Read Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén Online
Authors: Jan Guillou
Birger Brosa anunció que eso podría ser una cosa muy buena. El rey Karl se libraría del bochorno y lo haría menos propenso a la guerra. Götaland Occidental se libraría de su poder real y si quería llamar canciller a un infante en pañales tal vez podía ser bueno para su propia soberbia, pero carecía de verdadera importancia. Un canciller así no podría ser la espada del rey hasta dentro de muchos años, por ahora solamente era una palabra. De esta manera se evitaría la guerra entre dos partes igualmente fuertes, la peor de todas las guerras.
Joar Jevardsson y Magnus Folkesson estuvieron inmediatamente de acuerdo en lo que decía Birger Brosa. También eran de la opinión de que una guerra entre partes de fuerza similar era algo que había que procurar evitar. Quienquiera que saliese vencedor en una guerra así tendría que pagar muy cara su victoria y luego estaría rodeado por muchas viudas e hijos huérfanos de padre en terrenos devastados y quemados.
El procurador halló unidad en esta cuestión y nadie lo contradijo.
Luego llegaron a la segunda cuestión, la contienda de propiedad entre Magnus y el hombre del joven Boleslav, Emund Ulvbane. Había algo engañoso en esa contienda. El asunto era demasiado insignificante como para discutir y más aún en un concilio del reino, así que la intención bien podría ser iniciar una lucha que, como un fuego, podía extenderse a una guerra. Detrás de Emund Ulvbane estaba el hermanastro del rey Karl, Boleslav. Pero Boleslav aún era un niño, y no intrigaba por cuenta propia. Detrás de Boleslav, sin embargo, estaba el rey Karl y por tanto era él quien buscaba la contienda.
El procurador Karle dijo entender que esa contienda se debía resolver con mano ligera si se quería mantener la paz. Pero puesto que ambas partes del conflicto podían presentar igual número de docenas de hombres jurados, hasta la infinidad si hiciese falta, no se podría resolver el conflicto según la ley. Así pues, ¿qué otro camino les quedaba? ¿Cuál era la opinión de Magnus en este asunto?
Magnus habló viril y escuetamente, explicando que eso era lo que había pensado, que con los hombres jurados la contienda estaría en el mismo punto de partida que al principio. Por eso pensaba proponer una reconciliación ofreciendo treinta marcos de plata por las fincas en cuestión. Tal vez eran diez marcos más de lo que realmente valían, pero el precio, según Magnus, no era demasiado alto si la contienda podía resolverse de esta manera. Comprar la paz del país por solamente diez marcos sería muy barato.
El procurador Karle asintió pensativamente ante la idea y dijo que se procedería de manera que primero se iría al juramento para que todos viesen que la contienda estaba atascada y no podría resolverse. Entonces Magnus sacaría sus treinta marcos de plata al concilio para pedir reconciliación tal como él mismo había dicho. Sería cosa fácil para el procurador y sus concejales pronunciar la reconciliación y nadie podría alegar nada en contra.
Con eso se acabó el consejo y todos se despidieron contentos para dirigirse a sus campamentos y encontrar parientes con quienes hablar.
Eskil y Arn se fueron juntos a mirar los caballos y las armas y a saludar a gente del propio linaje que Eskil conocía pero Arn no, y a gente del linaje de Erik que no conocían ninguno de los dos, mientras Eskil iba explicándole a Arn lo que era un concilio. Arn tendría que saber que cosas como las espadas no se podían llevar dentro del círculo blanco calcado que era el límite del lugar del concilio y cuando fuese a prestar juramento debería saberse las palabras y pronunciarlas en voz clara y alta sin dudar ni tartamudear, puesto que eso parecería poco viril y de poca confianza. Las palabras eran: «Tan de verdad me protejan los dioses como verdad pronuncio.»
Arn aprendió a repetir las palabras en seguida pero objetó que este juramento rompía el primero de los mandamientos del Señor y era blasfemo, pues ¿quiénes eran los dioses que iban a protegerlos? ¿Cómo podía prestarse un juramento a unos dioses paganos?
Pero Eskil solamente se rió de sus preocupaciones y explicó que aunque las palabras del juramento eran del tiempo de los antepasados, el significado era Dios y nadie más, y para convencer a Arn le señaló que las primerísimas palabras de la ley de los godos dejaban el asunto claro como el agua; esas palabras eran: «Cristo es el primero de nuestra ley. Luego nuestra fe cristiana y todos los cristianos: el rey, los campesinos y todos los hombres sedentarios, el obispo y todos los hombres eruditos.»
Arn se dejó contentar con eso y bromeó acerca de que Eskil entraría en la ley como un campesino mientras él mismo apenas pasaría como hombre erudito. De todas maneras, era obvio que hasta este punto tenían la ley de su parte.
Cuando llegó la hora, se acercó el obispo Bengt de Skara y bendijo la paz del concilio, y el procurador Karle pregonó en voz alta que ya estaban en concilio e infame fuese quien rompiese la paz del concilio. En ese momento creció un murmullo entre los miles de hombres que vieron al rey Karl abrirse paso lentamente hasta la colina más alta del concilio, donde se encontraba el procurador. Pronto se vería cómo la cuestión sobre guerra o paz llegaba a una solución.
Cuando el rey estuvo tan alto que todos los hombres podían verlo, también vieron que en sus brazos llevaba un niño en pañales, y muchos, que comprendieron el significado de ello, suspiraron aliviados. La paz estaba salvada, ya que Sverker no tenía la intención de exigir la corona real de Götaland Occidental espada en mano.
Luego todo sucedió tal y como Karle y Birger Brosa habían previsto. Karl Sverkersson alzó a su hijo por encima de su cabeza para que todo el mundo pudiese verlo y pidió que el concilio saludase a su nuevo canciller Sverker de Götaland Occidental. Desde el lado del linaje de Sverker y de los hombres reunidos en torno a los hermanastros del rey Kol y Boleslav, gritaron inmediatamente un sí y luego las miradas tensas se dirigieron hacia el lugar del concilio que relucía todo de color azul y donde se encontraban Joar Jevardsson, Magnus Folkesson y Birger Brosa en la primera fila.
Birger Brosa susurró con una sonrisa que esperasen unos momentos, y así lo hicieron todos, permaneciendo quietos al igual que todos los hombres detrás de ellos. El murmullo se iba extinguiendo en el lugar del concilio y pronto reinaba un silencio tal que solamente se oía el viento. Pero de repente los tres hombres que estaban a la cabeza levantaron las manos hacia el cielo como un solo hombre y luego se elevó un bosque de manos detrás de ellos y en poco tiempo un júbilo de alegría y de alivio retumbaba por encima de todo el lugar del concilio. El obispo Bengt pudo bendecir al nuevo canciller, que para entonces gritaba con una voz tan débil que más que la bendición del hombre más influyente de Götaland Occidental parecía un bautizo.
Lo que luego seguiría en las deliberaciones del concilio eran primero los asuntos que solamente se referían a unos pocos, tal como asuntos de homicidios y desagravios, luego iban a ahorcar a unos ladrones de iglesias para alegrar a todos los asistentes del concilio que habían emprendido un viaje tan largo, ahora que lo importante ya estaba resuelto. Por tanto no sería hasta la tarde que se llegaría a un acuerdo entre Magnus Folkesson y el asesino real Emund Ulvbane. Cuando llegó la hora, sin embargo, sopló una especie de viento frío de tensión por el concilio y los hombres vestidos de los colores de Sverker acudieron desde todas las direcciones. Era evidente que se esperaba algo grande, aunque el asunto de la contienda fuese tan pequeño.
Al principio todo aconteció como habían calculado, porque Magnus sacó su plata y explicó que estaba dispuesto a buscar una reconciliación y pidió que la parte contraria la aceptase, puesto que el precio era bueno y la paz entre los vecinos valía más que esa plata. Emund Ulvbane se negó tozudamente a aceptarla, pero el procurador Karle y sus hombres jurados sentenciaron el acuerdo sin tan siquiera apartarse para deliberar. Con ello empezaron a dispersarse los hombres murmurando, desilusionados, ya que todos vieron que el asunto ya estaba concluido y no llegaría más lejos.
Pero entonces Emund Ulvbane salió y, despectivamente, puso el pie encima de la plata que le habían sentenciado como suya y alzó la mano derecha en señal de que tenía algo que decir. En seguida hubo silencio y todos esperaban tensos, puesto que Emund Ulvbane tenía cara de furioso y desdeñoso.
—Debo aceptar lo que el concilio ha determinado como cualquier otro hombre —empezó a decir con voz de trueno, ya que era un hombre muy fuerte—. Pero me pesa que la plata esté por encima del honor y la razón. También me pesa tener que reconciliarme con un hombre sin honor como Magnus Folkesson, ya que tú, Magnus, no eres el igual de un hombre ni hombre en tu pecho, y tan mal digo de tus hijos, puesto que cachorros de perra son los dos, uno de ellos monja y el otro un barril de cerveza.
Con eso indicó a uno de sus hombres que fuese a buscar la plata mientras él se quedaba con los brazos en jarras, buscando los ojos del enemigo con la mirada desdeñosa. Pero el único de los del otro lado que le devolvía la mirada, al que había llamado cachorro de perra, fue un joven con la mirada inocente y necia que lo contemplaba sin suficiente conocimiento como para sentir temor, sino más bien con asombro y piedad.
Después hubo tumulto y gritos en el concilio y gran preocupación, y muchos se apartaron apresuradamente, puesto que la paz que antes parecía tan segura estaba ahora en grave peligro.
Se reunieron para deliberar en la tienda de los Folkung y el ambiente era tan triste ya que tanto Joar Jevardsson como Birger Brosa, que sabían algo de leyes, decían tener una vaga idea de lo que la ley dictaba sobre quien tan abiertamente usaba palabras necias en un concilio y cómo había que defenderse ante ello. Esta vez no podrían defenderse con plata.
Tuvieron que esperar a que el procurador Karle acudiese a leerles la ley; fue una espera lúgubre, durante la cual no se habló mucho. Eskil pidió un barril de cerveza y jarras para cada uno, pero bebieron en silencio como si fuese el comienzo de un entierro.
Cuando el procurador Karle entró en la tienda se veía a la legua que estaba apesadumbrado y preocupado. Saludó escuetamente y fue al grano sin rodeos.
—Amigos, vosotros queréis saber lo que dicta la ley sobre las palabras infames que han sido pronunciadas. Y os lo diré y luego vosotros mismos decidiréis la manera más sabia de proceder, puesto que en ello no tengo nada que decir. Pero acerca de las palabras infames que oímos salir de la boca de Emund, la ley es tan explícita que dudo mucho de que el propio Emund pueda conocerla, sino que detrás de ello ha habido muchos consejos y pensamientos. Porque oíd ahora la ley, os la leeré en el acto.
Sin embargo, se dio cuenta de que servían cerveza, se paró, tomó una jarra y bebió unos largos tragos mientras puso la cara de murmurar la ley de memoria. Luego apartó la jarra, se secó la boca con el revés de la mano y leyó el texto de la ley en voz alta y cantante:
Si alguien pronunciase palabras infames a otro: «No eres el igual de un hombre, ni en el pecho.» «Yo soy hombre como tú.» Los dos deberían encontrarse donde se juntan tres caminos. Si aquel que palabra dio llegase, y quien la recibió no llegase, entonces sea tal como ha sido llamado; no es hombre válido para juramentos, ni testimonios, ni para hombres ni mujeres. Si en cambio llegase quien palabra recibió, y quien la pronunciase no, entonces el ofendido pronunciare tres veces «infame» e hiciere una señal para él en el suelo. Entonces sea él tanto peor que aquello que pronunciare, aquello que no se atreviere a mantener. Entonces los dos se encontraren completamente armados. Si cae quien palabra recibiere, aquel pague media pena. Si cae quien palabra pronunciare, delito de palabras es peor, la lengua es la asesina de la cabeza. Aquél, proscrito sea.
Hubo un largo silencio en la tienda mientras todos meditaban sobre la ley. El procurador Karle, que se había sentado, volvió a asir la jarra de cerveza y pronto empezaron a dirigir las miradas hacia Birger Brosa quien, afligido, estaba sentado con la cabeza gacha. Lo percibió y comprendió que debía ser él quien dijese lo malo que todos en la tienda ya estaban pensando, ya que su hermano estaba con la cara pálida y como paralizado.
—Enfrentarse a Emund Ulvbane en un desafío es para muchos buenos hombres, también para mejores que los que ahora aquí nos encontramos, una muerte segura —empezó con un profundo suspiro—. También es así como el rey Karl y sus consejeros astutamente han cavilado y por eso le han concedido las tierras fronterizas de Arnäs, solamente por eso. Mi hermano Magnus tiene que elegir entre encontrarse con Emund con la espada o ser un hombre deshonrado, y es una elección que no desearía ni a mi peor enemigo. Pero así y solamente así están las cosas y no puedo dar ningún consejo bueno.
Magnus no dijo nada y tampoco tenía cara de querer decir algo. En su lugar, tomó la palabra Joar Jevardsson.
—Mal nos ha pagado el rey Karl nuestro intento de mantener la guerra alejada —empezó a decir con pesar—. Sin embargo, la guerra llegará tarde o temprano tal como ya lo ha mostrado el rey Karl Sverkersson y eso lo comprendemos todos los que estamos aquí presentes. La razón por la que el hijo de mi hermano, el que exige ser rey, Knut Eriksson, no haya venido a este concilio es por la dificultad de mantener la paz que eso habría creado. Pero Knut es quien con falsedad y asesinato por parte de Karl Sverkersson ha sido privado de su padre y de la corona real y pronto será hora, como todos sabemos, de exigir la vuelta del honor. Entonces os pregunto, amigos míos, ¿de qué sirve que Magnus sacrifique ahora su vida? Todos dentro y fuera de esta tienda comprendemos que esta conspiración por parte de Karl Sverkersson sólo es para asesinar al hombre principal de los Folkung en Götaland Occidental, antes ya de empezar la guerra siquiera. Con ello ganaría mucho y nosotros perderíamos tanto. A Magnus Folkesson le seguirían muchos hombres tras el escudo de los Folkung, pero perdonadme si hablo con total claridad como exige el asunto, es menos seguro que tantos seguirían a Eskil Magnusson. Si Magnus muere por nosotros, si Dios así lo exige, es mejor que muera en el campo de batalla en la guerra que ha de venir. Todos los del linaje de Erik y del de los Folkung juntos podemos levantar el campamento de una vez y marcharnos. Entonces mostraríamos todos en conjunto nuestra postura. Ésa es mi opinión.
—Has hablado sabiamente, mi querido amigo —dijo Birger Brosa, pero moviéndose a la vez en visible disgusto, señal para quienes lo conocían de que opinaba lo contrario de lo que decía—. Sin embargo, la ley es explícita. Si Magnus no acepta el desafío, es un infame, un hombre sin honor que ni siquiera sirve para testimoniar. Un hombre así no podría liderar a los Folkung, nunca ha ocurrido y no podrá ocurrir. Lo sabemos nosotros, pero también lo sabe Karl Sverkersson, al igual que sus inteligentes consejeros que nos han puesto en este aprieto. Magnus sólo puede elegir entre dos cosas, y esto es duro de decir para un hermano, pero debo decir la verdad. O se aleja en vida pero como un hombre deshonrado, o va al desafío, donde solamente un milagro de los santos puede salvarle la vida. Lo último será lo mejor. Porque ningún desafío está determinado de antemano. Pero quien cobardemente huye lo ha decidido todo para el resto de sus días. Así es.