Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (40 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Algot Pålsson, sin embargo, no encontró ninguna razón para avergonzar más a su huésped y en seguida bajó del sitial, tomó a Arn por la mano y lo invitó a sentarse a su derecha, en lo que era el asiento de honor, y luego hizo sacar el gran cuerno para beber —que, según se decía, había pertenecido a Husaby desde los tiempos de Olof Skötkonungy lo entregó solemnemente a Arn para abrir así el banquete.

Arn no pudo más que estudiar el cuerno un rato antes de llevárselo a la boca. Primero no pensó en su peso, sino en todas las imágenes paganas con las que estaba decorado y donde la cruz cristiana parecía haber sido añadida mucho más tarde, como para tapar el pecado. Comprendió que probablemente se esperaba de él que tragase como un animal, tomó aire y luego hizo todo lo que pudo y bebió hasta atragantarse bajo las atentas miradas de los demás. Cuando bajó el cuerno, jadeando, aún quedaba más de una tercera parte, pero Algot se lo quitó y echó rápidamente el resto al suelo y giró el cuerno al revés. Entonces los demás golpearon con las palmas de las manos contra las mesas en señal de que el huésped había honrado su casa apurando hasta el fondo. Arn tenía el presentimiento de que esta cena no sería algo para recordar con alegría.

Ahora servían la carne asada y más cerveza en grandes jarras. La carne resultó ser un ciervo asado en espetón y un cerdo entrado en años preparado de la misma manera. Tal como había temido Arn, la carne del ciervo estaba dura y seca y sin especiar a excepción de sal, con la que, sin embargo, habían sido generosos. Por tanto, habían cocinado un animal que había estado vivo esa misma mañana, algo que el hermano Rugiera habría considerado un pecado tan grave como blasfemar. Arn se prometió a sí mismo que guardaría las formas y no se quejaría de nada y por tanto elogió la buena carne de inmediato; bebió bruscamente de su cerveza, haciendo ruidos de satisfacción, puesto que ésa era la costumbre entre la gente. Pero le costaba mucho inventarse algo que decir y Algot tuvo que ayudarlo, haciéndole preguntas sobre la cacería, pues todo hombre con posibilidad de vanagloriarse de su botín de caza sería elocuente como un bardo por mucho que normalmente fuese taciturno.

Pero Arn no sabía cómo se hacía cuando lo invitaban a fanfarronear y contestaba secamente y con pocas palabras, elogiando a sus siervos como hábiles cazadores, lo cual no fue bien interpretado por los anfitriones.

Al principio de la cena, por tanto, la conversación se arrastraba con tan poca voluntad como un caracol de bosque por un sendero seco. Cuando al final Algot preguntó si Arn mismo había matado alguno de los animales, una pregunta osada y maliciosa, puesto que el huésped siempre podría haber exagerado algo sin que por ello se pensase mal de él, Arn contestó con una voz débil y con la mirada baja que él había matado a seis de los ciervos y siete de los jabalíes, pero de inmediato añadió que sus siervos habían matado casi la misma cantidad. Se hizo un silencio alrededor de la mesa y Arn no comprendió que se debía a que nadie lo creyese y que todos opinasen que bien podría haber exagerado algo, pero no tanto que pareciese pura mentira.

Un joven, cuyo parentesco con Algot Arn no había acabado de comprender, le preguntó ahora con sarcasmo si tal vez Arn había fallado algunos disparos o bien había tenido tanta suerte que los había matado a todos con el primer disparo. Arn, que no se dio cuenta del peligro de la pregunta, contestó con la verdad, que sí, había matado a todos los animales con el primer disparo. Pero entonces el joven se burló abiertamente y solicitó alzar su copa en respeto ante tan gran arquero. Arn bebió con él muy serio pero sus mejillas ardían al ver burla y engaño en los ojos de los demás. Fácilmente pudo comprender que no había contestado sabiamente a las preguntas que le habían hecho. Pero dado que solamente había dicho la verdad, ¿cómo podría ser más sabio decir una mentira? Era una cuestión acerca de la que tendría que reflexionar, pues en este momento casi deseaba poder decir una sabia mentira para escapar de las burlas y mofas de los demás.

Algot Pålsson intentó socorrer a Arn empezando a comentar que había oído hablar de unas nuevas plantas de los monasterios, ¿tal vez Arn podía contarles algo? Pero el joven que se había burlado de Arn no quería dejarlo escapar, por lo que habló en voz alta y con miradas significativas hacia Katarina, diciendo que sería una pena que los fanfarrones se quedasen con las buenas mujeres, a las que no merecían, y comentarios igualmente lúgubres. Arn supuso, entonces, que aquel hombre albergaba sentimientos amorosos hacia Katarina, lo cual a él no le incumbía en absoluto.

Algot intentó de nuevo dirigir la conversación hacia el pacífico tema del monasterio y lejos del asunto del tiro al arco, que sólo acarrearía más disgustos a la mesa. Pero Tord Geirsson, que era el nombre del joven burlón, quería ganar a Arn a lo grande, pues quería mostrarse fuerte ante Katarina. Ahora propuso que trajesen un arco para disparar unos tiros de competición, puesto que la sala era alargada. Arn aceptó inmediatamente, pues había visto por el rabillo del ojo cómo Algot Pålsson respiraba profundamente para impedir esta competición.

Rápidamente enviaron a unos siervos domésticos en busca de arcos y aljabas y colocaron una bala de paja al otro lado de la sala, cerca de la puerta, a unos veinticinco pasos de distancia. Tord Geirsson tomó el arco y las flechas y dijo en voz alta que ésta no era demasiada distancia para matar a un jabalí y que tal vez el señor Arn, que era tan hábil, quisiese demostrar primero cómo se hacía y él mismo dispararía en segundo lugar.

Arn se sintió fríamente determinado y se levantó de inmediato. No le gustaba la situación en la que su veracidad le había puesto, pero quería acabar con aquello cuanto antes, y a su entender sólo había una manera. Con pasos largos se acercó a Tord Geirsson y casi groseramente le quitó el arco, lo tensó rápidamente y con mano experta, y escogió cuidadosamente tres flechas, asiendo dos con la mano del arco y colocando la tercera en la cuerda. La tensó al máximo para disparar con toda la fuerza del arco, de modo que la flecha descendiese lo mínimo durante el trayecto, y disparó. La flecha dio en medio pero una pulgada por debajo del centro de la bala de paja. Todos estiraron los cuellos intentando ver y empezando a susurrar entre sí. Arn ya conocía cómo disparaba el arco y cuidó meticulosamente los siguientes disparos, que tiró sin darse prisa y acertó algo mejor. Luego entregó el arco a Tord Geirsson sin mediar palabra y fue a sentarse.

Tord Geirsson estaba pálido y con los ojos como platos mirando hacia las tres flechas que estaban una al lado de la otra allá en la diana. Comprendió que había perdido, pero no supo manejar la situación en la que él mismo se había metido. Todas las opciones le parecían bochornosas y no eligió la más inteligente, puesto que tiró, furibundo, el arco y abandonó la sala sin decir palabra pero con las risas de los demás retumbando en los oídos.

Arn rezó por él en silencio, porque su ira se apaciguase y porque hubiese aprendido algo de su soberbia. Por su parte pidió a san Bernardo que lo previniese de la soberbia y que no lo llevase a valorar esta simple cosa en más de lo que era.

Cuando Algot Pålsson se recuperó de la sorpresa de la habilidad de Arn, se alegró mucho y pronto hizo que todos los de la mesa bebiesen a la salud del muchacho por ser tan hábil arquero como había demostrado; y sirvieron más cerveza y Arn empezó a sentirse más a gusto y pronto incluso encontró de su agrado la carne de ciervo dura y sin colgar. Y procuró beber tanta cerveza como bebía un hombre.

Katarina se había ocupado ella misma de servir la cerveza a Arn, lo que era de cortesía y algo que debía haber hecho desde el principio, pues estaba sentada en el lugar de la señora de la casa, y Arn, en el del huésped de honor. Primero lo había encontrado demasiado estúpido y poca cosa. Ahora lo consideraba más que importante.

No tardó en cambiar su sitio por el de su padre, y se sentó al lado de Arn, tan cerca que él sentía su cuerpo cuando le hablaba, cosa que hacía cada vez con más fervor y mostrando cada vez más lo impresionada que estaba por las cosas que Arn explicaba. De vez en cuando sus manos rozaban las de él como sin querer.

Eso animó aún más a Arn y bebió la cerveza cada vez que le servían y se alegró mucho de que Katarina, que al principio lo había mirado con los ojos fríos y burlones, brillase ahora y le sonriese con tanto calor que notaba cómo lo invadía y le subía también dentro de él.

Si Algot Pålsson hubiese sido un anfitrión más decente, habría reprendido el comportamiento de su hija, en particular por tener sus dudas acerca de la picardía de ella y de su hermana. Pero era de la opinión de que, no obstante, existía una notable diferencia cuando el comportamiento poco decoroso de las jovencitas se dirigía hacia un joven señor de Arnäs que cuando era hacia un familiar orgulloso pero pobre. Así que hizo caso omiso de las cosas que los buenos padres no pueden evitar tanto ver como descubrir y severamente reprender.

A Arn pronto le daba vueltas la cabeza a causa de la cerveza, y en el último momento se dio cuenta de que tenía que vomitar y rápidamente atravesó la sala para no ensuciar donde se estaba comiendo. Cuando el aire frío le golpeó la cara y se echó hacia adelante para vomitar algo que parecía medio ciervo duro y un buen barril de cerveza, se arrepintió amargamente, pero no podía ni pensar en rezar hasta acabar.

Después se limpió bien la boca y respiró profundamente el aire fresco, se dijo a sí mismo que siempre se equivocaba hiciese lo que hiciese, entró y sin comer más deseó a todos una buena noche, la paz de Cristo, dio las gracias por la abundante comida y a continuación atravesó la sala con piernas tiesas pero decididas y con pasos tambaleantes. Salió al patio y fue directamente a la fuente, que ahora estaba abandonada crj la oscuridad y la niebla. Se lavó con agua fría, reprimiéndose severamente en voz alta pero farfullando, y torpemente se metió en su casita, encontró su cama en la oscuridad y cayó hacia adelante como un buey apaleado.

Al caer la noche en la casa principal y cuando sólo se oían ronquidos, Katarina salió sigilosamente de su cuarto. Algot Pålsson, que últimamente dormía mal después de las noches de borrachera, la oyó salir y comprendió muy bien hacia dónde se dirigía. Como buen padre debería haberle impedido la aventura y, además, castigarla bien.

Pero también como buen padre se consoló a sí mismo, podía desistir de hacerlo aunque sólo fuera por conseguir que una hija suya llegase finalmente a Arnäs.

IX

P
ara quien nada sabia, podía parecer que los Folkung fuesen a salir a la guerra desde Arnäs. Pero incluso para quienes lo sabían todo, eso parecía probable.

Un gran ejército se amontonaba en el patio del castillo y el sonido de las herraduras de hierro de los caballos y sus resoplidos, el fragor de las armas y las voces impacientes producían un eco entre los muros de piedra. El sol estaba saliendo y sería un día frío pero sin nieve y con los caminos en buen estado. Dos carros con carga pesada fueron sacados gimiendo sobre sus chirriantes ruedas de roble, reforzados con hierro por la puerta para dejar sitio a todos los jinetes. Se esperaba a los hombres principales del linaje, que estaban rezando en la habitación de la torre alta, y algunos hombres bromeaban sobre posibles oraciones largas si era el niño de los monjes quien oficiaba la oración. Como para mantener el calor o deshacerse un poco de la impaciencia, cuatro de los guardias de Arnäs comenzaron a golpearse con las espadas y los escudos mientras los siervos, asustados, tuvieron que aguantar a sus caballos nerviosos. Los familiares los aclamaban desde fuera con alegría y buenos consejos.

Ciertamente era Arn quien había oficiado las oraciones con su padre y con el hermano de su padre Birger Brosa y Eskil, pues realmente necesitaban la protección de Dios y de los santos ante este viaje que podría acabar bien pero que también podría acabar con que las devastaciones de la guerra avanzasen por toda Götaland Occidental.

Cuando Arn salió al patio del castillo y vio cómo los cuatro guardias de su padre se estaban peleando con las espadas quedó atónito al ver que estos hombres, que eran los mejores luchadores y protectores armados de su padre, no sabían manejar la espada. No podía haber imaginado siquiera una cosa semejante. Aun siendo hombres adultos y vestidos en cotas de malla largas hasta las rodillas, y camisa de armas con los colores de los Folkung, parecían niños pequeños que apenas sabían nada sobre las espadas y los escudos.

Magnus, al ver a su hijo mirando con cara de necio, comprendió que Arn se había asustado a causa de estos juegos salvajes, y puso su mano sobre el hombro de Arn, diciéndole que no había que sentir miedo ante esos hombres mientras estuviesen a su servicio. Pero de hecho eran grandes luchadores, y eso era bueno para Arnäs.

Arn, por primera vez en mucho tiempo, realmente pareció tener aspecto de retrasado y de no entender nada. Pero de pronto vio la luz y sonrió con inseguridad al consuelo de su padre y le aseguró que en absoluto se había asustado por las luchas y que ciertamente se sentía seguro de ver que llevasen los colores de los Folkung como él mismo. No quería herir los sentimientos de su padre expresando lo que pensaba acerca de la incapacidad de esos hombres para manejar las espadas. A estas alturas ya había aprendido que aquí en el mundo bajo era más sabio no decir siempre la verdad.

Más problemático fue cuando Magnus descubrió que Arn inocentemente llevaba sujeta al costado la espada que los monjes le habían dado, la espada que solamente lo ponía en ridículo, y rápidamente entró a buscar una hermosa espada noruega que le ofreció a Arn. Pero entonces Arn protestó al igual que había insistido sobre querer montar su flacucho caballo monacal en lugar de un viril caballo nórdico.

Magnus intentó explicar que los Folkung tenían que cabalgar con una gran fuerza para atemorizar al enemigo y volverlos pacíficos, que también Arn, que iba vestido con los mismos colores, debía aportar lo suyo y no dejarlos en ridículo. Y ridículo sería que un hijo tan cercano al hombre principal del linaje llevase una espada de mujer y un caballo que no servía para nada.

Arn se contuvo claramente un buen rato antes de contestar, aunque finalmente propuso con palabras suaves que podría montar uno de los negros caballos torpes, pero que antes iría sin espada que dejar la suya. Y ante eso Magnus cedió, no del todo contento pero satisfecho de haberse librado por lo menos de lo más molesto: ver a un hijo suyo sobre un caballo que provocaba risas.

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