Un trabajo muy sucio (41 page)

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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

BOOK: Un trabajo muy sucio
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—No —dijo Ray.

Se oyó un bofetón. Charlie abrió los ojos. Seguían allí, copulando, pero Ray tenía la mejilla derecha muy colorada y Lily se preparaba para abofetearlo de nuevo.

—¡Díselo!

—Es en la calle Guerrero, entre la Dieciocho y la Diecinueve, no sé el número, pero es un edificio grande de color verde, no tiene pérdida. El centro budista Tres Joyas.

¡Zas!

—¡Ay! ¡Se lo he dicho! —gimoteó Ray.

—Eso por no apuntar la dirección, capullo —respondió ella. Luego le dijo a Charlie—: Ahí lo tienes, Asher. Quiero un puesto de primera cuando domines el Inframundo.

Charlie pensó que una de las primeras medidas que iba a tomar cuando ocupara el poder sería alargar El gran libro déla muerte para que incluyera el modo de enfrentarse a situaciones como aquella. Pero dijo:

—Hecho, Lily. Te encargarás de las secciones de vestuario y tortura.

—Qué maravilla —dijo Lily—. Perdona, Asher, pero tengo que acabar esto. —Luego le dijo a Ray—: ¿lo has oído? Se te acabaron las camisas de franela, grumete. —¡Zas!

Los gruñidos que emitía Ray aumentaron en frecuencia e intensidad.

—Vale —dijo Charlie—. Saldré por la otra puerta.

—Hasta luego —dijo Ray.

—No voy a volver a miraros a la cara a ninguno de los dos, ¿de acuerdo ?

—Estupendo, Asher —contestó Lily—. Ten cuidado.

Charlie volvió a subir con sigilo las escaleras, salió por la puerta de su apartamento y bajó en ascensor hasta la entrada de la calle, sin dejar, entre tanto, de sofocar las ganas de vomitar. En la calle paró un taxi y puso rumbo a Mision mientras intentaba borrar de su cabeza el recuerdo de sus empleados fornicando.

Las Morrigan siguieron a las almas de regalo que habían escapado por los desagües hasta una calle desierta en Mision y allí esperaron, observando el edificio Victoriano de color verde desde las rejillas del alcantarillado, a ambos lados de la acera. Eran ahora más cautelosas: la explosión de la noche anterior había menoscabado un tanto su naturaleza rapaz.

Las llamaban «almas de regalo» porque aquellas criaturillas hechas de retales les llevaban las almas a los desagües y porque aquellos «regalos» aparecían siempre en sus momentos más bajos. Después de que el maldito boston terrier las persiguiera por espacio de kilómetros y kilómetros de tuberías, dejándolas vapuleadas y exhaustas en el alero de un cruce de cañerías, aparecieron cerca de veinte de aquellos pequeños y hermosos engendros de pesadilla, vestidos de punta en blanco y portando justo lo que las Morrigan necesitaban para curar sus heridas y recobrar fuerzas: almas humanas. Así revivificadas, fueron capaces de ahuyentar a aquel terrible perrillo. Las Morrigan habían vuelto: no tenían tanta fuerza como antes de la explosión (ni siquiera, quizá, para volar), pero sí la suficiente para aventurarse de nuevo Arriba, sobre todo habiendo tantas almas a mano.

Esa noche no había nadie en la calle, fuera de los yonquis, las putas y los sin techo. Tras aquel día tan jodido, casi todo el mundo había llegado a la conclusión de que convenía quedarse en casa, a salvo. Para las Morrigan (y no es que les importara), los humanos estaban tan a salvo en sus casas como un atún en una lata, pero eso nadie lo sabía aún. Nadie sabía de qué se escondía, excepto Charlie Asher, que salió de un taxi justo delante de ellas mientras miraban.

—Es Carne Nueva —dijo Macha.

—Deberíamos ponerle otro nombre —dijo Babd—. Ya no es tan nuevo.

—Calla —dijo Macha.

—¡Eh, amor! —llamó Babb desde la alcantarilla—. ¿Me has echado de menos?

Charlie pagó al taxista y se quedó en medio de la calle, mirando el gran edificio estilo Reina Ana de color verde jade. Había luces arriba, en el torreón, y también en una ventana de la planta baja. Charlie distinguía a duras penas el letrero que decía: «Centro budista Tres Joyas». Empezó a avanzar hacia la casa y vio movimiento en la celosía, bajo el porche: unos ojos que brillaban. Un gato, quizá. Su teléfono móvil sonó y él lo abrió.

—Charlie, soy Rivera. Tengo buenas noticias. Hemos encontrado a Carrie Long, la mujer de la tienda de empeños, y está viva. La habían atado y arrojado a un contenedor, a una manzana de la tienda.

—Eso es fantástico —dijo Charlie. Pero no estaba muy entusiasmado. Las criaturas que se movían debajo del porche estaban saliendo de allí. Subieron las escaleras, se irguieron sobre el porche, en fila, y lo miraron de frente. Eran veinte o treinta, de poco más de medio metro de alto, e iban vestidas con recargados trajes de época. Cada una de ellas tenía la cara esquelética de un animal muerto: gatos, zorros, tejones y otros animales que Charlie no reconoció y de los que solo poseían los cráneos; las cuencas de los ojos estaban vacías y negras. Sin embargo, miraban fijamente.

—No va a creerse lo que esa mujer dice que la llevó allí, Charlie. Unas criaturillas, como monstruitos, dice.

—De unos treinta y cinco centímetros de alto —dijo Charlie.

—Sí, ¿cómo lo sabe?

—Con muchos dientes y garras, como trozos de animales pegados, vestidos de arriba abajo como si fueran a un gran baile de disfraces.

—¿Qué está diciendo, Charlie? ¿Qué es lo que sabe?

—Solo era una suposición —dijo Charlie. Desenganchó el cierre de su bastón espada.

—Eh, amor —dijo una voz femenina a su espalda—. ¿Me has echado de menos?

Charlie se volvió. Ella estaba saliendo a rastras de la alcantarilla, casi justo detrás de él.

—La mala noticia —añadió Rivera— es que hemos encontrado al chatarrero y al librero de Book'em Danno. O trozos de ellos, por lo menos.

—Sí que es mala noticia —dijo Charlie, y empezó a subir por la calle, alejándose de la arpía de la alcantarilla y del porche lleno de marionetas satánicas.

—Carne Nueva... —dijo una voz desde lo alto de la calle.

Charlie vio salir otra arpía de la alcantarilla. Sus ojos relucían, negros, a la luz de las farolas. Tras él, oyó un castañeteo de dientecillos animales.

—Charlie, sigo pensando que debería irse una temporada de la ciudad, pero, si no lo hace, y no le diga a nadie que le he dicho esto, debería buscarse una pistola, o quizá un par de pistolas.

—Me parece una idea estupenda —contestó Charlie. Las dos arpías se movían muy despacio hacia él, torpemente, como si sus nervios estuvieran cortocircuitando. La más cercana, la del callejón de North Beach, se lamía los labios. Parecía un poco ajada comparada con la noche que lo sedujo. Charlie siguió avanzando por la calle, lejos de ellas.

—O una escopeta, así no tendrá que aprender a disparar. Yo no puedo darle una, pero...

—Inspector, voy a tener que dejarlo.

—Hablo en serio, Charlie, sean lo que sean esas cosas, van a por los suyos.

—No sabe usted lo claro que lo tengo, inspector.

—¿Es el que me disparó? —preguntó la arpía más cercana—. Dile que le voy a sorber las cuencas de los ojos hasta que se los saque y a comérmelos en su oreja.

—¿Ha oído eso, inspector? —dijo Charlie.

—¿Está ahí?

—Están —contestó Charlie.

—Por aquí, Carne —dijo la tercera arpía al salir del desagüe del extremo de la manzana. Se irguió, extendió las garras y lanzó un hilillo de veneno al costado de un coche aparcado. Donde el veneno la tocó, la pintura chisporroteó y se derritió.

—¿Dónde está, Charlie? ¿Dónde está?

—En Mision. Cerca de Mision.

Las pequeñas criaturas estaban bajando las escaleras y avanzaban por la acera, hacia la calle.

—Mira —dijo la arpía—, ha traído regalos.

—Charlie, ¿dónde está exactamente? —preguntó Rivera.

—Tengo que colgar, inspector. —Charlie cerró el teléfono y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Luego sacó la espada del bastón y se volvió hacia la arpía del callejón—. Esto es para ti —le dijo, y blandió la espada con una fioritura.

—Qué encanto —dijo ella—. Siempre pensando en mis necesidades.

El Cadillac Eldorado Brougham de 1957 era, entre las máquinas mortíferas, la de más perfecta chulería. Consistía en cerca de tres toneladas de acero prensado que hacían de él una bestia de inmensas fauces y cola alta, recubierta de cromo suficiente para fabricar un Terminator y que sobraran piezas, y estaba compuesto en su mayor parte por largas y afiladas tiras de metal que se despegaban al impactar, convirtiéndose en guadañas letales capaces de desollar a un transeúnte. Bajo sus cuatro faros ostentaba dos parachoques de cromo en forma de bala que semejaban torpedos sin estallar o mortíferas tetas de talla extragrande, del estilo de las de Madonna. Poseía una columna de dirección no abatible que, en caso de impacto serio, empalaba al conductor, y ventanillas eléctricas capaces de cercenar la cabeza de un niño. Carecía de cinturón de seguridad y tenía un motor de trescientos veinticinco caballos y ocho válvulas con una eficiencia energética tan atroz que al pasar se oía cómo intentaba chupar del suelo dinosaurios licuefactados. Alcanzaba una velocidad máxima de ciento setenta y siete kilómetros por hora, tenía una suspensión pulposa, como de barcaza, incapaz de estabilizar el coche a esa velocidad, y frenos de tamaño reducido que tampoco podían detenerlo. Los alerones que sobresalían de su parte trasera eran tan altos y afilados que el coche suponía una amenaza letal para los viandantes hasta aparcado, y el conjunto completo se sostenía sobre altos neumáticos adornados con una línea blanca que parecían, y solían manipularse, como enormes dónuts espolvoreados. En Detroit no habrían logrado un derroche de ostentación con aletas tan mortífero ni aunque hubieran recubierto con pedrería a una ballena asesina. Era una obra de arte.

Y el motivo por el que el lector necesita saber todo esto es que, junto con las vapuleadas Morrigan y aquellas quimeras tan bien vestidas, un Eldorado del 57 se dirigía velozmente hacia Charlie.

El Cadillac esmaltado en rojo sangre dobló suavemente la esquina; sus neumáticos chillaban como pavos reales, sus tapacubos se proyectaban hacia el bordillo, su motor rugía y, como si fuera un dragón flatulento, sus tubos de escape traseros escupían un humo azulado. La primera de las Morrigan se volvió a tiempo de recibir en el muslo el impacto de un parachoques en forma de proyectil antes de ser arrastrada y plegarse bajo el coche, que la escupió por detrás en forma de un montón negro. Se encendieron los faros y el Cadillac viró hacia la Morrigan que estaba más cerca de Charlie.

Las criaturillas animales se escabulleron hacia la acera y Charlie corrió a subirse al capó de un Honda aparcado, al tiempo que el Eldorado golpeaba a la segunda Morrigan. Pasó esta sobre el capó como una muñeca de trapo mientras los frenos del coche chirriaban, y voló luego veinte metros calle abajo. El Cadillac aceleró y volvió a golpearla, pasó sobre ella con una serie de golpes sordos y la dejó retorciéndose sobre el asfalto. Mientras rodaba, se iban desprendiendo trozos de ella. El Cadillac enfiló a la última Morrigan.

Tuvo esta unos segundos de ventaja sobre sus hermanas y echó a correr calle arriba. Su forma iba cambiando: los brazos se convirtieron en alas y las plumas de la cola intentaron manifestarse, pero no pudo completar su metamorfosis a tiempo de echar a volar. El Eldorado le pasó por encima; después frenó en seco, dio marcha atrás y quemó rueda sobre su lomo.

Charlie se subió al techo del Honda, listo para apartarse de un salto de la calle, pero el Cadillac se detuvo y su ventanilla ahumada bajó.

—Métete en el puto coche —dijo Minty Fresh.

Minty Fresh volvió a arrollar a la última Morrigan al salir a toda pastilla calle abajo, giró dos veces hacia la izquierda con gran chirrido de frenos, acercó el coche al bordillo de la acera, se bajó de un salto y corrió a la parte delantera.

—Maldita sea —dijo con entonación descendente, dolor y sentimiento—. Maldita sea, me han jodido el capó y la rejilla. Maldita sea. Vale que las tinieblas se alcen y cubran el mundo, pero a mí que no me jodan el buga.

Volvió a montarse en el coche, metió la marcha y dobló la siguiente esquina a toda velocidad.

—¿Adonde vas?

—-Voy a volver a atropellar a esas zorras. A mí nadie me jode el coche.

—¿Y qué creías que iba a pasar cuando las atropellaras?

—Esto no. Nunca había atropellado a nadie. Y no finjas que te sorprende.

Charlie miró el interior reluciente del coche: los asientos de cuero rojo sangre, el salpicadero adornado con madera de nogal y botones plateados.

—Es un coche genial. A mi cartero le encantaría.

—¿A tu cartero?

—Colecciona cosas de chuleta trasnochado.

—¿Qué insinúas?

—Nada.

Estaban ya en la calle Guerrero y Minty pisó a fondo el acelerador al acercarse a su lugar de destino. La primera Morrigan a la que había arrollado acababa de ponerse de rodillas cuando volvió a golpearla, la lanzó por encima de dos coches aparcados y la dejó en el lateral de un edificio abandonado. La segunda se volvió para mirarlos y enseñó las uñas, que arañaron el capó cuando Minty le pasó por encima con un redoble de golpazos; después atropello las piernas de la tercera, que se estaba metiendo a rastras por una alcantarilla.

Charlie se volvió para mirar por la ventanilla de atrás.

—Jolín—dijo.

Minty Fresh parecía haber concentrado de pronto toda su atención en conducir con prudencia.

—¿Qué coño son esas cosas?

—Yo las llamo las arpías de las alcantarillas. Son las que nos llaman desde los desagües. Ahora son mucho más fuertes que antes.

—Son horripilantes, eso es lo que son —dijo Minty.

—No sé —dijo Charlie—. ¿Te has fijado bien? Porque tienen un culo y unas tetas de puta madre, ¿sabes, tronco? ¿Chocas esos cinco? —Ofreció el puño para entrechocarlo con el de Minty, pero, ¡ay!, el mentolado lo dejó con un palmo de narices.

—Vale ya —dijo Fresh.

—Perdona —dijo Charlie.

—¿
Habla como un negrata en diez días o menos
, de Ediciones El Camello?

Charlie asintió con la cabeza.

—Nos llegó el cd a la tienda hace un par de meses. Practico en la furgoneta. ¿Qué tal lo hago?

—Tu negritud es pavorosa. He tenido que mirarte para comprobar que seguías siendo blanco.

—Gracias —repuso Charlie y luego, como si se le encendiera una luz, añadió—: Oye, te he estado buscando. ¿Dónde coño te has metido?

—Estaba escondiéndome. Una de esas cosas fue a por mí en el metro hace un par de noches, cuando volvía de Oakland.

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