Read Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén Online
Authors: Jan Guillou
El procurador Karle se levantó pesadamente y declaró que no tenía nada que añadir en este asunto, puesto que no había duda sobre el significado de la ley y que la difícil decisión que debían tomar los tres cabezas de los linajes no sería más fácil por ser más. Salió sacudiendo la cabeza con desconsuelo al salir por la abertura de la tienda.
Hubo un silencio tras su salida. Todos estaban esperando lo que Magnus tenía que decir, puesto que la suya era la resolución más grande, si no la única. No se trataba solamente de su vida, sino también del honor de los Folkung.
—He tomado mi decisión —dijo cuando ya no podía seguir callado en la insoportable espera de sus palabras—. Mañana al alba, en el lugar que nosotros aquí en el concilio llamamos el encuentro de los tres caminos, iré hacia Emund completamente armado tal como dicta la ley. Que Dios me proteja y que todos vosotros recéis por mí. No existe otro camino, ya que nadie de nuestro linaje elige el camino de la deshonra, y también es verdad que nadie seguiría a un hombre deshonrado.
Eskil y Arn habían estado sentados en el rincón más apartado de la tienda y ninguno de los hombres mayores les había hecho el menor caso. Ahora que su padre había hablado y a los ojos de todos se había sentenciado a sí mismo a la muerte, Eskil respiró profundamente y con aspecto de romper a llorar, pero reunió fuerzas inmediatamente. Durante el penoso silencio que siguió y en el que nadie contradijo a Magnus, lo que era lo mismo que asentir y con ello tomar la decisión de acabar con su vida, Arn reunió la valentía que le hacía falta para hablar.
—Perdonad que nosotros los hijos nos metamos en este asunto —empezó, indeciso—. Pero nos atañe tanto como a los demás… es lo que quiero decir. ¿No hemos sido difamados al igual que nuestro padre Magnus cuando Emund nos llamó cachorros de perra y lo que fuese?
—Sí, es cierto —contestó Birger Brosa lúgubremente—. Tú y Eskil habéis sido difamados como vuestro padre Magnus. Pero le incumbe a él defender el honor de los tres.
—Pero según la ley, ¿no tenemos el mismo derecho que nuestro padre a defender este honor? —preguntó Arn con la sencilla inocencia de un niño, ante la que algunos de los hombres mayores no pudieron más que sonreír pese a la gravedad del momento.
—No le honraría mucho a Magnus si en lugar de luchar envía a uno de sus hijos adolescentes a ser sacrificado —refunfuñó Birger Brosa, enojado, al mismo tiempo que se levantaba para salir a mear, dejando a los demás en un vacío sin palabras.
Después de dudar un momento, Arn salió tras Birger Brosa y tuvo que buscar un rato con la mirada antes de encontrarlo, ya que la oscuridad del invierno había caído rápidamente mientras estaban en la tienda. Se acercó decididamente al hermano de su padre, que acababa de subirse los pantalones, y le habló sin dudar y con gran convicción.
—Debo decirte algo verdadero e importante, mi querido tío. Debes creerme, ya que ahora en este momento de gravedad no hay tiempo para palabras no verdaderas. Pero no solamente soy yo quien mejor maneja la espada de los tres que hemos sido ofendidos, sino que además también creo que puedo abatir a ese Emund con facilidad, o a ti o a quien sea de nuestros hombres de guardia. Por eso debes arreglarlo para que sea yo quien vaya al desafío y no mi pobre padre.
Birger Brosa se sorprendió tanto por estas palabras que se quedó con las manos agarradas en los pantalones como si todavía estuviese a punto de mear. Lo poco que sabía de Arn era de lo que todos se burlaban en relación con el monasterio, y hasta Emund Ulvbane lo conocía, ya que había llamado monja a Arn. Y venía ese joven profundamente creyente, muy serio y le decía cosas que no podían ser verdad pero con un semblante que no llevaba el menor rasgo de mentira. Birger Brosa no sabía qué creer, sólo que el niño no parecía loco aunque sus palabras así lo indicaban. Su incertidumbre debía de traslucir, porque Arn hizo un movimiento impaciente con las manos antes de concebir una idea.
—Mi querido tío, eres un hombre mucho más grande que yo, aproximadamente como ese Emund —dijo Arn, exaltado y visiblemente obsesionado por la idea—. Toma mi mano y ponte de pie conmigo —continuó, estirando la mano hacia Birger Brosa, que la tomó por puro asombro y se sorprendió de la fuerza de la mano mientras Arn colocaba sus pies para que estuviesen uno contra el otro como para hacer un pulso normal—, ¡Eso! —dijo Arn, súbitamente alegre—, ¡Intenta volcarme con tu fuerza, que es más grande que la mía!
Birger Brosa hizo un vago intento con el único resultado de la risa de Arn. Entonces hizo más fuerza y al momento se encontraba en la suciedad y el barro del suelo. Se levantó, asombrado, y volvió a asir la fuerte mano de Arn, y de nuevo cayó al suelo, como si el niño pudiese jugar con él a su antojo. Después del tercer intento, Arn no quería seguir y levantó las palmas de las manos en señal de rechazo.
—Escúchame, querido tío —dijo—. Así puedo tratar a Emund o a quien sea y por eso tengo que explicarte por qué. Durante todos mis años en el monasterio, un hombre que una vez fue templario en Tierra Santa me enseñó todos los días, más que a ningún hombre que conoces, el juego de las armas. Juro por Nuestra Señora y san Bernardo, que son mis santos protectores, que yo soy quien mejor puede defenderme con una espada, y sabrás que un hombre como yo no quiere mentir a nadie, y menos aún en un momento tan grave como éste.
Birger Brosa sintió como si la convicción y la verdad de Arn le invadieran como una luz. De pronto estaba convencido de que lo que Arn había dicho en efecto era verdad, y al reflexionar más sobre lo que llegaría a significar, se le iluminó el semblante. Miró a Arn con felicidad y lo abrazó. Como hombre inteligente que era en cuanto a la lucha del poder, Birger Brosa comprendió que lo que en este momento pintaba más negro para los Folkung, pronto podría cambiar a blanco, prescindiendo de que Arn o Emund Ulvbane ganase el desafío al alba del próximo día. O ganaría Arn, o perdería con más honra de lo que Magnus pudiera haberlo hecho. Pero en ese caso, la victoria de Emund sería ruin.
Despertó, sin embargo, duda y descontento cuando Birger Brosa entró en la tienda y explicó a los familiares que ya estaban de luto que Arn sería quien emprendería la lucha con Emund Ulvbane, lo cual se podría justificar porque Arn había sido el más ofendido, dado que Emund no sólo lo había llamado cachorro de perra, sino que había dirigido el desdeño hacia la casa de Dios, donde Arn había sido educado.
Magnus se opuso, fuertemente angustiado. Porque a la vez que veía su propia vida salvada, la vida de la que ya se había empezado a despedir, también veía cómo perdería a un hijo y se quejaba diciendo que se vería muy mal que un hombre no se atreviese a tomar cartas en su propio asunto sino que enviase a un hijo no del todo crecido a ser sacrificado. No podía tomar en serio las suaves insinuaciones de Arn de que sería más inteligente enviar al que mejor manejaba la espada de los tres.
Joar Jevardsson dejó, confuso, a los Folkung a solas para la noche, y lo mismo hicieron los cuatro guardias incrédulos, quienes con la mirada fija en el suelo se despidieron deseando la bendición de Dios para el joven Arn, que todavía tenía pelusa en las mejillas.
Cuando los Folkung estuvieron a solas, Magnus propuso que orasen tanto como todos pudiesen durante la noche. Arn lo encontró una buena propuesta, pero sembró consternación entre todos al comenzar rezando por la vida de Emund Ulvbane, sus pecados y su soberbia.
Al alba de la mañana que todo el mundo de Götaland Occidental recordaría durante largo tiempo y de la que se explicarían muchas leyendas, se reunieron alrededor del lugar llamado el encuentro de los tres caminos casi tantos hombres como los que habían asistido al concilio. Ese lugar estaba a tres tiros de flecha del lugar del concilio y allí dejaba de existir la paz del concilio. Pocos se habían marchado la noche anterior, aunque el concilio había acabado, ya que pocos hombres querían perderse la lucha que podría dar origen a la guerra.
Ninguno de los Folkung y ninguno del linaje de Erik se había marchado, ya que había que mostrar, unidos ante los hombres del rey, que quien mataba a un pariente también dirigía un golpe contra todos ellos. Tanto más importante era estar al lado del hombre cuya vida tocaba a su fin a causa del honor. Había que estar del lado de los parientes desde el nacimiento hasta la muerte, y ahora tocaba la muerte.
Desde el oeste llegaron los Folkung y el linaje de Erik, serios y en silencio. Desde el este llegaron los hombres y parientes del rey en alegre alboroto y burla, puesto que sabían que la victoria era suya, pasase lo que pasase. Si Magnus Folkesson salvaba su vida dejando de aparecer, la victoria sería de los hombres del rey, ya que los Folkung serían deshonrados. Y si Magnus Folkesson luchaba contra Emund Ulvbane, la victoria sería igualmente segura, pero más placentera de contemplar.
En primera fila entre los Folkung llegaban Birger Brosa, Magnus Folkesson y sus dos hijos, todos envueltos en sus gruesos mantos azules, forrados de piel de marta, todos con yelmos y con el escudo con el león de los Folkung en su brazo izquierdo. Estos cuatro se colocaron un poco por delante de todos sus callados parientes y esperaron. Emund y su séquito llegaron tarde intencionadamente.
Hacía frío, y el sol, a punto de salir, coloreaba el cielo de rojo sangre tras los hombres del rey. Sería un buen día, opinaban todos mientras se unían impacientemente murmurando en espera de que saliesen los primeros rayos del sol, el momento en que se iniciaría la lucha.
Y cuando el primer borde candente del sol fue visible, se alzó un grito exhortatorio del lado del rey. Emund Ulvbane tiró su manto al suelo, sacó su pesada espada y con pasos y largos salió al centro del lugar.
Pero lo que luego sucedió no se lo había esperado ningún hombre. El más pequeño de los hijos de Magnus Folkesson, aquel al que llamaban el niño de los monjes o la monja, dejó el manto a un lado, se quitó el yelmo y la vaina, sacó su espada larga y débil y la besó mientras pronunciaba un juramento que nadie escuchó. Luego se santiguó y caminó lentamente pero sin vacilar hacia Emund.
Primero hubo un gran silencio entre los miles de reunidos, luego un murmullo de descontento que crecía por momentos. Todos vieron que el niño de los monjes no llevaba cota de malla, así que al menor golpe caería mortalmente herido. Y también se había quitado el yelmo.
Para Emund Ulvbane eso era una gran ofensa, ya que querían obligarlo a renunciar a la lucha o sin mucho honor matar a un niño de monjes indefenso, ya que ésa debía de ser la idea. Eso lo comprendieron también todos los Folkung, que estaban igual de sorprendidos que los hombres del rey de ver al joven Arn ir a un duelo de vida o muerte en el lugar de su padre. No obstante, era una empresa aventurada, pues nadie creía que Emund Ulvbane era hombre de mostrar misericordia o que quisiese renunciar a una lucha de victoria asegurada. Pero sí que había valentía en aquel niño, que apostaba su propia vida para salvar la de su padre y el honor del linaje, así opinaron incluso los hombres del rey.
Emund Ulvbane, sin embargo, no se dejaría enredar, sino que decidió acabar cuanto antes y de la manera más humillante con la lucha, como el ultraje de los Folkung merecía, y corrió con determinación hacia Arn con la espada alzada para cortarle la cabeza.
En seguida Emund Ulvbane se encontró en el suelo, ya que debía de haber golpeado hacia la cabeza de su contrario con demasiada ansia y por eso falló a lo grande. Pero el niño no supo aprovechar la posibilidad que Dios le había brindado, sino que se quedó quieto esperando a que su contrincante se levantase y atacase de nuevo. Tres veces golpeó Emund Ulvbane hacia su contrario que, sin problemas y moviéndose todo el tiempo en círculos, evitó su espada sin ni siquiera parar con la suya. Los que estaban lejos y no veían con toda claridad pensaron primero que Emund jugaba cruelmente al gato y al ratón. Pero los que estaban cerca vieron claramente que en absoluto era eso lo que estaba sucediendo.
Entre los Folkung y los del linaje de Erik se alzaron algunas risas y pronto el lugar rugía de la risa que bañaba con burla a Emund, quien pese a sus rabiosos esfuerzos sólo cortaba grandes agujeros en el aire.
Arn ya se sentía seguro, porque aunque su contrario era grande y fuerte, no era ni tan grande como el hermano Guilbert ni la décima parte tan hábil. Ahora se trataba en primer lugar de salvar la vida de Emund, de no ser afectado por la soberbia y después, cuando los jadeos de Emund fuesen más continuos y fuertes, ir al ataque. Arn estaba contento de que pese a todos los buenos consejos e intentos por convencerlo, había hecho valer su voluntad de no usar cota de malla ni yelmo, ya que si quería ganar sin matar tendría que poder moverse rápidamente y debería tener buena visibilidad en todo momento, puesto que el menor error lo llevaría a la muerte segura.
Cuando Arn de pronto empezó a defenderse, Emund ya empezaba a ser muy lento en sus movimientos. Y Arn lo cansaba aún más empezando a parar sus golpes con su espada o con su escudo, aunque todo el rato oblicuamente, de manera que llevaba los golpes de Emund hacia el suelo. Una y otra vez saltaban chispas de la pesada espada de Emund cuando golpeaba la piedra. Arn hacía ver que paraba esos golpes al derecho, pero cada vez doblaba la muñeca de manera que el golpe de Emund seguía resbalando en su propia dirección y no tardó en comprobar que este método de nuevo hacía caer a su contrario al suelo por su propio peso y fuerza. Entonces Arn salió rápidamente y dirigió la punta de su espada contra el cuello de Emund y le habló por primera vez. Emund estaba de rodillas, jadeando fuertemente en lo que parecía su último instante de vida.
Los dos luchadores se encontraban en el centro del lugar de lucha, demasiado lejos de todos los hombres para que alguien oyese lo que decían. Sólo se podía adivinar una cosa, que el hombre, al que algunos llamaban niño de los monjes, le había ofrecido la vida a Emund a cambio de que se diese por vencido y como muestra entregase su escudo. Pero Emund se echó hacia atrás, apartándose de la punta amenazadora de la espada, se levantó y la lucha empezó de nuevo.
No obstante, incluso los hombres del rey comprendieron la verdad y lo que en primer lugar no habían visto ni comprendido. El Folkung de quien Emund se había burlado diciendo que era un cachorro de perra y una monja le era absolutamente superior y no se trataba ni de magia ni de casualidad, ya que habían visto tanto y durante demasiado rato como para no dejarse engañar por sus ojos. Los guerreros expertos que estaban al lado de otro conocedor empezaron a describir lo que vieron mientras intentaban entender y seguir en el pensamiento lo que Arn hacía con su espada. Ya estaban de acuerdo con que el arte de Arn era grande y que Emund había encontrado a alguien superior. Desde el lado de los Folkung, la burla empezaba a alzarse cada vez más contra el vencido, y desde el lado del rey se oían gritos de que Emund debería darse por vencido y entregar su escudo. Todos habían visto ya que le había perdonado la vida varias veces.