Read Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén Online
Authors: Jan Guillou
En una sala fría donde había que estar sentado envuelto en el manto, y a donde habían llevado unos pocos braseros, empezó la reunión.
La gran cuestión era la fidelidad del linaje hacia Karl Sverkersson. Nadie lo consideraba un rey poderoso, nadie opinaba que podría defender bien el reino si los daneses o saqueadores del otro lado del Báltico atacaban el país; aún menos si llegaban los noruegos, aunque ellos estaban ocupados como siempre matándose los unos a los otros. Pero ¿realmente era el momento oportuno para el propio linaje de empezar a luchar por las coronas reales?
Birger Brosa dijo estar seguro de que esa hora llegaría, pero que aún no era el momento. El linaje era más fuerte en Götaland Oriental que en Götaland Occidental, pero Götaland Oriental también era el país donde el rey Karl era más fuerte y tenía más parientes, especialmente en Linkoping y los alrededores. Para salir victoriosos hacía falta sacar a todos y cada uno de los godo—orientales de sus casas para entrar en la batalla sobre una u otra corona real que a la mayoría no les importaba. No sería factible.
Por esa razón era más sensato mantener la calma, apoyar al rey Karl y no hacer ver que ese apoyo podría cesar tan rápido como un rayo caído del cielo si las circunstancias eran las apropiadas.
Lo que harían, en cambio, sería seguir reforzando el linaje de la manera que siempre se había hecho, con casamientos sabios. Y ahora había una buena ocasión, ya que el mismo Birger Brosa no podía escapar del deber, por muy agradable que fuese vivir como joven señor sin responsabilidades que el Señor tarde o temprano imponía a todos los hombres.
A través de su hermano Magnus, continuó Birger Brosa, y ahora todos escuchaban con atención y nada de griterío, eructos de cerveza ni ronquidos interrumpían los pensamientos, el linaje tenía relaciones con el rey noruego Magnus Sigurdsen. El rey Magnus, sin embargo, había sido vencido por Harald Gille y el poder real iría, por lo que ahora parecía, a los hijos de Harald; eso es lo que opinaba todo el mundo que entendía algo de los quehaceres de los noruegos. Aunque nunca se podía estar seguro precisamente en cuanto a los noruegos, ya que todo podía cambiar de un solo golpe de espada y convertir a un familiar real en un familiar proscrito.
No obstante, Birger Brosa se ofrecía ahora a ir a cortejar a Noruega para unirse a alguna de las hijas de Harald Gille, Solveig o Brígida, la que le fuese mejor. Eso reforzaría los lazos del linaje con Noruega a pesar de que los noruegos continuasen matándose los unos a los otros, puesto que así estarían enlazados tanto con el linaje de Harald Gille como, a través del hermano Magnus, con el linaje de Magnus Sigurdsen.
Durante un rato se estudió el problema desde varias perspectivas.
Naturalmente, otra posibilidad sería enlazarse con el linaje de Karl Sverkersson. Pero podría ser tanto una jugada acertada como un error, porque tal vez luego acabases ahí siendo pariente cercano el día que tocase coronar a un hijo de Karl, si es que llegaba a tener alguno. No, reforzar los lazos con Noruega sería un movimiento más prudente, pero a la larga más inteligente. Con eso, el asunto estaba decidido y no se hablaría más sobre esa boda.
Luego vino la cuestión de cómo debía cortejar Magnus. El luto de Sigrid ya había concluido y él era un buen partido con muchas tierras y grandes riquezas, lo cual lo facilitaría todo. Pero la cuestión era qué sería lo más sensato.
Primero Magnus explicó lo que opinaba del asunto. Tomó la palabra con voz un poco insegura y sin saber exactamente cómo elegir sus palabras. Si se casaba con el linaje de Pål en Husaby, otro linaje fuerte de Götaland Oriental se añadiría al de Bjälbo. Otro tanto a favor era que sus dominios y los de Pål colindaban y un casamiento significaría, por tanto, que gran parte de las orillas del lago Vänern quedaría bajo el mismo derecho legal. Eso significaría dominar el comercio sobre toda Götaland Oriental, ya que el lago Vänern era la ruta más importante durante la mayor parte del año tanto a Lödöse como a Dinamarca y Noruega. Había dos hijas en Husaby, las dos hermosas, aunque algo jóvenes.
Al sentarse, Magnus oía cómo los parientes murmuraban y susurraban que había hablado bien, aunque no totalmente convincente. Sospechaba, por consiguiente, que alguien quizá tuviese otro plan para él y en ese caso no era difícil adivinar quién sería el orador elocuente.
En efecto, Birger Brosa pidió la palabra y primero habló con afecto de su hermano mayor, sus méritos y su sabiduría en los negocios y su voluntad de casarse bien para reforzar el linaje y satisfacer a sus parientes.
Pero pronto cambió de tono y describió de manera directa y ruda que deberían haber lazos más valientes y más importantes que atar para los parientes. El linaje de Erik de ninguna manera había dejado de aspirar a la corona, de eso se había informado bien. En Noruega estaba la viuda colérica de Erik Jevardsson, pensando en vengarse y educando a sus hijos para competir por la corona real. El linaje de Erik era fuerte al sur de Skara y también tenía sus ramificaciones por Svealand. Era más sabio no tener ese linaje por enemigo, sino estar del mismo bando.
En una de las fincas a las afueras de Eriksberg, el dueño y señor era Joar, hermano de Erik Jevardsson, que tenía una hija, la mayor, no demasiado hermosa, por la que seguramente celebraría encantado la cerveza de compromiso incluso con un hombre menos rico que Magnus.
Magnus suspiró al oír a su hermano presentar el tema. Ya sabía lo que pasaría. Se utilizaría su propia sangre para enlazar el linaje con un importante enemigo o futuro aliado. Difícilmente podría añadir nada, mas que parecía sensato y que así se haría.
Eskil, a quien le costaba un poco comprender la lógica de elegir parientes entre los que mataban más que entre los que tenían la mejor clase de riquezas, miró a su padre con tristeza. Eskil también comprendió cómo sería. Pronto tendría una nueva madre de la que no sabía nada excepto que, por lo visto, no era muy hermosa.
Arn nunca había visto al hermano Guilbert tan feliz como aquel día cuando llegaron los nuevos caballos. Eran un semental, dos yeguas y un potro macho medio crecido y los llevaron en seguida a un cercado propio para que no se juntasen con los caballos nórdicos. Parecían estar en buena forma, el viaje había sido suave durante una buena temporada, con mucho pasto y agua en el camino. Habían acompañado al padre Henri en uno de sus continuos viajes a la capital general de Cíteaux, y ya que el padre Henri y los hermanos que lo acompañaron casi siempre habían ido a pie, como siempre habían hecho, y ya que los dos carros pesados habían sido tirados por los asnos, los caballos estaban, al parecer, totalmente relajados.
Los regresos del padre Henri de la capital general siempre eran un gran acontecimiento en el monasterio, pero no sólo porque todos los hermanos obedecían fielmente y casi siempre seguían la regla del amor, sino también por todo lo demás, por las noticias, por las cartas, por los nuevos libros, por conocer lo que pasaba en la vida mundana al igual que en la eclesiástica, por todas las semillas, pepitas e injertos que el hermano Lucien recibía con la alegría de un niño, investigando e instruyendo a sus aprendices; finalmente también por los quesos y barriles de vino, que por lo menos los hermanos borgoñones echaban mucho de menos, al igual que los cocineros provenzales encontraban difícil la vida del monasterio, sin poder renovar ciertas especies que el hermano Lucien aún no había logrado hacer sobrevivir en el duro clima danés.
A muchos de los hermanos les costaba observar la disciplina y la dignidad que un regreso de esta magnitud exigía, puesto que primero había que despachar la misa del regreso. Y era un poco más larga de lo normal, ya que el coro ensayaba nuevas canciones, o viejas canciones presentadas en voces parcialmente nuevas ante la acción de gracias por el retorno. Ante todo, Arn, que todavía mantenía su precioso soprano, tenía un duro trabajo en estas misas.
Pero más tarde los hermanos podían salir de la iglesia, charlando alegremente como niños pequeños, expectantes ante las ceremonias conducidas por el padre Henri, que empezaban al deshacer el gran equipaje. El padre Henri leía y tachaba de la lista y repartía las dádivas de Dios y algunos de los hermanos desaparecían susurrando y riendo de alegría con un volumen largamente deseado entre las manos. Otros loaban al Señor de una manera más digna. Y lo mismo pasaba con los que recibían nuevas cosas para el jardín o la cocina.
Pero pronto el hermano Guilbert desapareció con Arn bajo uno de sus pesados y anchos brazos para enseñarle lo más bonito de todo, lo que ninguno de los demás hermanos comprendía: los nuevos caballos.
Al llegar al cercado de los nuevos caballos, Arn realmente intentó comprender qué era lo que hacía el normalmente tan equilibrado hermano Guilbert tan acalorado. Era cierto que estos caballos, a los ojos de Arn, se distinguían bastante de los caballos normales. Eran más delgados y vivaces, se movían todo el tiempo como si les impacientara estar encerrados, iban y venían con movimientos suaves y felinos, y con las colas levantadas en alto. Sus caras parecían un poco más anchas, más triangulares que en los caballos nórdicos y sus ojos eran muy grandes e inteligentes.
Tenían un color diferente, aunque una de las yeguas era rojiza como muchos otros caballos, pero tenía una gran mancha gris hacia la pierna izquierda mientras que su potro medio adulto era casi blanco, aunque con tonos grisáceos. El caballo y la otra yegua eran grisáceos.
Arn era incapaz de hallar más diferencias que aquéllas, a pesar de haber trabajado mucho en el segundo taller en importancia de entre los del hermano Guilbert, la herrería de cascos. Arn sabía herrar un caballo sin que el hermano Guilbert o alguno de los aprendices tuviera que rehacer el trabajo.
El hermano Guilbert estaba callado, apoyado en los postes de la cerca con lágrimas en los ojos al contemplar los caballos, como si se encontrara muy lejos en sus pensamientos. Arn, que no entendía nada, se mantuvo a la expectativa.
Para su sorpresa, de pronto el hermano Guilbert empezó a hablarle al caballo en un idioma que Arn nunca había oído y del que no entendía ni una palabra. Pero parecía como si el caballo en seguida le prestara atención; se paró y dirigió las orejas hacia adelante en dirección al hermano Guilbert y luego, tras un momento de duda, se acercó tranquilamente. Entonces, el hermano Guilbert frotó la cara contra el hocico del caballo de una manera muy impropia y le habló de nuevo en la suave lengua extranjera.
—Ven, hijo mío, vamos a montar tú y yo, tú cogerás el caballo joven —dijo el hermano Guilbert y se metió por debajo de los postes de la cerca, arrastrando a Arn consigo.
—Pero el caballo joven… no se puede, no está domado, ¿verdad? —objetó Arn con una clara duda en la voz.
—Ven aquí que te enseñaré, ¡no hace falta que lo esté! —dijo el hermano Guilbert, llamando al pequeño caballo que en seguida se acercó trotando.
Lo que después sucedió le pareció un milagro a Arn. El hermano Guilbert acarició al joven caballo por el hocico y las mejillas y el cuello y le volvió a hablar en la lengua extranjera que los caballos parecían entender mejor que el francés o el latín. Después de un rato levantó a Arn como si fuera un guante con uno de sus brazos, de manera que quedó sentado encima del caballo y automáticamente se agarró a la crin para no caer cuando fuese a empezar el jaleo; había aprendido algo de domar, pero nunca desde el principio.
Seguidamente, el hermano Guilbert se subió al caballo con un único movimiento, parecía que volaba, y el caballo echó a galopar salvajemente, dando vueltas por el cercado. Allí estaba el hermano Guilbert, montando a pelo, sólo cogido ligeramente con una mano a la crin del caballo, agachándose osadamente en las curvas más escarpadas y gritando una aclamación tras otra al caballo en la lengua extranjera.
Al joven caballo de Arn pronto le contagió la alegría y empezó a correr también, aunque con movimientos más saltones, más infantiles. Pero pronto los dos montaban dando vueltas cada vez más rápido y Arn, dichoso, empezó a imitar la lengua extranjera del hermano Guilbert y se sintió como embriagado por la velocidad y de sentir el viento ondear en su cabeza rapada y entre los rizos demasiado largos por las orejas.
Un poco avergonzado, Arn se reconoció a sí mismo que en ese momento estaba viviendo una felicidad pura y verdadera y que no debía dejar de comentárselo al padre Henri en su próxima confesión; era como si la vida y la fuerza del caballo le recorriesen el cuerpo entero, aunque el caballo era muy joven y estaba aún lejos de ser un caballo adulto. Y si no estaba domado, que probablemente no lo estaba, puesto que era muy joven, y si por tanto nunca antes había llevado a una persona sobre sü lomo, esto debía de ser un verdadero milagro.
—¿Sabes, mi joven
chevalierl
—dijo el hermano Guilbert mucho más tarde, cuando los ruiseñores ya habían empezado sus trinos nocturnos y casi era la hora de las vísperas y estaban sentados en el cercado disfrutando de contemplar los caballos nuevos—, es cierto que el caballo es el mejor amigo del hombre. Pero estos nuevos caballos no son como los demás, como has podido comprobar; son los más nobles, más rápidos y sufridos que existen. Alabado sea Dios por este regalo, puesto que son caballos de Tierra Santa de Outremer.
El hermano Guilbert tenía la cara roja de excitación y aún respiraba pesadamente tras su salvaje exhibición de las fuerzas del caballo.
Arn empezó a comprender lo que distinguía estos caballos de los otros, no solamente su apariencia y su manera de ser y de moverse, sino también para lo que servían. Pero aun así preguntó y recibió la respuesta que esperaba.
Estos caballos eran caballos de batalla. Lo que era importante para la espada también lo era para los caballos: agilidad, agilidad y más agilidad.
Puesto que los hombres aquí arriba en el bárbaro Norte aún no habían adoptado el arte de luchar a caballo —continuó explicando el hermano Guilbert—, estos nórdicos exigían caballos fuertes y lentos, que pudiesen llevar una carga pesada hasta el campo de batalla. Sin embargo, allí el hombre nórdico desmontaba, ataba su caballo y salía a pie a la lucha. Si los cristianos hubiesen intentado enfrentarse a los condenados sarracenos de ese modo, Jerusalén nunca habría sido liberada.
Pero en el resto del mundo se luchaba a caballo, era solamente en el bárbaro Norte donde no lo habían comprendido. Por eso el hermano Guilbert tenía un claro y simple propósito con estos nuevos caballos, cuya sangre ahora podría esparcir por Dinamarca, y era introducir la técnica que acompañaba al nuevo caballo y con eso hacer entrar mucha plata al monasterio. Más o menos como se podía hacer forjando mejores espadas para los nórdicos. Una cosa debía de ser igual de lógica y lucrativa que la otra.