Charlie Asher es dueño de un edificio en San Francisco, tiene una tienda de objetos de segunda mano y está casado con una mujer guapa e inteligente que lo quiere por ser tan normal. Sí, a Charlie le van bien las cosas... hasta el día en que nace su hija, Sophie. Justo cuando se dispone a irse a casa, ve junto a la cama de su mujer a un extraño que asegura que nadie debería poder verlo. Pero Charlie lo ve y, de allí en adelante, comienzan a suceder cosas muy raras: la gente cae muerta a su alrededor, cuervos gigantes se posan en su edificio y parece que, allá donde va, oye susurros de una presencia siniestra. Sí, Charlie ha sido reclutado para un trabajo desagradable pero muy necesario: la Muerte. Es un trabajo sucio. Pero alguien tiene que hacerlo.
Christopher Moore
Un trabajo muy sucio
ePUB v1.3
dukoman15.09.11
Este libro está dedicado a Patricia Moss,
que fue tan generosa al compartir su muerte como lo fue al compartir su vida.
Y a los trabajadores y voluntarios de las residencias
para enfermos terminales de todo el mundo.
Lo que buscas, nunca lo hallarás.
Porque, cuando los dioses hicieron al hombre,
guardaron para sí la inmortalidad.
Llena la panza.
Retoza de sol a sol.
Llena tus días de alegría.
Quiere al niño que coge tu mano.
Haz gozar a tu esposa entre tus brazos.
Porque solo esas cosas incumben al hombre.
Epopeya de Gilgamesh
Charlie Asher caminaba por la tierra como camina una hormiga sobre la superficie del agua, como si, al más leve tropiezo, pudiera caer en picado y verse engullido por los abismos. Dotado de la imaginación de un macho beta, pasaba gran parte de su tiempo escudriñando el porvenir por si lograba atisbar las formas en que el mundo conspiraba para matarlo. A él, a su esposa, Rachel, y ahora también a Sophie, su hija recién nacida. Pero, pese a su concentración, pese a su paranoia y sus incesantes desvelos, desde el momento en que Rachel hizo pis y en la prueba de embarazo salió una rayita azul, hasta el momento en que la llevaron a la sala de reanimación del St. Francis Memorial, la Muerte logró colarse en su vida de rondón.
—No respira —dijo Charlie.
—Respira perfectamente —respondió Rachel mientras daba palmaditas en la espalda del bebé—. ¿Quieres cogerla?
Charlie había cogido en brazos a la pequeña Sophie unos segundos ese día y enseguida se la había pasado a la enfermera, alegando que alguien más ducho que él debía hacer el recuento de los dedos de sus manos y sus pies. Él ya lo había hecho dos veces y siempre contaba veintiuno.
—Se comportan como si eso fuera todo. Como si, porque la cría tenga los diez dedos de los pies y los diez de las manos, todo fuera a salir bien. ¿Y si hay alguno de más? ¿Eh? ¿Y si hay dedos de regalo? ¿Y si el bebé tiene cola? (Charlie estaba seguro de haber visto una cola en la ecografía del sexto mes. ¿El cordón umbilical? ¡Sí, ya! Había guardado una copia en papel.
—No tiene cola, señor Asher —explicó la enfermera—. Y son diez y diez, todos los hemos contado. Quizá debería irse a casa y descansar un poco.
—Seguiré queriéndola aunque tenga un dedo de más en la mano.
—La niña es perfectamente normal.
—O en el pie.
—Sabemos lo que hacemos, de verdad, señor Asher. Es una niña preciosa y sana.
—O cola.
La enfermera exhaló un suspiro. Era baja y ancha, y llevaba en la pantorrilla derecha una serpiente tatuada que se le veía a través de las medias blancas de enfermera. Se pasaba cuatro horas al día dando masajes a bebés prematuros, con las manos metidas por los agujeros de una incubadora como si estuviera manipulando una sustancia radioactiva. Les hablaba, les animaba, les decía lo especiales que eran y sentía aletear el corazón en sus pechos, no más grandes que un par de calcetines de deporte enrollados. Lloraba por cada uno de ellos y creía que sus lágrimas y sus caricias insuflaban una pizca de su propia vida en aquellos cuerpos minúsculos, lo cual le parecía de perlas. Podía permitírselo. Llevaba veinte años trabajando con neonatos y nunca le había levantado la voz a un padre primerizo.
—¡No hay cola que valga, merluzo! ¡Mire! —Apartó la manta y le apuntó con el trasero de Sophie como si esta pudiera descargar una andanada de caca armamentística como aquel cándido macho beta no había visto otra igual.
Charlie se apartó de un brinco (era un treintañero ágil y atlético) y, al darse cuenta de que el bebé no estaba cargado, se enderezó las solapas de la chaqueta de tweed con ademán de justa indignación.
—Podrían haberle quitado la cola en el paritorio y no nos enteraríamos. —Él no sabía qué había ocurrido. Le habían pedido que saliera del paritorio; primero, se lo pidió el obstetra y, después, Rachel («O él o yo», había dicho Rachel. «Uno de los dos tienes que irse»).
En la habitación de Rachel, Charlie dijo:
—Si le han quitado la cola, la quiero. La niña querrá tenerla cuando sea mayor.
—Sophie, tu padre no está loco, en serio. Es solo que hace un par de días que no duerme.
—Me está mirando —dijo Charlie—. Me está mirando como si me hubiera gastado el dinero de sus estudios apostando en las carreras y fuera a tener que buscarse la vida para sacarse el MBA
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Rachel lo cogió de la mano.
—Cariño, no creo que pueda fijar la vista tan pronto y, además, es un poco joven para empezar a preocuparse por buscarse la vida para sacarse el MFA.
—MBA —puntualizó Charlie—. Ahora empiezan desde muy pequeños. Para cuando yo encontrara el camino al hipódromo, ella ya podría tener edad suficiente. Dios, tus padres van a odiarme.
—¿Y en qué cambiaría eso las cosas?
—En que tendrán nuevos motivos, en eso. Ahora he convertido a su nieta en una shiksa
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—No es una shiksa, Charlie. Ya hemos pasado por esto. Es mi hija, así que es tan judía como yo.
Charlie hincó una rodilla junto a la cama y cogió entre los dedos una de las manitas de Sophie.
—Papá siente haberte convertido en una shiksa. —Bajó la cabeza y escondió la cara en el hueco que había entre el bebé y el costado de Rachel. Su mujer recorrió con la uña de un dedo la línea de sus entradas, describiendo una curva cerrada alrededor de su estrecha frente.
—Tienes que irte a casa y dormir un poco.
Charlie masculló algo contra las sábanas. Cuando levantó la vista tenía lágrimas en los ojos.
—Está calentita.
—Claro que está calentita. Tiene que estarlo. Es cosa de los mamíferos. Va con la lactancia. ¿Por qué lloras?
—Sois muy guapas. —Se puso a arreglar el pelo oscuro de Rachel sobre la almohada, colocó un largo mechón sobre la cabeza de Sophie y empezó a peinarlo como si fuera un peluquín para bebés.
—No pasa nada si no le crece el pelo. Había una cantante irlandesa que siempre estaba enfadada y no tenía pelo, y era muy atractiva. Si tuviera su cola, podríamos extraer unos folículos y trasplantárselos.
—¡Charlie, vete a casa!
—Tus padres me culparán a mí. Su nieta, shiksa y calva, buscándose la vida para sacarse un master en administración de empresas. Y todo por mi culpa.
Rachel cogió el timbre que había sobre la manta y lo sostuvo en alto como si estuviera conectado a una bomba.
—Charlie, si no te vas a casa a dormir un poco ahora mismo, te juro que llamo a la enfermera y le digo que te eche.
Parecía hablar en serio, pero sonreía. A Charlie le gustaba ver su sonrisa, siempre le había gustado; era como si le diera su aprobación y al mismo tiempo le concediera permiso. Permiso para ser Charlie Asher.
—Vale, ya me voy. —Levantó la mano para tocarle la frente—. ¿Tienes fiebre? Pareces cansada.
—¡Acabo de dar a luz, ratón!
—Es que estoy preocupado por ti. —Él no era un ratón. Pero Rachel lo culpaba por lo de la cola de Sophie, por eso lo llamaba «ratón» y no «merluzo», como todos los demás.
—Cariño, vete. Ahora mismo. Para que pueda descansar un poco.
Charlie le ahuecó las almohadas, comprobó la jarra de agua, remetió las sábanas, la besó en la frente, besó al bebé en la cabeza, ahuecó al bebé y empezó luego a recolocar las flores que había enviado su madre, puso el gladiolo delante, lo resaltó con un ramillete de velo de novia y...
—¡Charlie!
—Ya me voy. ¡Jolín! —Inspeccionó la habitación una última vez y luego retrocedió hacia la puerta—. ¿Quieres que te traiga algo de casa?
—No necesito nada. Con el kit de emergencia que metiste en la maleta está todo cubierto, creo. De hecho, puede que ni siquiera necesite el extintor.
—Mejor tenerlo y no necesitarlo que necesitarlo y...
—¡Largo de aquí! Voy a descansar un poco. Luego vendrá el médico a echar un vistazo a Sophie y por la mañana nos la llevaremos a casa.
—Me parece muy pronto.
—Es lo normal.
—¿Quieres que te traiga más propano para la cocina de camping?
—Intentaremos que nos dure.
—Pero...
Rachel levantó el timbre como si, si no se cumplían sus exigencias, las consecuencias pudieran ser fatales.
—Te quiero —dijo.
—Yo a ti también —respondió Charlie—. A las dos.
—Adiós, papá. —Rachel levantó la manita de Rachel para que saludara como si fuera una marioneta.
Charlie notó un nudo en la garganta. Nadie lo había llamado nunca «papá», ni siquiera una marioneta (una vez le había preguntado a Rachel mientras hacían el amor: «¿Quién es tu papaíto?», a lo que ella había respondido: «Saúl Goldstein», dejándolo de ese modo impotente una semana entera y despertando en él toda clase de dudas en las que no quería pararse a pensar).
Salió de la habitación marcha atrás, cerró la puerta con la palma de la mano, echó a andar por el pasillo y pasó por delante del mostrador, donde la enfermera de la serpiente tatuada le dedicó una sonrisa de soslayo al pasar.
Charlie conducía una furgoneta de seis años que, junto con la tienda de oportunidades y artículos de segunda mano, y el edificio que la albergaba, había heredado de su padre. La furgoneta olía siempre a polvo, a bolas de naftalina y a aroma corporal, a pesar del bosque de ambientadores en forma de árbol de Navidad que Charlie había colgado de todos sus ganchos, salientes y protuberancias. Abrió la puerta del coche y el olor de lo desechado (la mercancía con que comerciaba el dueño de una tienda de géneros de segunda mano) lo inundó por completo.