—Pues sí que parecen pisadas de pollo —dijo.
—Sí —repuso Charlie—. Y tiene usted baba de perro en la chaqueta.
—Tengo que informar de esto, Charlie.
—Entonces, ¿ a baba de perro es el factor decisivo para pedir refuerzos?
—Olvídese de la baba de perro. La baba de perro no es relevante. Tengo que informar de esto y llamar a mi compañero. Se va a cabrear porque le haya hecho esperar tanto. Y tengo que llevarlo a usted a casa.
—Ya le parecerá relevante, ya, si no consigue quitar la mancha de esa chaqueta de mil dólares.
—Céntrese, Charlie. En cuanto llegue otra unidad, lo mandaré a casa. Tiene mi móvil. Avíseme si pasa algo. Lo que sea.
Rivera llamó a comisaría desde su teléfono móvil y pidió al operador que enviara una unidad de agentes uniformados y un equipo de investigación forense en cuanto estuvieran disponibles. Cuando cerró el teléfono, Charlie preguntó:
—Entonces, ¿ya no estoy detenido ?
—No. Manténgase en contacto. Y tenga cuidado, ¿de acuerdo? Puede que incluso le convenga pasar unas cuantas noches fuera de la ciudad.
—No puedo. Soy el Luminatus. Tengo responsabilidades.
—Pero no sabe cuáles son...
—El hecho de que no sepa cuáles son no significa que no las tenga —replicó Charlie, quizá poniéndose en exceso a la defensiva.
—¿Y seguro que no sabe cuántos más de estos Mercaderes de la Muerte hay en la ciudad, ni dónde pueden estar?
—Minty Fresh me dijo que había por lo menos una docena, es lo único que sé. Pero en mis paseos sólo me encontré con esta mujer y con ese tipo de Mision.
Oyeron parar un coche en el callejón y Rivera se acercó a la puerta trasera y dio indicaciones a los agentes; luego se volvió hacia Charlie.
—Váyase a casa y duerma un poco si puede, Charlie. Estaremos en contacto.
Charlie dejó que el agente uniformado lo condujera al coche patrulla y lo ayudara a subir a la parte de atrás. Mientras el coche retrocedía por el callejón, saludó con la mano a Rivera y al basset hound.
Fue un día jodido en la ciudad de la bahía. Con las primeras luces, bandadas de buitres se posaron en las superestructuras del Golden Gate y el puente de la Bahía y desde allí observaron ceñudos a los transeúntes, como si les reprocharan el seguir vivitos y conduciendo. Los helicópteros de tráfico que fueron desviados para fotografiar las hileras de aves carroñeras acabaron ocupándose de una espiral de murciélagos que durante diez minutos envolvió como una nube la pirámide de la Transamerica y que luego pareció evaporarse en la bruma negra que flotaba sobre la bahía. Tres nadadores que competían en el triatlón de San Francisco se ahogaron y la cámara de un helicóptero filmó algo bajo el agua, una forma oscura que se aproximaba a uno de ellos desde abajo y lo hundía. Numerosas revisiones de la cinta desvelaron que aquella criatura no tenía la forma aerodinámica de un escualo, sino grandes alas y una cabeza con cuernos bien visibles, y que en nada se parecía a ninguna manta raya que alguien hubiera visto jamás. Los patos del parque Golden Gate levantaron el vuelo de pronto y abandonaron la zona; los centenares de leones marinos que normalmente se tumbaban al sol en el muelle 39 también se esfumaron, y hasta las palomas parecieron desaparecer de la ciudad.
Un reportero de poca monta que esa noche había estado cubriendo los atestados policiales advirtió la coincidencia de que se hubieran recibido siete informes de incidentes violentos o desaparición de personas en tiendas de segunda mano de la ciudad, y a primera hora de la tarde las cadenas de televisión ya mencionaban el asunto, junto con las espectaculares imágenes del incendio de la librería Book'em Danno, en Mision. Hubo además cientos de sucesos singulares acaecidos a particulares: seres que se movían entre las sombras, voces y gritos que salían de las rejillas del alcantarillado, leche que se agriaba, gatos que arañaban a sus dueños, perros que aullaban, y mil personas que al despertarse descubrieron que ya no les gustaba el sabor del chocolate. Fue un día jodido.
Charlie pasó el resto de la noche en vilo; comprobó una y mil veces las cerraduras y buscó luego en Internet pistas acerca de los moradores del Inframundo, por si acaso alguien había colgado algún documento antiguo desde la última vez que miró. Hizo testamento y escribió varias cartas que fue a echar al buzón de la calle, en vez de dejarlas sobre el mostrador de la tienda con el resto del correo. Después, a eso del alba, completamente exhausto y sin embargo con su imaginación de macho beta funcionando a mil por hora, sacó dos de los somníferos que le había dado Jane y se pasó durmiendo aquel día tan jodido, hasta que a primera hora de la tarde lo despertó una llamada telefónica de su querida hija.
—Hola.
—La tía Cassie es antisemita —dijo Sophie.
—Cariño, son las seis de la mañana. ¿No podemos hablar del ideario político de la tía Cassie un poco más tarde?
—No es verdad, son las seis de la tarde. Es la hora de bañarme y la tía Cassie no deja que Alvin y Mohamed se metan en el baño conmigo porque es antisemita.
Charlie miró su reloj. Se alegró en cierto modo de que fueran las seis de la tarde y estuviera hablando con su hija. Fuera lo que fuese lo que había pasado mientras dormía, al menos no había afectado a aquello.
—Cassie no es antisemita. —Era Jane, en la otra línea.
—Sí que lo es —repuso Sophie—. Ten cuidado, papi, la tía Jane es una simpatizante antisemita.
—No lo soy —dijo Jane.
—Hay que ver lo lista que es mi hija —dijo Charlie—. Yo a su edad no conocía palabras como «antisemita» y «simpatizante», ¿tú sí?
—No puede uno fiarse de los
goyim
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, papi —dijo Sophie. Bajó la voz hasta un susurro—. Odian bañarse, los
goyim
.
—Papá también es un
goyim
, nena.
—¡Dios mío, están por todas partes, como los ladrones de cuerpos! —Charlie oyó que su hija soltaba el teléfono y gritaba; a continuación oyó cerrarse una puerta.
—Sophie, abre esa puerta ahora mismo —dijo Cassie al fondo.
Jane dijo:
—¿De dónde saca esas cosas, Charlie? ¿Se las enseñas tú?
—Es la señora Korjev. Desciende de cosacos y se siente un poco culpable por lo que sus antepasados les hicieron a los judíos.
—Ah —dijo Jane, que había perdido el interés ahora que ya no podía echar la culpa a su hermano—. Bueno, no deberías dejar que los perros se metan en el cuarto de baño con ella. Se comen el jabón y a veces se meten en la bañera y luego...
—Deja que pasen, Jane —la interrumpió Charlie—. Tal vez sea lo único que puede protegerla.
—Vale, pero solo voy a dejar que se coman el jabón barato. El francés, ni hablar.
—Les basta con el jabón corriente, Jane. Mira, anoche hice un testamento hológrafo. Si algo me pasa, quiero que críes a Sophie. Lo he puesto en el testamento.
Jane no contestó. Charlie la oía respirar al otro lado.
—¿Jane?
—Claro, claro. Por supuesto. ¿Se puede saber qué coño os pasa? ¿En qué grave peligro está Sophie? ¿Por qué te pones tan misterioso? ¿Y por qué no has llamado antes, mamón?
—Me he pasado en pie toda la noche, haciendo cosas. Luego me tomé dos de esas pastillas para dormir que me diste. Y de repente han pasado doce horas.
—¿Te tomaste dos? Nunca te tomes dos.
—Ya, gracias—contestó Charlie—. De todos modos, seguro que no me pasa nada, pero si me pasa, coge a Sophie y llévatela de la ciudad una temporada. A las Sierras, por ejemplo. También te he mandado una carta explicándotelo todo, o lo que sé, por lo menos. Ábrela solo si me pasa algo, ¿vale?
—Será mejor que no te pase nada, cabrón. Acabo de perder a mamá y... ¿Por qué coño hablas así, Charlie? ¿En qué lío andas metido?
—No puedo explicártelo, Jane. Tienes que creerme: no tuve elección.
—¿Cómo puedo ayudarte?
—Haciendo exactamente lo que estás haciendo, cuidar de Sophie, mantenerla a salvo y no separarla de los perros ni un segundo.
—Está bien, pero más vale que no te pase nada. Cassie y yo vamos a casarnos y quiero que seas mi padrino. Y también quiero que me prestes tu esmoquin. Es de Armani, ¿no?
—No, Jane.
—¿No vas a ser mi padrino?
—No, no, no es eso. Pagaría a Cassie con tal de que se quedara contigo.
—Entonces es que piensas que a los homosexuales no nos deberían permitir que nos casáramos, ¿no es eso? Por fin hablas claro. Lo sabía, después de todo...
—Es solo que no creo que a los homosexuales deba permitírseles casarse con mi esmoquin.
—¡Ah! —dijo Jane.
—Tú te pondrás mi esmoquin de Armani y yo tendré que alquilar uno de mala muerte o comprarme uno nuevo y barato, y luego quedaré inmortalizado en las fotos de boda con pinta de capullo. Y sé lo mucho que os gusta enseñar las fotos de boda. Es como una enfermedad.
—¿Te refieres a las lesbianas? —preguntó Jane, que de pronto parecía una fiscal.
—Sí, me refiero a las lesbianas, cabeza de chorlito —contestó Charlie en tono de testigo hostil.
—Bueno, vale —dijo Jane—. Es mi boda, supongo que puedo comprarme un esmoquin.
—Eso estaría muy bien —dijo Charlie.
—De todos modos, últimamente necesito los pantalones un poco más holgados por la parte del trasero —repuso Jane.
—Así me gusta.
—Entonces, no te va a pasar nada y vas a ser mi padrino.
—Lo intentaré, eso seguro. ¿Crees que Cassandra me dejará llevar a la pequeña judía?
Jane se echó a reír.
—Llámame a cada hora —dijo.
—No voy a poder.
—Vale, entonces cuando puedas.
—Sí —dijo Charlie—. Adiós. —Se sonrió y salió de la cama preguntándose si esa sería la última vez que haría aquello: sonreír.
Charlie se duchó, comió un sandwich de mantequilla de cacahuete y mermelada y se puso un traje de mil dólares por el que había pagado cincuenta. Estuvo unos minutos cojeando por el dormitorio y al fin resolvió que tenía la pierna izquierda bastante bien y que podía pasar sin la férula de gomaespuma, así que la dejó en el suelo, junto a la cama. Puso a hervir una cafetera y llamó al inspector Rivera.
—Ha sido un día jodido —dijo Rivera—. Charlie, tiene que coger a su hija y largarse de la ciudad.
—No puedo. Esto es por mi culpa. Me mantendrá informado, ¿verdad?
—¿Me promete que no intentará hacer nada estúpido ni heroico?
—No lo llevo en el adn, inspector. Lo llamaré si veo algo.
Charlie colgó. Ignoraba qué iba a hacer, pero tenía la sensación de que debía hacer algo. Llamó a casa de Jane para dar las buenas noches a Sophie.
—Solo quiero que sepas que te quiero mucho, tesoro.
—Yo también a ti, papi. ¿Por qué llamabas?
—¿Qué pasa? ¿Es que tienes una reunión o algo así?
—Estamos comiendo helado.
—Eso está muy bien. Mira, Sophie, papá tiene que irse a hacer unas cosas, así que quiero que te quedes con la tía Jane unos días, ¿vale?
—Vale. ¿Necesitas ayuda? Estoy libre.
—No, cielo, pero gracias.
—Vale, papi. Alvin está mirando mi helado. Parece hambriento como un oso. Tengo que dejarte.
—Te quiero, cielo.
—Te quiero, papi.
—Pide perdón a la tía Cassie por llamarla antisemita.
—Vale. — Clic.
Le colgó. La niña de sus ojos, la luz de su vida, su orgullo y su alegría, le había colgado. Charlie suspiró, pero se sintió mejor. El desamor es el hábitat natural del macho beta.
Pasó unos minutos en la cocina afilando el bastón espada con la parte de atrás del abrelatas eléctrico que les habían regalado a Rachel y a él por su boda. Después salió a echar un vistazo a la tienda.
En cuanto abrió la puerta de la escalera de atrás, oyó extraños ruidos animales procedentes de la tienda. Parecían salir de la oficina, y no había luces encendidas, aunque veía colarse mucha luz desde la tienda. ¿Había llegado el momento? Aquello resolvía en cierto modo la cuestión de qué iba a hacer.
Sacó la espada del bastón y bajó con sigilo las escaleras, agazapado, pisando en el borde de cada escalón para que no le chirriaran los zapatos. A medio camino vio el origen de aquellos ruidos animales, retrocedió y subió casi de un salto la mitad de la escalera.
—¡Por el amor de Dios!
—Era necesario —dijo Lily. Estaba sentada a horcajadas sobre Ray Macy, con la falda plisada de cuadros escoceses afortunadamente desplegada sobre él, tapando las partes que habrían hecho que Charlie tuviera que apartar los ojos, cosa que pensaba hacer de todos modos.
—Sí, era necesario —convino Ray, jadeante.
Charlie se asomó a la trastienda: ellos seguían en plena faena. Lily cabalgaba a Ray como si fuera un toro mecánico y uno de sus pechos, desnudo, asomaba rebotando por la solapa de su chaqueta de chef.
—Estaba deprimido —dijo ella—. Me lo encontré abrazado a la aspiradora. Es por el bien común, Asher.
—Pues para de una vez —dijo Charlie.
—No, no, no, no, no —dijo Ray.
—Es una obra de caridad —añadió Lily.
—¿Sabes, Lily? —dijo Charlie tapándose los ojos—, podrías ejercitar la caridad de otras maneras, con los Santa Claus del Ejército de Salvación o algo así.
—No quiero tirarme a esos tíos. La mayoría son alcohólicos empedernidos y apestan. Ray por lo menos está limpio.
—No me refiero a que te los tires, me refiero a que te unas a ellos. A hacer sonar la campanilla con la teterita roja. Jolín.
—Yo soy limpio —dijo Ray.
—Cállate —dijo Charlie—. Es tan joven que podría ser tu hija.
—Se había puesto en plan suicida —dijo Lily—. Puede que le esté salvando la vida.
—Sí —dijo Ray.
—Cállate, Ray —dijo Charlie—. Esto es patético. Sexo desesperado y por caridad, eso es lo que es.
—Él ya lo sabe —dijo Lily.
—Y no me importa —añadió Ray.
—Además, lo estoy haciendo por la causa —dijo Lily—. Ray te estaba ocultando información.
—¿Ah, sí? —dijo Ray.
—¿Cómo? —preguntó Charlie.
—Localizó a una mujer que estaba comprando todas las vasijas de las almas. Estaba con las clientas que se te perdieron. En no sé qué sitio de Mision. Y no iba a hablarte de ella.
—No sé de qué estás hablando —dijo Ray. Luego añadió—. Más rápido, por favor.
—Dile la dirección —dijo Lily.
—Lily —dijo Charlie—, esto no es necesario, de veras.