—No le creí, señor Asher, cuando dijo que era la Muerte, pero dado que no puedo explicar qué era lo que había en el callejón con usted, ni quería explicarlo, de hecho, lo dejé correr.
—Y yo se lo agradezco —repuso Charlie, un poco incómodo por tener que beberse una copa de vino con las esposas puestas. Tenía la cara, quemada por el aerosol de pimienta, roja como una manzana garrapiñada—. ¿Este es el procedimiento normal para los interrogatorios?
—No —contestó Rivera—. Normalmente se supone que paga el municipio, pero le diré al juez que le descuente las copas en la sentencia.
—Genial. Gracias —dijo Charlie—. Y puede llamarme Charlie.
—Está bien. Usted puede llamarme inspector Rivera. Ahora, respecto a eso de dar a esa viejecita con un bloque de hormigón en la cabeza... ¿en qué estaba pensando exactamente?
—¿Necesito un abogado?
—Claro que no, no tiene de qué preocuparse, este bar está lleno de testigos. —Rivera había sido antaño un policía de manual. Pero eso fue antes de los demonios, los búhos gigantes, la bancarrota, los osos polares, los vampiros, el divorcio y la cosa en forma de mujer con garras de sable que se convertía en pájaro. Ahora, ya no lo era tanto.
—En ese caso, estaba pensando que nadie podía verme —contestó Charlie.
—¿Porque era invisible?
—Qué va. Es solo que nadie se fija en mí.
—Bueno, en eso le doy la razón, pero no creo que sea motivo para aplastarle el cráneo a una abuela.
—De eso no tiene pruebas —dijo Charlie.
—Claro que sí —contestó Rivera, y levantó su vaso para indicar a la camarera que quería otro Glenfiddich con hielo—. Vi fotos de sus nietos, me las enseñó cuando entré en la casa.
—No, me refiero a que no tiene pruebas de que fuera a aplastarle el cráneo.
—Entiendo—dijo Rivera, que no entendía nada en absoluto—. ¿De qué conocía a la señora Posokovanovich?
—No la conocía. Su nombre apareció en mi agenda, ya se lo he enseñado.
—Sí, me lo ha enseñado, me lo ha enseñado. Pero eso no le da permiso para matarla, ¿no?
—Ese es el quid de la cuestión. Se suponía que tenía que haber muerto hace tres semanas. Hasta apareció una esquela en el periódico. Yo intentaba corregir esa imprecisión.
—Así que, en lugar de pedir al Chronicle que rectificara, se le ocurrió desparramarle los sesos a la abuelita.
—Bueno, era eso o que mi hija le dijera «gatito», y me niego a explotarla de ese modo.
—Lo admiro por mantenerse firme en eso, Charlie —dijo Rivera mientras se decía, ¿A quién tengo que disparar para conseguir una copa en este sitio?—. Pero pongamos por una milésima de segundo que le creo y que se suponía que esa anciana debía morir y no murió, y que por eso le dispararon a usted con una ballesta y apareció esa cosa a la que acribillé en el callejón... Digamos que me creo todo eso. ¿Qué se supone que debo hacer al respecto?
—Debe usted tener cuidado —contestó Charlie—. Puede que se esté convirtiendo en uno de nosotros.
—¿ Cómo dice ?
—Eso fue lo que me pasó a mí. Cuando murió mi mujer, en el hospital, vi al tipo que fue a recoger la vasija de su alma, y ¡zas!, ya era un Mercader de la Muerte. Usted me ha visto hoy, cuando nadie más podía verme, y vio a la arpía de la alcantarilla esa noche en el callejón. Casi siempre solo las veo yo.
Rivera estaba deseando dejar a aquel tipo en el hospital, en manos de un psiquiatra, y no volver a verlo nunca más, pero el problema era que había visto a aquella cosa con forma de mujer, esa noche y otra vez en su propia calle, y que había recibido informes de que en la ciudad pasaban cosas extrañas desde hacía un par de semanas. Y no cosas raras normales en San Francisco, sino cosas raras raras, como una bandada de cuervos atacando a un turista en la torre Coit, y un tipo que estrelló su coche contra una tienda del barrio chino alegando que había dado un volantazo para esquivar a un dragón, y gente por todo Mision que decía haber visto una iguana vestida de mosquetero rebuscando en la basura, con su espadín y todo.
—Puedo demostrarlo —dijo Charlie—. Lléveme a la tienda de música del Castro.
Rivera miró los tristes y desnudos cubitos de hielo de su vaso y dijo:
—¿Le ha dicho alguien alguna vez que cuesta seguirle el hilo, Charlie?
—Tiene usted que hablar con Minty Fresh.
—Naturalmente, eso lo aclara todo. Y ya que estoy allí, hablaré también con Krispy Kreme.
—Minty también es un Mercader de la Muerte. Él puede decirle que lo que le estoy contando es la verdad. Así podrá soltarme.
—Levántese. —Rivera se puso en pie.
—No me he acabado el vino.
—Deje el dinero para las bebidas y levántese, por favor. —El inspector enganchó con un dedo las esposas de Charlie y tiró de él—. Nos vamos al Castro.
—No creo que pueda manejar el bastón con esto puesto —dijo Charlie.
Rivera suspiró y miró a los surfistas. Le pareció ver una cosa grande que se movía en medio de una ola, detrás de uno de ellos, pero mientras el corazón le daba un vuelco de emoción, un león marino asomó su cara patilluda por la cresta de la ola y el desánimo volvió a apoderarse del inspector. Lanzó a Charlie las llaves de las esposas.
—Nos vemos en el coche. Tengo que ir a cambiarle el agua al canario.
—Podría escaparme.
—Hágalo, Charlie... después de pagar.
Antón Dubois, el propietario de la librería Book'em Danno, en Mision, era el Mercader de la Muerte más antiguo de San Francisco. Al principio, claro está, no se había dado el nombre de «Mercader de la Muerte», pero cuando aquel tal Minty Fresh que abrió una tienda de discos en el Castro acuñó el término, no volvió a pensar en sí mismo de otro modo. Tenía sesenta y cinco años y, como no había usado el cuerpo para mucho más que para llevar la cabeza, que era donde vivía casi todo el tiempo, no gozaba de muy buena salud. A lo largo de sus muchos años de lectura, no obstante, había adquirido un conocimiento enciclopédico acerca de la ciencia y la mitología de la muerte. Así que, ese martes por la noche, justo después de que se pusiera el sol, cuando las vidrieras de su establecimiento se ennegrecieron como si de pronto el universo se hubiera quedado sin luz y las tres figuras femeninas avanzaron hacia él en la tienda mientras se hallaba sentado bajo su lamparita de leer, junto al mostrador del fondo, como en una diminuta isla amarilla en el vasto abismo del espacio, fue el primer hombre en mil quinientos años que supo con precisión qué (o quiénes) eran aquellas criaturas.
—Las Morrigan —dijo sin una sola nota de temor en la voz. Dejó su libro, pero no se molestó en marcar la página. Se quitó las gafas, las limpió con la camisa de franela y volvió a ponérselas como si no quisiera perderse detalle. En ese instante ellas eran solo tachones de luz negra azulada que se desplazaban entre las sombras profundas de la tienda, pero Antón podía verlas. Se detuvieron cuando habló. Una de ellas siseó, no con el siseo de un gato, sino con un sonido prolongado y firme, más parecido al silbido del aire al escapar de la balsa de goma que es lo único que lo separa a uno de un mar opaco repleto de tiburones: el siseo de la propia vida escapándose por las costuras.
—Ya me parecía que pasaba algo —dijo, ya un poco nervioso—. Con todas esas señales y la profecía sobre el Luminatus, sabía que pasaba algo, pero no creía que vinierais vosotras en carne y hueso, por decirlo así. Esto es muy emocionante.
—¿Un devoto? —preguntó Nemain.
—Un admirador —dijo Babd.
—Un sacrificio —añadió Macha.
Se movían a su alrededor, en las márgenes de su círculo de luz.
—Trasladé las vasijas de las almas —dijo Antón—. Supuse que a los otros les había pasado algo.
—Vaya, ¿te escuece no ser el primero? —dijo Babd.
—Será como la primera vez, tesoro —dijo Nemain—. Para ti, por lo menos. —Soltó una risilla.
Antón metió la mano bajo el mostrador y apretó un botón. Los cierres de acero comenzaron a desplegarse ante la tienda, por encima de los escaparates y la puerta.
—¿Te da miedo que nos escapemos, tortuga? —dijo Macha—. ¿A que parece una tortuga?
—Bueno, sé que los cierres no os van a impedir salir, no son para eso. Los libros dicen que sois inmortales, pero sospecho que eso no es del todo exacto. Hay muchas narraciones de guerreros que os han herido y os han visto curaros en el campo de batalla.
—Estaremos aquí diez mil años después de tu muerte, que tendrá lugar muy pronto, he de añadir —contestó Nemain—. Las almas, tortuga. ¿Dónde las has puesto ? —Extendió sus garras y sacó las uñas para que captaran la luz del flexo de Antón. De sus puntas brotaba en gotas el veneno, que crepitaba al caer al suelo.
—Tú debes de ser Nemain, entonces —dijo él. La Morrigan sonrió. Antón distinguió sus dientes en la oscuridad.
Sintió que una extraña paz lo embargaba. Durante treinta años se había estado preparando de un modo u otro para aquel momento. ¿Qué era lo que decían los budistas? «Solo estando preparado para tu muerte puedes vivir plenamente». Si recoger almas y ver morir a la gente durante treinta años no lo preparaba a uno, ¿qué podía prepararlo? Debajo del mostrador, desenroscó con cuidado una tapa de acero inoxidable que ocultaba un botón rojo.
—Instalé esos cuatro altavoces en la parte de atrás de la tienda hace unos meses. Estoy seguro de que los veis, aunque yo no los vea —dijo.
—¡Las almas! —bramó Macha—. ¿Dónde están?
—Naturalmente, no sabía que seríais vosotras. Creía que tal vez fueran esas criaturitas que he visto paseándose por el vecindario. Creo que os gustará la música, empero.
Las Morrigan se miraron.
—¿Quién dice cosas como «empero»? —refunfuñó Macha.
—Está parloteando —dijo Babd—. Vamos a torturarlo. Arráncale los ojos, Nemain.
—¿Os acordáis de qué es una
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? —preguntó Antón.
—Una espada excelente para manejar con dos manos —dijo Nemain—. Muy buena para cortar cabezas.
—Lo sabía, lo sabía —dijo Babd—. ¡Ya se está pavoneando!
—Pues hoy en día una
claymore
es otra cosa —dijo Antón—. Después de trabajar tres décadas en el comercio de artículos de segunda mano, adquiere uno cosas sumamente interesantes. —Cerró los ojos y apretó el botón. Confiaba en que su alma acabara en un libro; preferiblemente, en su primera edición de
Cannery Row
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, que había guardado a buen recaudo.
Las minas antipersonales esféricas Claymore que había instalado en los armarios para altavoces del fondo de la tienda estallaron de pronto, lanzando dos mil ochocientos balines de acero hacia los cierres de la puerta, justo por debajo de la velocidad del sonido, y haciendo jirones a Antón y a cuanto se les puso por delante.
Ray siguió al amor de su vida por espacio de una manzana a lo largo de la calle Mason, donde ella montó de un salto en un funicular que la condujo el resto del camino colina arriba, hacia el interior del barrio chino. El problema era que, aunque resultaba bastante fácil adivinar adonde iba un funicular, estos solo pasaban cada diez minutos, así que Ray no podía esperar al siguiente, subirse de un brinco y gritar:
—¡Siga a ese anticuado pero encantador transporte público y abórdelo!
Y no había taxis a la vista.
Resultó que subir al trote una de las empinadas colinas de la ciudad en un caluroso día de verano y en ropa de calle era algo distinto a correr en una cinta andadora dentro de un gimnasio con aire acondicionado detrás de una fila de prietas muñecas hinchables y, para cuando llegó a la calle California, Ray estaba empapado en sudor y no solo odiaba la ciudad de San Francisco y todo cuanto había en ella, sino que estaba dispuesto a pasar de Audrey y a volver a la relativa desesperación de las finlandesas que lo amaban desde lejos.
Tuvo un respiro en el intercambiador de la calle Powell, donde paran los funiculares en el barrio chino y pudo montarse de un salto en el coche que salió detrás del de Audrey y proseguir aquella persecución vertiginosa a doce kilómetros por hora a lo largo de diez manzanas más, hasta la calle Market.
Audrey se apeó del funicular, se fue derecha a la isleta de la calle Market y montó en un viejo tranvía que salió antes de que Ray llegara siquiera a la isleta. Era como una especie de bruja diabólica aficionada a los vehículos que circulaban por raíles, pensó Ray. Había que ver cómo aparecían los coches cuando los necesitaba y cómo se iban cuando llegaba él. Dominaba una suerte de magia negra tranviaria, de eso no había duda (en cuestiones del corazón, la imaginación de los machos beta puede volverse rápidamente en contra de un pretendiente indeciso, y en ese momento a Ray empezaba a agotársele la poca confianza en sí mismo que había logrado reunir).
Estaba, sin embargo, en la calle Market, la más concurrida de la ciudad, y pudo coger un taxi rápidamente y seguir a Audrey hasta el distrito de Mision, y hasta siguió en el taxi unas cuantas manzanas más cuando ella siguió el camino a pie.
Se mantuvo a una manzana de distancia y la siguió hasta un gran edificio Victoriano estilo Reina Ana, de color verde jade, en la calle Diecisiete, en cuya columna del porche una pequeña placa rezaba: «Centro budista Tres Joyas ». Recuperó el aliento y la compostura y pudo observar cómodamente desde detrás de una farola, al otro lado de la calle, cómo subía Audrey las escaleras del centro. Cuando llegó al último escalón, la puerta de cristal emplomado se abrió de pronto y dos ancianas salieron corriendo, ansiosas al parecer por contarle algo, pero completamente desquiciadas. Las señoras le resultaban familiares. Ray contuvo el aliento y se metió la mano en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Sacó las fotocopias que se había guardado de las fotografías de los carnés de conducir de las mujeres a las que Charlie le había pedido que encontrara. Eran ellas: Esther Johnson e Irena Posokovanovich, y estaban allí, con la futura señora Macy. Entonces, mientras Ray intentaba dilucidar cuál podía ser la relación entre aquellos sucesos, la puerta del centro budista se abrió de nuevo y de ella salió lo que parecía una nutria ataviada con un minivestido de lentejuelas y botas de gogó, nutria que parecía dispuesta a cortarle los tobillos a Audrey con un par de tijeras.
En el Castro, Charlie y el inspector Rivera intentaban mirar por los escaparates de Fresh Music, más allá de los pósters de cartón duro y las carátulas gigantes de discos. Según el horario que figuraba en la puerta, la tienda debería estar abierta, pero la puerta estaba cerrada con llave y dentro estaba todo a oscuras. Por lo que Charlie podía ver, el local seguía igual que como lo había visto años antes, cuando fue a plantar cara a Minty Fresh, salvo por una diferencia: faltaba la estantería llena de refulgentes vasijas de almas.