. Tonio aún parecía tenerle miedo.

—¿Qué tal te va, Miranda? -saludó en tono normal, pero en su rostro se apreciaba una mezcla de temor y admiración. Era la actitud de un hombre corriente hacia un campeón de boxeo famoso por sus arrebatos de mal genio.

Hugh calculó que la pareja de Tonio, April, era un poco mayor que su amiga Maisie, y su porte y su palmito resultaban un tanto esquinados, angulosos, lo que la hacía menos atractiva; pero Tonio se lo estaba pasando estupendamente con ella, le acariciaba el brazo y le susurraba al oído cosas que producían alegres carcajadas de la muchacha.

Hugh volvió la mirada hacia Maisie. La joven era vivaracha y locuaz; matizaba su voz un ligero acento del noreste de Inglaterra, donde estuvieron los almacenes de Tobias Pilaster. Cuando sonreía, enarcaba las cejas, hacía mohínes, arrugaba su nariz respingona y ponía los ojos en blanco, su expresión era infinitamente fascinante. Observó que sus pestañas eran rubias y que tenía la nariz salpicada de pecas. Pese a lo poco convencional de su belleza, nadie podía negar que era la mujer más bonita de la sala.

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