Un trabajo muy sucio (37 page)

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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

BOOK: Un trabajo muy sucio
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—No estoy preparada —gimoteó Irena—. Si lo estuviera, no me habría ido de casa. No estoy preparada.

—Lo siento, señora, pero he de insistir.

—Estoy segura de que está usted en un error. Puede que haya otra señora Posokovanovich.

—No, aquí está, en la agenda, con su dirección. Es usted. —Charlie levantó hasta el ventanillo de la puerta su agenda, abierta por la página en la que aparecía el nombre de la señora Posokovanovich.

—¿Y dice usted que esa es la agenda de la Muerte?

—Correcto, señora. Fíjese en la fecha. Y este es el segundo aviso.

—¿Y usted es la Muerte?

—Eso es.

—Pues qué estupidez.

—No soy ningún estúpido, señora Posokovanovich. Soy la Muerte.

—¿Y no se supone que debe llevar una guadaña y un sayo largo y negro ?

—No, ya no lo hacemos así. Acepte mi palabra, soy la Muerte. —Intentó parecer realmente macabro.

—En los cuadros, la muerte es siempre muy alta. —Estaba de puntillas, Charlie lo notaba por cómo brincaba para mirarlo por el ventanillo—. Usted no parece tan alto.

—No hay exigencias de estatura.

—Entonces, ¿podría ver su tarjeta de visita?

—Claro. —Charlie sacó una tarjeta y la puso contra el cristal.

—Ahí dice «Tratante de ropa y accesorios usados».

—Eso es. Exacto. —Charlie comprendió que debería haber encargado un segundo juego de tarjetas de visita—. ¿Y de dónde cree que saco esas cosas? De los muertos. ¿Entiende usted?

—Señor Asher, voy a tener que pedirle que se marche.

—No, señora, soy yo quien va a tener que insistir en que fallezca usted en este instante. Se ha pasado usted de fecha.

— ¡Váyase! Es usted un charlatán y creo que necesita ayuda psicológica.

—¡Con la Muerte! ¡Se las está viendo usted con la Muerte! ¡Con eme mayúscula, zorra! —Bueno, aquello estaba fuera de lugar. Charlie se sintió mal en cuanto lo dijo—. Perdone —masculló frente a la puerta.

—Voy a llamar a la policía.

—Adelante, señora... esto... Irena. ¿Sabe usted qué van a decirle? ¡Que está muerta! Salió en el Chronicle. Y esos casi nunca publican nada que no sea cierto.

—Váyase, por favor. Me entrené mucho tiempo para poder vivir más. No es justo.

—¿Qué ha dicho?

—Márchese.

—La he oído. Me refiero a eso de que se entrenó mucho tiempo.

—No haga caso. Váyase en busca de otro.

Charlie ignoraba qué haría si no lo dejaba entrar. Tal vez tuviera que tocarla para que sus facultades mortíferas entraran en acción. Recordaba haber visto de niño Dimensión desconocida, una vieja serie en la que Robert Redford hacía de la Muerte y una anciana no lo dejaba pasar, así que él se fingía herido y cuando ella iba a ayudarlo... ¡zas! Ella la palmaba y él se la llevaba tranquilamente al Agujero de la Pared, donde ella lo ayudaba a producir películas independientes. Tal vez eso funcionara. Tenía el reparto perfecto, y además un bastón.

Miró a un lado y a otro de la calle para asegurarse de que nadie lo veía; después se tendió en el suelo, entre el pequeño porche y los escalones de cemento. Lanzó el bastón contra la puerta para que retumbara con estruendo sobre el cemento y profirió entonces lo que le pareció un lamento muy convincente.

—¡Aaaaaaaay! ¡Me he roto la pierna!

Oyó pasos dentro y distinguió por el ventanillo el pelo gris de la señora Posokovanovich, que brincaba un poco para poder verlo.

—¡Ay, cómo duele! —gimoteó—. ¡Socorro!

Más pasos, los postigos de la ventana de la derecha de la puerta se separaron y Charlie vio un ojo. Fingió una mueca de dolor.

—¿Se encuentra bien? —preguntó la señora Posokovanovich.

—Necesito ayuda. Tenía la pierna herida y me he resbalado en los escalones. Creo que me he roto algo. Hay sangre y sobresale un trozo de hueso. —Mantenía la pierna por debajo del nivel de su visión.

—Madre mía —dijo ella—. Espere un minuto.

—Socorro. Por favor. Qué dolor. ¡Qué... dolor! —Charlie tosió como tosen los vaqueros cuando se están muriendo en el polvo y las cosas se ponen feas de verdad.

Oyó correr el pestillo y un momento después se abrió la puerta de dentro.

—¿Está herido de verdad? —dijo ella.

—Por favor —dijo Charlie tendiéndole la mano—. Ayúdeme.

Ella quitó el cerrojo de l mosquitera. Charlie disimuló una sonrisa.

—Ay, gracias —gimió.

Ella abrió la mosquitera de par en par y de pronto le roció la cara con un chorro de aerosol de pimienta.

—¡Yo también vi ese capítulo de
Dimensión desconocida
, so hijoputa! —La puerta se cerró de golpe. El cerrojo volvió a cerrarse.

Charlie notaba la cara en llamas.

Por fin logró ver lo suficiente para caminar, y cuando volvía a su furgoneta oyó una voz femenina que le decía:

—Yo te habría dejado entrar, amor. —Luego, un coro de espeluznantes risas de muchacha salió de una alcantarilla. Charlie se pegó de espaldas a la furgoneta, listo para sacar la espada del bastón, pero entonces oyó salir de la alcantarilla lo que parecía el ladrido de un perrito.

—¿De dónde ha salido ese? —dijo una de las arpías.

—¡Me ha mordido! ¡Será cabrón!

—¡Cógelo!

—Odio a los perros. Cuando dominemos el mundo, nada de perros.

El ladrido se fue desvaneciendo, seguido por las voces de las arpías del, alcantarillado. Charlie respiró hondo e intentó aliviar el dolor de los ojos a fuerza de pestañear. Necesitaba reponerse, pero pensaba doblegar a la vieja señora, con aerosol de pimienta o sin él.

Tardó casi una hora en tomar posiciones, pero, en cuanto estuvo listo, dejó en el suelo el bloque de hormigón, abrió su móvil y marcó el número que le habían dado en información.

Contestó una mujer.

—Diga.

—Señora, soy de la compañía del gas —dijo Charlie con su mejor voz de empleado de la compañía del gas—. Según mi pantalla, su casa presenta pérdida de presión. Vamos a mandar una furgoneta inmediatamente, pero todo el mundo tiene que salir de la casa enseguida.

—Pues ahora mismo estoy sola, pero lo siento, no huelo a gas.

—Puede que se esté concentrando debajo de la casa —repuso Charlie, y se enorgulleció de sí mismo por ser tan sagaz—. ¿Hay alguien más en la casa?

—No, solo estamos yo y mi gatita, Samantha.

—Señora, por favor, coja al gato y salga a la calle. Nuestra furgoneta irá a su encuentro. Salga ahora mismo, ¿de acuerdo?

—Bueno, está bien.

—Gracias, señora. —Charlie colgó. Sintió movimiento dentro de la casa. Se acercó hasta el borde del tejado del porche y levantó el bloque de hormigón por encima de su cabeza. Parecerá un accidente, pensó, como si se hubiera caído un bloque de hormigón del tejado. Se alegraba de que nadie pudiera verlo allá arriba. Estaba sudando por la ascensión, tenía los sobacos manchados y los pantalones hechos un higo.

Oyó abrirse la puerta y se preparó para arrojar el bloque de hormigón en cuando su objetivo saliera de debajo del tejado.

—Buenas tardes, señora. —Una voz de hombre procedente de la calle.

Charlie bajó la mirada y vio al inspector Rivera de pie en la acera. Acababa de bajarse de un coche sin distintivos. ¿Qué coño estaba haciendo allí?

—¿Es usted de la compañía del gas? —preguntó la señora Posokovanovich.

—No, señora, soy de la policía de San Francisco. —Rivera le enseñó su insignia.

—Me han dicho que había un escape de gas —dijo ella.

—Ya nos hemos ocupado de eso, señora. ¿Podría volver a entrar en la casa? Enseguida estoy con usted, ¿de acuerdo?

—Bueno, vale.

Charlie oyó abrirse y cerrarse las puertas. Le temblaban los brazos de sujetar el bloque de hormigón por encima de la cabeza. Intentó respirar sigilosamente, pensando que el sonido de sus resoplidos tal vez atrajera la atención de Rivera y lo hiciera visible.

—Señor Asher, ¿qué está haciendo ahí arriba?

Charlie estuvo a punto de perder el equilibrio y caerse.

—¿Puede verme?

—Sí, señor, claro que puedo. Y también veo el bloque de hormigón que sostiene sobre su cabeza.

—Ah, se refiere a esta bobada.

—¿Qué pensaba hacer con eso?

—¿Reparaciones? —preguntó Charlie. ¿Cómo podía verlo Rivera si estaba en su papel de recuperador de vasijas de almas?

—Lo siento, pero no le creo, señor Asher. Va a tener que soltar el bloque de hormigón.

—Preferiría no hacerlo. Fue muy duro subirlo hasta aquí.

—Puede que sí, pero debo insistir en que lo suelte.

—Eso iba a hacer, pero entonces apareció usted.

—Por favor, hágame caso. Mire, está usted sudando. Baje de ahí y podrá sentarse en el coche conmigo. Tiene aire acondicionado. Charlaremos sobre trajes italianos, sobre los Giants... no sé... sobre por qué estaba a punto de aplastarle los sesos a esa encantadora señora con un bloque de hormigón. Aire acondicionado, señor Asher... ¿no le apetece?

Charlie bajó el bloque de hormigón y lo apoyó sobre su muslo. Al hacerlo, notó que sus pantalones se rasgaban irremediablemente.

—Menudo aliciente. ¿Qué cree que soy? ¿Un indio primitivo del Amazonas? Ya he probado otras veces el aire acondicionado. Hasta lo tengo en la furgoneta.

—Sí, reconozco que no es precisamente un fin de semana en París, pero la alternativa es bajarlo del tejado a tiros y que lo metan en una bolsa de plástico, lo cual resultaría muy agobiante con este calor.

—Bueno, sí —repuso Charlie—. Dicho así, el aire acondicionado parece mucho más atrayente. Gracias. Primero voy a tirar el bloque, si le parece bien.

—Eso sería fantástico, señor Asher.

Desengañado de las filipinas desesperadas, Ray estaba navegando por la selección de maestras solitarias de primer curso con másters en Física nuclear de Feminasamorosas.com cuando entró ella. Ray oyó la campanilla, la vio por el rabillo del ojo y, olvidándose de que tenía las vértebras del cuello dañadas, intentó volverse torciendo violentamente el lado izquierdo de la cara.

Ella lo vio mirarla y sonrió.

Ray le devolvió la sonrisa y después, por el rabillo del ojo, miró el monitor con la foto de una maestra de primer curso que se sostenía los pechos, y torció violentamente el lado derecho de la cara para intentar volverse a tiempo de apretar el botón de apagado antes de que ella pasara ante el mostrador.

—Solo voy a echar un vistazo —dijo el amor de su vida—. ¿Qué tal está hoy?

—Hola —contestó Ray. El «hola» (con el que empezaba siempre sus ensayos mentales) se le escapó antes de que se diera cuenta de que aquello lo dejaba un poco rezagado—. Digo, bien. Perdone. Estaba trabajando.

—Ya lo veo. —Otra vez aquella sonrisa.

Era tan comprensiva, tan tolerante... y tan amable... Se le notaba en los ojos. Ray sabía en el fondo de su corazón que, por aquella mujer, sería capaz hasta de tragarse una película de época. Podría ver de principio a fin
Una habitación con vistas
y
El paciente inglés
solo por compartir una pizza con ella. Y ella lo detendría cuando estuviera a punto de meterse en la boca el revólver reglamentario en mitad de la segunda película, porque así era ella: compasiva.

Ella aparentó echar un vistazo por la tienda, pero no habían pasado ni dos minutos cuando se hallaba ya ante la estantería especial de Charlie. El letrero ponía: «Mercancías especiales: solo un artículo por cliente», pero no decía si era un artículo por cliente y día, o uno de por vida. Pensándolo bien, Charlie no había especificado. Claro que Lily se había puesto muy pesada con que era importantísimo que respetaran aquella norma, pero Lily era Lily: tal vez hubiera madurado un poco, pero seguía siendo una perturbada.

Pasado un rato, ella escogió un despertador eléctrico y lo llevó al mostrador. Había llegado el momento. Ray oyó abrirse la puerta trasera.

—¿Esto es todo? —dijo.

—Sí—dijo la futura señora de Ray Macy—. Estaba buscando algo así.

—Sí, no hay nada como un Sunbeam —repuso Ray—. Son dos dieciséis con impuestos... Bueno, qué demontre, dejémoslo en dos.

—Es usted muy amable —dijo ella mientras hurgaba en un colorido bolsito guatemalteco de punto de algodón.

—Hola, Ray —dijo Lily, que de pronto apareció a su lado como un espectro malvado que surgiera de la nada para chupar, cual sanguijuela, cada momento potencialmente gozoso de su existencia.

—Hola, Lily —dijo él.

Lily pulsó unas teclas del ordenador. Retardado por su cara recientemente dislocada, Ray no pudo volverse antes de que apretara el botón de encendido del monitor.

—¿Qué es esto? —preguntó ella.

Con la mano libre, Ray le dio un puñetazo en el muslo por debajo del mostrador.

—¡Ay! ¡Gilipollas!

—Estoy seguro de que le encantará despertarse con esto —dijo Ray mientras le entregaba el despertador a la mujer que sería su reina.

—Muchísimas gracias —contestó su bella diosa morena.

—Por cierto —se lanzó a decir él—, ha venido un par de veces y me preguntaba, ya sabe, por curiosidad... esto... ¿cómo se llama?

—Audrey.

—Hola, Audrey. Yo soy Ray.

—Encantada de conocerte, Ray. Tengo que irme. Adiós. —Saludó por encima del hombro y salió por la puerta.

Ray y Lily la vieron alejarse.

—Bonito culo —dijo Lily.

—Ha dicho mi nombre —dijo Ray.

—Es un poco... no sé... real para ti.

Ray se volvió hacia Lily, su archienemiga.

—Tienes que cuidar la tienda. Yo tengo que irme.

—¿Porqué?

—Tengo que seguirla, descubrir quién es. —Ray empezó a recoger sus cosas: el teléfono, las llaves, la gorra de béisbol.

—Sí, eso es muy saludable, Ray.

—Dile a Charlie que... No le digas nada a Charlie.

—Vale. Entonces, ¿no pasa nada si salgo de la página de las feas?

—¿De qué estás hablando?

Lily se apartó de la pantalla y fue señalando las letras mientras leía.

—Féminas Amorosas: fe-as. —Esbozó una sonrisa petulante y satisfecha, como esa niña que siempre ganaba los concursos de ortografía en tercer curso. ¿Verdad que era odiosa aquella niña?

Ray no daba crédito. Ya ni siquiera se andaban con sutilezas.

—Ahora no puedo hablar —dijo—. Tengo que irme. —Salió corriendo por la puerta y enfiló la calle Masón en pos de la hermosa y compasiva Audrey.

Rivera había llevado a Charlie en coche hasta el restaurante Cliff House, que daba a Seal Rocks, y lo había obligado a invitarlo a una copa mientras contemplaba a los surfistas de la playa. No era Rivera hombre morboso, pero sabía que, si iba allí las veces suficientes, al final vería a algún surfista atacado por un tiburón blanco. De hecho, confiaba angustiosamente en que ello ocurriera, porque, si no, el mundo no tenía sentido, no había justicia y la vida no era más que un ovillo enredado y caótico. Miles de focas en el agua y las rocas (el principal sostén de la dieta del tiburón blanco), centenares de surfistas en el agua vestidos como focas... En fin, era necesario que aquello ocurriera para que el mundo siguiera en pie.

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