Un trabajo muy sucio (19 page)

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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, Fantástico

BOOK: Un trabajo muy sucio
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—Es mi hija mayor —le explicó Madeline a la enfermera, acercando el borde del edredón a su pecho para que su hija no la oyera—. Ay, ¿eso es queso?

La enfermera asintió con la cabeza.

—Y galletas saladas.

—Luego te llamo, tesoro. Sally me ha traído queso y no quiero ser maleducada. —Colgó la sábana y dejó que Sally le fuera dando trocitos de queso con galleta—. Creo que este es el mejor queso que he probado nunca —dijo.

Charlie notó por su expresión que, en efecto, era el mejor queso que había probado. Paladeaba aquellos trocitos de cheddar con cada átomo de su ser y dejaba escapar pequeños gemidos de placer mientras masticaba.

—¿Quieres un poco de queso, Charlie? —preguntó, arrojando una lluvia de migas de galleta sobre la enfermera, que se volvió a mirar el rincón donde Charlie permanecía de pie, con el alfiletero guardado a buen recaudo en el bolsillo de la chaqueta.

—Oh, tú no puedes verlo, Sally—dijo Madeline mientras daba palmaditas a la enfermera en la mano—. Pero es un muchacho muy guapo. Aunque está un poco flaco. —Luego añadió dirigiéndose Sally, pero lo bastante alto como para que Charlie lo oyera—. Le vendría de puta madre un poco de queso. —¡Y se echó a reír, bañando de migas a la enfermera, que también se reía mientras intentaba que no se le cayera el plato.

—¿Qué ha dicho? —preguntó una voz desde el pasillo. Entonces entraron los dos hijos y la hija. Al principio parecían disgustados por lo que habían oído, pero luego se echaron a reír con la enfermera y su madre.

—He dicho que el queso está muy bueno —contestó Madeline.

—Sí, mamá, sí que está bueno —dijo la hija.

Charlie se quedó allí, en el rincón, viéndoles comer queso. Reía y pensaba, esto debería venir en el libro. Los vio ayudarla con la cuña y darle unos sorbos de agua, y limpiarle la cara con un paño húmedo; la vio morder el paño como hacía Sophie cuando él le limpiaba la cara. La hija mayor, que Charlie comprendió que había muerto hacía tiempo, llamó tres veces más, una por el perro y dos por la almohada. A eso de la hora de comer, Madeline se sintió cansada y se durmió, y cuando llevaba dormida cosa de media hora empezó a jadear; luego se detuvo, estuvo un minuto entero sin respirar, respiró hondo y ya no respiró más.

Charlie salió a hurtadillas de la habitación con su alma en el bolsillo.

Capítulo 13
Grita «¡ Devastación!» y suelta los guauguaus de la guerra.
13

Ver morir a Madeline Alby fue para Charlie una conmoción. No tanto por su muerte, sino por la vida que vio en ella minutos antes de que falleciera.
Si uno tiene que mirar a la parca a los ojos para extraer la vida de sus días
, se decía, ¿
quién mejor para hacerlo que quien afeita la cara a la Muerte
?

—Lo del queso no venía en el libro —le dijo a Sophie cuando la sacó de la tienda en su sillita nueva, que, pese a parecer un híbrido entre una bicicleta de fibra de carbono y un coche de bebé (híbrido que hubiera dado como resultado un vehículo que podía usarse para hacer una excursión a la Cúpula del trueno
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), era fuerte, fácil de manejar y mantenía a Sophie a salvo en su chasis de aluminio. A causa del queso, Charlie no le había puesto el casco. Quería que la niña pudiera mirar a su alrededor, ver el mundo que la rodeaba y formar parte de él. Fue el hecho de ver a Madeline Alby comer queso con cada fibra de su ser, como si aquella última vez fuera la primera y la mejor, lo que le hizo darse cuenta de que nunca había saboreado de verdad el queso, las galletas saladas ni la vida. Y no quería que su hija viviera así. La noche anterior la había trasladado a su propio cuarto, el cuarto que Rachel había decorado para ella con nubes pintadas en el techo y un alegre globo aerostático cargado de alegres animalitos que surcaban el cielo en su cesto. No había dormido bien y se había levantado cinco veces para ver cómo estaba la niña (a la que siempre encontraba durmiendo apaciblemente), pero podía sacrificar un poco de sueño con tal de que Sophie anduviese por la vida sin sus miedos y limitaciones. Quería que su hija saboreara por entero el espléndido queso de la vida.

Estuvieron paseando por North Beach. Charlie paró a comprar un café para él y un zumo de manzana para Sophie. Compartieron una gigantesca galleta de mantequilla de cacahuete y un tropel de palomas los siguió por la acera dándose un festín con el río de migajas que manaba del carrito de Sophie. En bares y cafés los televisores daban el mundial de fútbol y la gente salía a borbotones a las calles y las aceras, veía el partido, reía, bromeaba, se abrazaba, maldecía y, en general, escenificaba oleadas de euforia y abatimiento en compañía de recién estrenados amigos llegados de todo el mundo para visitar aquel barrio ítaloamericano. Sophie se entusiasmaba con los aficionados al fútbol y gritaba de alegría porque eran felices. Cuando el gentío se llevaba una desilusión (un chute parado, una jugada frustrada) Sophie se afligía y buscaba con la mirada a su padre para que arreglara aquello e hiciera que todo el mundo volviera a ser feliz. Un alemán muy alto le enseñó a cantar «¡Gooooooooooooooool!» como hacía el locutor y practicó con ella hasta que la niña aprendió a sostener el grito los cinco segundos de rigor. Sophie seguía practicando tres calles más allá, cuando, ante la mirada atónita de los viandantes, Charlie tuvo que encogerse de hombros como diciendo: «Me ha salido aficionada al fútbol, ¿qué le voy a hacer?».

Al acercarse la hora de la siesta, Charlie cruzó el barrio dando un rodeo y atravesó el parque de Washington Square, en el que la gente leía y descansaba tumbada a la sombra, un tipo tocaba la guitarra y cantaba canciones de Dylan a cambio de unas monedas, dos rastafaris blancos daban patadas a un balón de fútbol y la gente se acomodaba en general para pasar un agradable día de verano sin viento. Cerca de la concurrida avenida Columbus, vio que un gatito negro salía a hurtadillas de un seto en pos del envoltorio juguetón de una hamburguesa, y se lo señaló a Sophie.

—Mira, Sophie, un gatito. —Se sentía fatal por la muerte de Oso, la cucaracha. Tal vez esa tarde fuera a la tienda de animales a comprar otro amiguito para Sophie.

La niña chilló de alegría y señaló el gatito.

—¿Puedes decir «gatito»? —dijo Charlie.

Sophie señaló con el dedo y le dedicó una sonrisa llena de baba.

—¿Te gustaría tener uno? ¿Puedes decir «gatito», Sophie?

La niña señaló otra vez el gato.

—Gatito —dijo.

Y el gatito cayó muerto en el acto.

—Fresh Music —contestó al teléfono Minty Fresh con una voz que era como un esbozo de cool jazz tocado por un saxo bajo.

—¿Qué cojones está pasando? No me dijiste nada de esto. El libro no pone nada. ¿De qué coño va todo esto?

—Pruebe en una biblioteca o una iglesia —dijo Minty—. Esto es una tienda de discos, aquí no contestamos preguntas generales.

—Soy Charlie Asher. ¿Qué cojones has hecho? ¿Qué le has hecho a mi niñita?

Minty frunció el ceño y se pasó la mano por el cuero cabelludo. Esa mañana había olvidado afeitarse. Debería haber sospechado que iba a pasar algo malo.

—Charlie, no puedes llamarme. Ya te lo dije. Lo siento si le ha pasado algo a tu niña, pero te prometo que yo...

—Señaló a un gato con el dedo y dijo «gatito», y el gato se murió allí mismo.

—Bueno, eso no es más que una desafortunada coincidencia, Charlie. Los gatitos tienen una tasa de mortalidad bastante elevada.

—Sí, ya, pero es que señaló a un viejo que estaba dando de comer a las palomas y dijo «gatito» y el viejo también se murió.

Minty Fresh se alegró de que no hubiera en ese momento nadie en la tienda que pudiera verle la cara, porque estaba seguro de que el efecto del miedo que le subía y le bajaba por la espalda estaba desbaratando su pose de imperturbable frescura.

—Esa niña tiene un trastorno del habla, Charlie. Deberías llevarla al médico.

—¡Un trastorno del habla! ¡Un trastorno del habla! Cecear es un desorden del habla. Mi hija liquida a la gente con la palabra «gatito». Tuve que taparle la boca todo el camino hasta casa. Seguramente alguien lo habrá grabado en vídeo. La gente pensó que era uno de esos padres que zurran a sus hijos en los grandes almacenes.

—No seas ridículo, Charlie, la gente adora a los padres que zurran a sus hijos en los grandes almacenes. Es a los que dejan que sus hijos causen el caos a los que todo el mundo odia.

—¿Podríamos centrarnos en el tema, Fresh, por favor? ¿Qué sabes de esto? ¿Qué has descubierto en todos los años que llevas siendo un Mercader de la Muerte?

Minty Fresh se sentó en el taburete de detrás del mostrador y miró a los ojos a la silueta de cartón duro de Cher con la esperanza de encontrar allí la respuesta a la pregunta de Charlie. Pero la muy zorra se resistía.

—Yo no sé nada, Charlie. La cría estaba en la habitación cuando tú me viste, y ya sabes lo que te pasó a ti. Quién sabe lo que le pasó a ella. Ya te dije que tenía la impresión de que tú eras distinto a los demás. Puede que la niña también lo sea. Nunca he oído hablar de un Mercader de la Muerte capaz de matar a alguien diciendo «gatito», ni de causar la muerte de una persona fuera de los cauces normales, propios de cualquier mortal. ¿Has probado a enseñarle otras palabras, como «perrito»?

—Sí, eso iba a hacer, pero pensé que el precio de la vivienda se iría al carajo si todo el mundo en mi barrio se moría de repente. No, no he probado con otras palabras. Ni siquiera me atrevo a darle de comer judías verdes por miedo a que me «gatee» a mí.

—Seguro que tú gozas de una especie de inmunidad.

—El gran libro dice que no somos inmunes a la muerte. Y tengo la impresión de que la próxima vez que salga un gatito en el Discovery Channel, mi hija se pondrá a escoger ataúdes.

—Lo siento, Charlie, no sé qué decirte. Miraré en casa, en mi biblioteca, pero la niña parece acercarse mucho más que nosotros a la representación legendaria de la muerte. De todos modos, las cosas tienden a encontrar un equilibrio, así que puede que este... eh... desorden tenga su lado positivo. Mientras tanto, quizá deberías ir a Berkeley, a ver si encuentras algo en la biblioteca. Es una biblioteca de depósito. Hay un ejemplar de todos los libros que se publican.

—¿Tú no lo has intentado?

—Sí, pero yo no buscaba algo tan concreto. Y ten mucho cuidado al ir. No cojas el metro que pasa por debajo de la bahía.

—¿Crees que las arpías de las alcantarillas están en los túneles del metro? —preguntó Charlie.

—¿Las arpías de las alcantarillas? ¿Qué es eso?

—Es como las llamo yo —respondió Charlie.

—Ah. No sé. Los túneles son subterráneos y una vez que se fue la luz yo estaba en un tren. No creo que convenga que te arriesgues. Ese parece su territorio. Por cierto, yo hace como seis meses que no las oigo. No han dicho ni pío.

—Sí, lo mismo digo —dijo Charlie—. Pero supongo que eso cambiará con esta llamada.

—Seguramente. Pero, estando tu hija así, quizá nos encontremos ante un escenario completamente distinto. Vigila tus espaldas, Charlie Asher.

—Tú también, Minty.

—Señor Fresh.

—Digo señor Fresh.

—Adiós, Charlie.

En su camarote del galeón, Orcus se hurgaba los dientes con el fémur astillado de un bebé. Babd se peinaba con las garras la negra cabellera mientras la muerte con cabeza de toro reflexionaba acerca de lo que las Morrigan habían visto desde la alcantarilla de la avenida Columbus: Charlie y Sophie en el parque.

—Ha llegado la hora —dijo Nemain—. ¿No hemos esperado ya bastante? —Hizo resonar las garras como castañuelas y gotas de ponzoña salpicaron el suelo y las paredes.

—¿Te importaría tener cuidado? —dijo Macha—. Esa mierda mancha. Y acabo de poner una alfombra nueva.

Nemain sacó su lengua negra.

—Fregona —dijo.

—Puta —replicó Macha.

—Esto no me gusta —dijo Orcus—. Esa niña me pone nervioso.

—Nemain tiene razón. Mira lo fuertes que somos ahora —dijo Babd mientras acariciaba la membrana que iba creciendo entre las púas de los hombros de Orcus (parecía llevar montados abanicos a la espalda, como la armadura ornamentada de un samurai)—. Déjanos ir. Puede que el sacrificio de la niña te devuelva del todo las alas.

—¿Creéis que podréis?

—Podremos, cuando oscurezca —dijo Macha—. Hacía mil años que no éramos tan fuertes.

—Solo irá una, y con sigilo —contestó Orcus—. El suyo es un don muy antiguo, aunque sea en esta nueva encarnación. Si llega a dominarlo, puede que pasen otros mil años antes de que volvamos a tener una oportunidad. Mata a la niña y tráeme su cuerpo. No dejes que te vea hasta que ataques.

—¿Y su padre? ¿Lo mato también?

—No tienes tanta fuerza. Pero, si se despierta y ve que la niña no está, quizá la pena lo mate.

—No tienes ni idea de lo que haces, ¿verdad? —preguntó Nemain.

—Tú te quedas aquí esta noche —dijo Orcus.

—Maldita sea—replicó Nemain, y lanzó a la pared su ponzoña humeante—. Oh, perdón por cuestionar al exaltado. Oye tú, cabeza de toro, me pregunto qué te sale por el otro lado.

—Ja —dijo Babd—. Ja. Muy bueno.

—¿Y qué clase de cerebro tienes tú bajo las plumas? —preguntó Orcus.

—¡Ah! Ahí te ha pillado, Nemain. Piensa en cómo te ha pillado cuando esta noche yo esté matando a la niña.

—Me refería a ti —replicó Orcus—. Irá Macha.

Entró por el tejado, rompió la claraboya en forma de burbuja de la cuarta planta y saltó al pasillo. Sigilosa como una sombra, se deslizó por el corredor hasta alcanzar las escaleras y pareció luego descender flotando, sin que sus pies tocaran apenas los peldaños. En la segunda planta se detuvo ante la puerta y examinó las cerraduras. Había dos de cerrojo, además de la principal. Miró hacia arriba y vio un montante de cristal, sujeto con un pequeño pestillo de latón. Pasó rápidamente una garra por el hueco y, con un giro de la muñeca, el pestillo saltó y cayó con un tintineo sobre la tarima del otro lado. Trepó, entró por el montante, se pegó a la puerta y se quedó allí, esperando como un remanso de sombra.

Olía a la niña, oía sus suaves ronquidos al otro lado del apartamento. Avanzó hasta el centro de la habitación grande y allí se detuvo. Carne Nueva también estaba allí, lo sentía. Dormía en otra habitación, frente a la de la niña. Si se entrometía, le arrancaría la cabeza y se la llevaría al barco para demostrarle a Orcus que no debía subestimarla. Le daban ganas de llevársela de todos modos, pero no hasta que tuviera a la niña.

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