—Es su mujer —dijo.
Audrey vio el nombre «Rachel Asher» grabado en el dorso de la funda del cd y sintió que se le partía el corazón por el pobre Charlie. Lo rodeó con sus brazos.
—Lo siento mucho, Charlie. Lo siento mucho.
Unas lágrimas cayeron sobre la funda del disco y Charlie no levantó la mirada.
Minty Fresh se incorporó y se aclaró la garganta, con el semblante libre de rabia o de reproche. Parecía casi avergonzado.
—Audrey, llevo días conduciendo por la ciudad, me vendría bien un sitio donde echarme, si lo hay.
Ella asintió con la cabeza, con la cara apoyada contra la espalda de Charlie.
—Pregúntale a Esther, ella te llevará.
Minty Fresh agachó la cabeza y salió de la despensa.
Audrey siguió abrazando a Charlie y acunándolo largo rato y, aunque él se hallaba perdido en el mundo de aquel cd que contenía al amor de su vida y ella se hallaba fuera de aquel mundo, agachada en una despensa que refulgía con una luz rojiza llena de cósmicas baratijas, lloró con él.
Pasada una hora (o quizá fueran tres, porque así es el tiempo de la pena y el amor), Charlie se volvió hacia ella y dijo:
—¿Yo tengo alma?
—¿Qué? —preguntó ella.
—Has dicho que veías brillar el alma de la gente. ¿Tengo yo alma?
—Sí, Charlie, sí, tienes alma.
Él asintió con la cabeza y se volvió de nuevo, pero se apoyó contra ella.
—¿La quieres? —dijo.
—No, así estoy bien —contestó ella. Pero no lo estaba.
Le quitó el cd de la mano (en realidad, tuvo que arrancárselo de los dedos) y lo dejó con los demás.
—Dejemos descansar a Rachel. Vámonos a la otra habitación.
—De acuerdo —dijo Charlie. Y dejó que lo ayudara a levantarse.
Arriba, en un cuartito con cojines por el suelo e ilustraciones de Buda reclinado entre lotos, se sentaron y hablaron a la luz de las velas. Compartieron sus historias, hablaron de cómo habían llegado adonde estaban, a ser lo que eran y, una vez ventilado todo aquello, hablaron de lo que habían perdido.
—Lo he visto una y otra vez —dijo Charlie—. Más con los hombres que con las mujeres, pero con ambos, desde luego: muere el marido o la mujer, y es como si el superviviente quedara unido al otro con una cuerda, como un alpinista que hubiera caído en una grieta. Si el superviviente no se suelta (si no corta la amarra, supongo), el muerto lo arrastra a la tumba. Creo que eso me habría pasado a mí si no fuera por Sophie y hasta por haberme convertido en un Mercader de la Muerte. Había algo más grande que yo, más grande que mi dolor. Esa es la única razón por la que he llegado hasta aquí.
—La fe —dijo Audrey—. Sea cual sea. Tiene gracia, cuando Esther acudió a mí, estaba enfadada. Se moría y estaba furiosa: decía que había creído en Jesucristo toda su vida y que ahora se estaba muriendo y Él decía que iba a vivir para siempre.
—Así que tú le dijiste: «Qué putada estar en tu lugar, Esther».
Audrey le tiró un cojín. Le gustaba que Charlie fuera capaz de encontrar el absurdo en un territorio tan oscuro.
—No, le dije que Jesucristo decía que viviría para siempre, pero que no decía cómo. No había traicionado en absoluto su fe. Ella solo tenía que abrirse a una comprensión más amplia.
—Lo cual era una gilipollez total —dijo Charlie.
Otro cojín rebotó en su cabeza.
—No, no eran bobadas. Si alguien debe entender la importancia de que el libro no hable de todo con detalle, tendrías que ser tú... o nosotros.
—No puedes decir «gilipollez», ¿verdad?
Audrey notó que se sonrojaba y se alegró de que estuvieran a la luz difusa y anaranjada de las velas.
—Estoy hablando de la fe, ¿quieres darme un respiro?
—Perdona. Sé o creo saber lo que quieres decir. Me refiero a que sé que hay cierto orden en todo esto, pero no entiendo cómo puede reconciliar alguien, pongamos por caso, una educación católica con el Libro tibetano de los muertos, con El gran libro de la Muerte, con unos cuantos chamarileros que venden mercancías con alma humana y con unas despiadadas mujeres cuervo que habitan en las cloacas. Cuanto más sé, menos entiendo. Me limito a actuar.
—Bueno, el Bardo Thodrol habla de los cientos de monstruos que uno encuentra cuando su conciencia realiza el viaje hacia la muerte y el renacer, pero dice que hay que ignorarlos, pues son ilusiones, tus propios miedos que intentan impedir el avance de tu conciencia. No pueden hacerte daño, en realidad.
—Creo que esto no lo incluyeron en el libro, Audrey, porque yo las he visto, he luchado con ellas, les he arrebatado almas de las manos, las he visto acribilladas a balazos y atropelladas por un coche, y luego las he visto seguir adelante. No son ilusiones, eso desde luego, y te aseguro que pueden hacerte daño. El gran libro no entra en detalles, pero habla de que las Fuerzas de la Oscuridad intentarán apoderarse de nuestro mundo y de cómo el Luminatus se levantará y luchará contra ellas.
—¿El Luminatus? —preguntó Audrey—. ¿Tiene algo que ver con la luz?
—Es la Gran Muerte —contestó Charlie—. La Muerte con eme mayúscula Como el Kahuna, el masca, el gran jefazo de la Muerte. Es como si el Luminatus fuera Santa Claus y Minty y los demás Mercaderes de la Muerte sus ayudantes.
—¿Santa Claus es la Gran Muerte? —preguntó Audrey con los ojos como platos.
—No, era solo un ejemplo. —Charlie vio que ella intentaba no reírse—. Oye, que esta noche me han dado una paliza, me han electrocutado, atado y traumatizado.
—Entonces ¿mi estrategia de seducción está funcionando? —Audrey sonrió.
Charlie se azoró.
—Yo no... no estaba... ¿Estaba mirándote los pechos? Porque, si es así, ha sido un accidente, porque, ya sabes, estaban ahí y...
—Chss. —Ella alargó el brazo y le puso un dedo sobre los labios para hacerlo callar—. Charlie, ahora mismo me siento muy unida a ti, muy conectada contigo, y quiero que esa conexión siga existiendo, pero estoy agotada y no creo que pueda seguir hablando. Creo que me gustaría que te vinieras a la cama conmigo.
—¿En serio? ¿Estás segura?
—¿Que si estoy segura? Hace catorce años que no practico el sexo... y, si me hubieras preguntado ayer, te habría dicho que prefería enfrentarme a uno de esos cuervos monstruosos antes que acostarme con un hombre, pero ahora estoy aquí, contigo, y estoy tan segura como pueda estarlo. —Sonrió y luego apartó la mirada—. Quiero decir si tú lo estás.
Charlie la cogió de la mano.
—Sí —dijo—. Pero iba a decirte algo importante.
—¿No puede esperar hasta mañana?
—Claro.
Pasaron la noche el uno en brazos del otro y los miedos y las inseguridades que sentían, fueran cuales fuesen, resultaron ilusorias. La soledad se evaporó en ellos como el vaho del hielo seco y por la mañana no era más que una nube en el techo de la habitación que la luz hizo desaparecer.
Durante la noche alguien había levantado la mesa del comedor y ordenado el destrozo que Minty Fresh había causado al irrumpir por la puerta de la cocina. Minty estaba sentado a la mesa cuando Charlie bajó.
—La grúa se ha llevado mi coche —dijo—. Hay café.
—Gracias. —Charlie cruzó el comedor, camino de la cocina. Se sirvió una taza de café y se sentó con él—. ¿Qué tal tu cabeza?
El hombretón se tocó el hematoma purpúreo de la cabeza.
—Mejor. ¿Qué tal tú?
—Esta noche me he tirado accidentalmente a una monja budista.
—A veces, en momentos de crisis, esas cosas no pueden evitarse. ¿Qué tal te va, aparte de eso?
—Me siento de maravilla.
—Ya. Imagínate, y los demás hechos polvo y angustiados por el fin del mundo.
—No es el fin del mundo, solo la oscuridad cubriéndolo todo —dijo Charlie alegremente—. Si oscurece... enciende una luz.
—Vale, Charlie. Ahora perdóname, tengo que ir a sacar mi coche del depósito de la grúa antes de que empieces con el rollo de «si la vida te da limones, haz limonada» y tenga que dejarte inconsciente de un golpe.
(Es cierto, no hay nada más odioso que un macho beta enamorado. Tan condicionado está por la convicción de que nunca encontrará el amor, que, cuando lo encuentra, se siente como si el mundo entero se hubiera plegado a sus deseos y, engañado de este modo, puede que actúe en consecuencia. Es un momento de gran alegría y peligro para él).
—Espera, podemos compartir un taxi. Tengo que ir a casa a por mi agenda.
—Yo también. Me dejé la mía en el asiento delantero del coche. ¿Te acuerdas de esos dos clientes que perdí? Pues están aquí. Vivos.
—Me lo ha dicho Audrey —dijo Charlie—. Hay seis en total. Les hizo eso del
p'howa
de los no muertos. Está claro que eso es lo que ha causado esta tormenta de mierda cósmica, pero ¿qué se le va a hacer? No podemos matarlos.
—No, creo que es lo que tú dijiste: la batalla va a tener lugar aquí, en San Francisco, y está a punto de empezar. Y dado que eres el Luminatus, supongo que toda la responsabilidad descansa sobre tus hombros. Así que yo diría que estamos sentenciados.
—Puede que no. Quiero decir que, cada vez que han estado a punto de cogerme, alguien o algo ha intervenido para que consiguiéramos la victoria. Creo que el destino está de nuestro lado. Me siento muy optimista.
—Eso es solo porque le has echado un polvo a la monja —repuso Minty.
—No soy una monja —dijo Audrey al entrar en la habitación con un fajo de papeles en la mano.
—Mierda —dijeron los Mercaderes de la Muerte al unísono.
—No, no importa —dijo ella—. Me ha echado un polvo o, creo que dicho con más propiedad, hemos echado un polvo, pero ya no soy monja. Y no por el polvo, ¿sabéis? Ya lo había decidido antes. —Arrojó los papeles sobre la mesa y se sentó en el regazo de Charlie—. Hola, guapo, ¿cómo estás esta mañana? —Le dio un beso capaz de romperle el espinazo y lo estrechó entre sus brazos como una estrella de mar que intentara abrir una ostra, hasta que Minty Fresh se aclaró la garganta y ella se volvió hacia él—. Buenos días a usted también, señor Fresh.
—Sí, gracias. —Minty se inclinó a un lado para poder ver a Charlie—. No sé si estaban aquí por ti o por los clientes que no se han muerto, pero van a volver, lo sabes, ¿no?
—¿Las Morrigan? —preguntó Audrey.
—¿Eh? —dijeron los Mercaderes de la Muerte a dúo.
—Sois un encanto —ronroneó Audrey—. Se les llama las Morrigan. Las mujeres cuervo, la personificación de la muerte en forma de hermosas guerreras capaces de transformarse en pájaros. Son tres, pero todas forman parte de una misma reina colectiva del Inframundo conocida como Morrigan.
Charlie se echó hacia atrás para mirarla a los ojos.
—¿Cómo lo sabes?
—Acabo de mirarlo en Internet. —Audrey se bajó de su regazo, recogió los papeles de la mesa y empezó a leer—: «La Morrigan se compone de tres entidades distintas: la primera es Macha, que ronda el campo de batalla y en la contienda se lleva las cabezas de los guerreros como tributo, y de la que se dice que es capaz de sanar a un guerrero de una herida mortal si sus hombres le han ofrecido suficientes cabezas. Los guerreros celtas llamaban a las cabezas cercenadas «las bellotas de Macha». Se la considera la diosa madre de las tres. Babd es la rabia, la pasión por la batalla y la matanza. Se dice que recoge el semen de los guerreros caídos y que utiliza su poder para inspirarles una especie de frenesí sexual en la lucha, una auténtica lujuria de sangre. De Nemain, que es el desenfreno, se cuenta que conducía a los soldados a la batalla con un aullido tan feroz que hacía que sus oponentes murieran de pavor. Sus uñas eran venenosas y la simple picadura de una de ellas era capaz de matar a un guerrero, pero prefería arrojar su ponzoña a los ojos de los soldados enemigos para cegarlos».
—Esas son —dijo Minty Fresh—. En el metro vi salir veneno de las garras de una.
—Sí —dijo Charlie—, y yo creo recordar a Babd, la de la lujuria de sangre. Son ellas. Tendré que hablar con Lily. La mandé a Berkeley a averiguar algo sobre ellas y volvió sin nada. Puede que ni siquiera mirara.
—Sí, y de paso pregúntale si está saliendo con alguien —dijo Minty Fresh. Y añadió dirigiéndose a Audrey—: ¿Dice ahí cómo se las puede matar? ¿Cuáles son sus debilidades?
Audrey negó con la cabeza.
—Solo dice que los guerreros llevaban perros al campo de batalla para protegerse de ellas.
—Perros —repitió Charlie—. Eso explica por qué los cancerberos vinieron a proteger a mi hija. Te lo estoy diciendo, Fresh: no va a pasarnos nada. El destino está de nuestro lado.
—Sí, ya me lo has dicho. Ahora llama a un taxi.
—Me pregunto por qué, de todos los dioses y demonios que hay en el Inframundo, han venido los celtas.
—Puede que estén todos aquí—dijo Minty—. Una vez, un indio loco me dijo que yo era hijo de Anubis, el dios egipcio de los muertos con cabeza de chacal.
—¡Eso es genial! —exclamó Charlie—. Un chacal. Un chacal es un tipo de perro. ¿Lo ves?, tienes habilidades innatas para luchar contra las Morrigan.
Minty miró a Audrey.
—Si tú no haces algo para desengañarlo y que se relaje un poco, voy a tener que pegarle un tiro.
—Por cierto —dijo Charlie—, ¿me prestas otra vez uno de tus pistolones?
Minty se desdobló para ponerse en pie.
—Me voy fuera a llamar a un taxi y a esperar, Charlie. Si te vienes, será mejor que vayas despidiéndote ya, porque pienso irme en cuanto llegue el taxi.
—Estupendo —dijo Charlie mientras miraba a Audrey con adoración—. Pero creo que de todos modos estamos a salvo a la luz del día.
—Follamonjas —gruñó Minty al pasar por la puerta con la cabeza gacha.
La tía Cassie abrió a Charlie la puerta de su pequeño hogar en la Marina y Sophie deshizo el montículo que habían formado los perros demoníacos al abalanzarse sobre él para saludarlo.
—¡Papi!
Charlie la cogió en brazos y la achuchó hasta que la pequeña empezó a cambiar de color; luego, cuando Jane salió de la cocina, la agarró con el otro brazo y también la achuchó a ella.
—¡Ay, suelta! —dijo su hermana, apartándolo—. Hueles como a incienso.
—Oh, Jane, no puedo creerlo, es tan maravillosa...
—Se ha acostado con alguien —dijo Cassandra.
—¿Te has acostado con alguien? —preguntó Jane, y besó a su hermano en la mejilla—. Me alegro mucho por ti. Ahora, suéltame.
—Papá se ha acostado con alguien —les dijo Sophie a los cancerberos, que parecieron muy contentos al oír la noticia.