Read Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén Online
Authors: Jan Guillou
Cuando Eskil vio la nueva ahumadora y Arn le explicó cómo se trataban jamones y otras cosas en ella, y cuando vio la obra de ladrillos que sería un almacén de víveres de un tipo completamente nuevo con hielo y oscuridad que conservaría fuerza para el verano, se emocionó tanto que se le llenaron los ojos de lágrimas. Porque ahora ya no albergaba ninguna duda en su interior. Estaba completamente seguro de que Arn, aunque no fuese un hombre al que respetaran unos torpes guardias, sin embargo había alcanzado unos conocimientos benditos en el monasterio, y esos conocimientos realmente harían avanzar a Arnäs en nuevos y gigantescos pasos. De hecho era verdad que todo había estado paralizado durante muchos años; mejor que en otras casas pero, a fin de cuentas, paralizado.
Eskil abrazó a Arn y le pidió que lo perdonase en seguida por no haber comprendido que su propio hermano realmente era su hermano e igual de bueno que él mismo. Entonces Arn tuvo que consolarlo a él y luego a sí mismo, pues se emocionaron tanto que los siervos domésticos que estaban cerca los miraron, atónitos, con los ojos abiertos de par en par.
Cuando Eskil se dio cuenta de ello se enderezó y miró severamente a los siervos, que desaparecieron inmediatamente y luego le propuso a Arn que lo acompañase a la cámara de cuentas de la torre a beber una o dos jarras de cerveza.
Arn estuvo a punto de decir algo acerca de que había demasiado trabajo esperando y que hasta el final de la jornada no se podía gozar del fruto de lo realizado con el sudor de la frente. Pero cambió rápidamente de idea cuando comprendió que no podía superponer las reglas de su vida anterior a la convivencia con su propio hermano. De hecho era este reconocimiento el que había estado esperando y por el que había rezado tantas oraciones; había notado la fría distancia y el recelo de su padre y su hermano y había sentido mucha pena por ello. Pero también había albergado la esperanza de que pronto comprenderían lo que estaba haciendo y que lo que hacía era bueno. Por consiguiente, no sería en absoluto un pecado tomar ahora cerveza con su propio hermano, aunque fuese pleno día.
El señor Magnus había estado buscando una excusa para no llevar a Arn en su viaje a Noruega para negociar allí una herencia con la familia. De vez en cuando podía incluso ser difícil llevar a Eskil consigo a visitar a los parientes noruegos, puesto que a menudo las reuniones noruegas se convertían en todo tipo de juegos con armas cuando su fuerte cerveza hacía efecto. El que no era lo suficientemente rápido y listo y tampoco suficientemente viejo como para decir que no a los juegos de los jóvenes, arriesgaba hacerse mucho daño entre los noruegos.
A pesar del peligro quería llevarse a Eskil, pues las negociaciones serían difíciles y poco comunes y Eskil tenía, aun con mucha cerveza, la capacidad de contabilizar mentalmente las diferentes mercancías y calcular su valor correspondiente en plata. Habían hablado minuciosamente de esto, él y Eskil, y habían concluido que lo más inteligente sería vender la herencia noruega aunque levantase discordia entre muchos. Tanto en Noruega como en Götaland Occidental, el honor de un hombre consistía en conservar la herencia y no dejar que pasase a ningún otro linaje.
Pero las ventajas de ser propietario de una finca al lado del gran fiordo eran pequeñas, a menos que uno quisiese establecerse allí. En ese caso sería otra cosa, puesto que el fiordo estaba libre de hielo todo el año y desde allí se tenía una mejor situación comercial que en el interior, en el lago Vanern.
Lo que todos los demás habrían hecho sería poner un siervo liberado o un familiar noruego a cuidar de las fincas en cuestión, pero Magnus y Eskil estaban de acuerdo en que este sistema no convertía la propiedad en nada productivo, se sería propietario sin sacar nada de provecho, puesto que ningún familiar noruego pagaría un buen arrendamiento.
Si por tanto se vendía, se conseguiría plata para usarla en algo mejor. Porque tal como estaban las cosas ahora que Arn había regresado a casa, había que tener en cuenta en el futuro que tal vez también él tuviese que heredar algo, y entonces sería mejor comprar tierra nueva en una segura proximidad a Arnäs o tierra fronteriza al linaje de Erik al sur de Skara; o ¿por qué no del linaje de Pål al lado de Husaby? Cualquier posibilidad de este tipo sería más segura para Arn que enviarlo a los salvajes noruegos con sus espadas.
Sin embargo, la cuestión de cómo decirle a Arn que no debía hacer el viaje noruego sin herir sus sentimientos había tenido una solución sencilla. Era la temporada de otoño en que Svarte y su hijo siervo Kol se dedicaban a cazar ciervos y jabalíes. Ya habían conseguido buena caza para la casa. Arn y Erika habían tenido que trabajar mucho en la nueva ahumadora, puesto que Arn había insistido en que era mejor ahumar la carne salvaje que salarla y secarla. Pero justo antes del viaje a Noruega y de la incómoda conversación que se avecinaba entre Magnus y Arn sobre lo insensato de que un hijo débil se mostrase ante los noruegos, Arn mismo le hizo una pregunta. Quería acompañar a Svarte y a Kol en sus cacerías y aprender algo sobre la caza.
Magnus se alegró por partida doble de esta pregunta. Porque ahora no tendría que darle la incómoda explicación sobre los familiares noruegos y las espadas y las hachas de lanza después de la cerveza. Y además, por primera vez Arn se mostraba interesado en aprender algo que pertenecía a la vida distinguida. Un buen cazador tenía una buena reputación, incluso si se trataba de un siervo.
Pero Magnus no albergaba ninguna esperanza de que Arn, siendo medio monje con sus cosas buenas y malas, pudiese aprender algo sobre el difícil aunque varonil arte de la caza.
Svarte era de la misma opinión, pero debía obedecer. Cuando le dijeron que tendría que llevarse al otro medio hombre para hijo, en seguida comprendió lo que pasaría. Una vez, hacía dos otoños, lo obligaron a hacer lo mismo con el hijo mayor del amo, Eskil; fue una molestia insufrible y, aunque todavía no fuese gordo como un tonel de cerveza, hizo que la cacería acabase en nada. No era fácil llevar consigo al hijo de un amo, que debía decidir acerca de todo sin entender nada.
Pero Svarte se sentía aún más inseguro de Arn que de Eskil, que se parecía a su padre en casi todo. Los demás siervos hablaban mucho de Arn y lo habían descrito como un hombre hábil que conocía lo que los amos no sabían y que, además, tenía un carácter suave. Nunca le había levantado la mano a nadie, nunca había hecho azotar a nadie, ni siquiera había hablado nunca con palabras duras.
Svarte suponía que eso tenía que ver más con las raras creencias de los amos que con aquello de lo que chismorreaban los guardias. Pues la religión de los amos era, en muchos aspectos, incomprensible. Sus dioses, que eran tantos que nadie conseguía llevar la cuenta, siempre estaban dispuestos a castigar a las personas sin que hubiesen hecho nada especial y era como si se tratase más de castigo por cosas que habían pensado. ¡Como si los dioses pudiesen oír lo que pensabas! Y, aun oyéndolo, ¿realmente se molestarían en llevar la cuenta de todos los castigos por pensamientos equivocados?
Y en cuanto a este Arn, Svarte recordaba muy bien cómo de niño se había subido al torreón en busca de una corneja y luego se había caído, aunque tuvo la suerte de caer encima de un montón de nieve. Naturalmente, el niño dejó de respirar un rato antes de volver en sí, pero mientras tanto los amos habían rogado y suplicado a sus dioses prometiendo un montón de cosas posibles e imposibles, y todo acabó en que se deshicieron del niño como para castigarse a ellos mismos o tal vez fuese para castigar al niño. No era fácil decir el qué, pues una cosa resultaba tan incomprensible como la otra.
Pero ahora, por lo visto, el castigo estaba cumplido y Arn había regresado. No era un chico como los demás. Sin embargo, Svarte lo había visto en la herrería y tenía que admitir, aunque a regañadientes, ya que se consideraba el mejor herrero de Arnäs, que en el martillo y el yunque no tenía nada que enseñar a ese chico. A decir verdad, desgraciadamente era más bien al revés, y eso no era nada fácil de asimilar.
Además, al marcharse sucedieron varias cosas que confundieron a Svarte. Puesto que salían con un hijo del amo, podían subir a buscar armas a la torre y elegir libremente entre los soportes de armas. La manera en que Arn cogía los arcos y probaba de tensarlos, incluso los más fuertes, sin aparente esfuerzo, le hizo pensar a Svarte que seguramente ese chico había levantado más de un arco. También elegía las flechas con absoluta seguridad. Svarte tenía unas ideas un poco confusas sobre las ocupaciones a las que se dedicaba la gente del Cristo Inmaculado en sus monasterios, y esto de que practicaran el tiro al arco no encajaba en absoluto con las bromas maliciosas que él y otros siervos solían gastar sobre ellos.
Cuando hubieron cargado sus caballos de carga y hubieron sacado los caballos de montar, Kol le indicó a Arn que, dado que él era el hijo de Arnäs, podía elegir el caballo que quisiese y había muchos entre los que elegir mejores que aquel caballo monacal de tan pobre aspecto. Entonces Arn se echó a reír, aunque sin malicia, y le dijo que en cuanto hubiesen salido a un campo abierto le enseñaría que éste no era un caballo cualquiera.
Svarte no sabía más de caballos que otros, pero tampoco menos. Encasquillaba todos los caballos de Arnäs; hoy, con las nuevas herraduras, que realmente eran mejores que las que habían utilizado antes. Montaba como todos los demás que tenían que ver con caballos, hombres libres o siervos, campesinos o guardias, pero no sabía montar como Arn, eso tuvo que admitirlo en seguida. Pues en cuanto se hubieron alejado un poco de Arnäs, Arn hizo cosas con el caballo de las que nadie podía hacer con un caballo, en eso estaban de acuerdo Svarte y Kol. Y aquel caballo que estando quieto parecía poca cosa era, con Arn a las riendas, tan fuerte y tan rápido como el caballo de Odín.
No les era del todo fácil entenderse; a menudo tenían que volver a preguntar, y eso hizo que se sintieran un poco incómodos, por lo que no hablaron mucho durante las primeras horas.
En cuanto llegaron a los robledos en Kinnekulle encima de Husaby, Arn demostró ser tan pésimo cazador como su hermano. Lo que sin embargo, lo distinguía de Eskil era el hecho de que se daba cuenta de cuándo se equivocaba, pedía disculpas y luego hacía muchas preguntas sobre cómo se debía actuar para hacerlo de una manera correcta.
Como cuando se acercaron mucho a unos ciervos que estaban descansando en un claro del bosque. Soplaba un viento de cara suficientemente fuerte. El suelo estaba seco y por eso las hojas caídas del otoño crujían con el viento, distrayendo la atención de los ciervos, de tal manera que podrían llegar a ponerse a tiro a pesar de ser pleno día. Svarte y Kol habían detectado los ciervos un buen rato antes de que Arn los viese de pronto y, exaltado, les advirtiese que había más ciervos allí delante. Puesto que los ciervos seguramente oyeron tan bien como Svarte y Kol lo que Arn decía, y por consiguiente entendieron lo que estaba pasando, se levantaron de un salto y con pasos largos desaparecieron corriendo.
Al lado del fuego aquella noche, Arn les hizo muchas preguntas infantiles y Svarte y Kol las contestaron con paciencia, sin mostrar lo que opinaban de ellas. Sí, siempre hay que andar en contra del viento, si no, los ciervos y los jabalíes, y todos los demás animales también, descubren que te acercas. Sí, si reina el silencio y hay poco viento, oyen a un hombre a una distancia de tiro de flecha, si no, a medio tiro de flecha. No, no se debe matar a los que tienen cuernos, saben peor y especialmente en esta época del año, cuando están en celo. Sí, el celo es la época en que los machos cubren a las hembras y entonces la carne de los machos huele fuertemente a su orín. Ocurre lo mismo con los jabalíes, no se debe matar a los verracos, sino mejor a los medianos. Si llegas a matar a una puerca con muchos pequeños lechones, eso es bueno, ya que cuando se tumba a morir, todos los pequeños se juntan alrededor de ella, y si tienes suerte y el apoyo de los dioses, puedes matarlos a todos de uno en uno, y son los más gustosos.
Tal como estaban allí al lado del fuego contestando las ignorantes preguntas del hijo de su amo se oyó un tremendo grito abismal desde dentro del robledo cercano. Arn se levantó, aterrorizado, asiendo su arco y su aljaba, mirando inquisitivamente a Svarte y a Kol, que permanecían quietos y sonriendo al lado del fuego. Arn, al ver que los otros no sentían temor, volvió a sentarse, aunque confuso.
Svarte le explicó que los hombres ignorantes tenían muchos nombres para este grito, desde el grito de guerra del Espíritu de la Montaña hasta el rugido de venganza de los trolls hacia los hombres. Ciertamente existían también esos males, pero esto era un ciervo viejo que todavía llevaba algo de su celo en el cuerpo. Este sonido hacía enloquecer a muchos de miedo, ya que era el más imponente del bosque, pero para los cazadores era buena señal. Pues eso significaba que al cabo de unas horas, a la primera luz del alba, podían tener la esperanza de encontrar todas las ciervas y sus terneros que
el viejo
ciervo andaba buscando. Seguir a los viejos ciervos en celo y sus gritos en la noche era, especialmente al principio del otoño, la manera más segura de alcanzar las ciervas y sus terneros para llevarlos al asadero y a las cocinas y para salarlos y secarlos.
Un buen rato antes del alba entraron lentamente y con mucho cuidado en el bosque, afinando el oído para encontrar el escondrijo
del viejo
ciervo y sus mujeres. Sin embargo, era difícil caminar en silencio, ya que la noche había llegado con escarcha y las hojas heladas de los robles y de las hayas y las bellotas crujían y chasqueaban incluso cuando se movían Svarte y Kol. Las pisadas de Arn sonaban como las de una manada de guardias a los oídos de los demás, y pensaban en silencio, sin atreverse a decir nada, que asimismo debía de sonar como el Ragnarók, el fin del mundo, a los sensibles oídos de los ciervos.
Cuando Svarte ya no se atrevió a acercarse más, habían llegado a un claro en el robledo al lado de una pequeña charca. Iban con el suave viento en contra, ya que Svarte nunca iría de otra manera y tampoco Kol. Pero la charca estaba justo delante de ellos, al otro lado del claro en la dirección del viento y desde el agua se levantaba una niebla densa, así que oían los gritos de celo muy cerca pero apenas veían las ciervas y los terneros más que pasando de vez en cuando a través de la niebla. Estaban demasiado lejos pero no podían hacer nada. Si intentaban acercarse al claro, serían descubiertos. Sólo les restaba quedarse donde estaban y esperar.