Tirano II. Tormenta de flechas (16 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Más allá de las naves de guerra, la flota de grano de Atenas permanecía fondeada en la bahía del Salmón, a buena distancia de la arena y el barro. Los grandes cargueros no estaban construidos para ser varados como los barcos de guerra; con su tamaño, requerían el soporte de un volumen de agua, pues de lo contrario sus cascos podrían partirse al romperse las pesadas cuadernas por la excesiva tensión. De modo que fondeaban en aguas profundas y las barcas locales y barcazas construidas a toda prisa vaciaban sus bodegas y llevaban sus cargamentos a la playa, invirtiendo el procedimiento habitual.

Los vaqueros sármatas azuzaban a los caballos de refresco para que saltaran directamente por la borda y se zambulleran en el mar. Entonces las chicas se lanzaban desnudas al agua, agarraban con los puños las crines mojadas y nadaban hasta la orilla con sus monturas.

Filocles, también desnudo bajo el sol de finales de verano, reía.

—Poseidón, Señor de los Caballos y Señor del Mar, debe de quererte bien, ateniense —dijo.

Kineas dedicó media sonrisa al espartano.

—Todos los dioses aman a los hombres precavidos —repuso.

—Afrodita no —objetó Filocles con una sonrisa irónica—. La diosa nacida de la espuma odia a los hombres que planean demasiado sus actos. —Frunció el ceño—. Nunca mencionas a la Nacida de la Espuma cuando haces ofrendas.

Kineas reparó en Safo, ataviada como una matrona a pesar del sol reinante y con un gran sombrero cónico de paja, sentada playa abajo en una banqueta junto al considerable mobiliario de campaña de Diodoro.

—No me hables de Afrodita —dijo Kineas—. Sólo pido que no me ponga la mano encima hasta que vea a Srayanka.

—Hermano, así es precisamente cómo los mortales se buscan problemas con la Nacida de la Espuma —advirtió Filocles. Sus ojos seguían contemplando a las chicas sármatas que salían del agua a lomos de sus caballos—. ¿Alguna vez te has preguntado por qué Poseidón es Señor de los Caballos y Señor del Mar?

Kineas, con la mente llena de cifras y de los pormenores del desembarco, negó con la cabeza.

—Debo confesar que no.

Filocles hizo caso omiso de la indirecta.

—Antes pensaba que era porque quizá nuestros antepasados, aquellos dorios venidos a Esparta que la tomaron en tiempos posteriores a Menelao y la bella Helena, habían traído a un señor de los carros y, como los nativos tenían a un señor del océano, al unirse ambos pueblos unieron también sus dioses.

Kineas se interesó por la lección de su amigo muy a su pesar.

—Nunca sé decir si deberías estar enseñando en el ágora como filósofo o ser arrojado desde un peñón por blasfemo —declaró con fingida preocupación. Pero estaba escuchando.

—En cambio ahora, viendo a esas chicas, me pregunto si la respuesta no está escondida, como tantas otras lecciones, en la obra del Poeta —dijo Filocles—. Adondequiera que viajasen los aqueos de largas cabelleras, llevaban carros; está en la Ilíada.

—¡Cierto! —exclamó Kineas, asombrado de no haber pensado nunca en aquel asunto a pesar de que la Ilíada, como para tantos niños atenienses, había sido el centro de todas sus fantasías militares desde la primera vez en que la escuchó en el patio embaldosado de su padre.

—Y, sin duda, el Poeta vio muchas veces lo que ahora estamos viendo nosotros antes de perder la vista —agregó el espartano, protegiéndose los ojos del sol con la mano—. Tal vez yo fuera demasiado ingenuo. Tal vez el Señor de los Caballos y el Señor del Mar siempre han ido de la mano.

—O tal vez acabas de fijarte en que las chicas sármatas van desnudas y en que son extraordinariamente hermosas —repuso Kineas.

Filocles soltó un gran suspiro.

—Afrodita te ronda, hermano —dijo. Su irónica sonrisa le quitó diez años de encima—. Cuando las mujeres me remueven las entrañas, es porque me las remueven.

Sin embargo, Kineas no disponía de tiempo para entretenerse contemplando mujeres desnudas de ninguna clase porque, en cuanto el grueso de su ejército hubo desembarcado, tuvo que ponerlo en orden defensivo, tuvo que ponerlo en marcha por secciones, tuvo que dar instrucciones para cubrir distintas eventualidades. No iba a hacerlo avanzar todo de una sola vez, sino que lo enviaría fraccionado a cruzar los tres mil estadios que los separaban del mar Caspio.

Eumenes había hecho su trabajo. Rebaños de ganado mayor aguardaban en la playa, convenientemente cercados junto con las ovejas de los pastores sindones. Tierra adentro, los prodromoi de Ataelo habían marcado el camino con las señales que usaban los sakje: estacas con trozos de lana, cráneos de animales muertos, piedras apiladas. Kineas sabía interpretarlas, y las chicas sármatas lo hacían aún mejor. A decir de todos, hacía mucho tiempo que Ataelo se había marchado; sin embargo, Eumenes los estaba aguardando cuando las primeras naves de guerra embarrancaron en los bancos de arena, y él y Filocles y León tenían que partir hacia el este en cuanto las primeras tropas estuvieran listas para viajar; a saber, la infantería al mando de Licurgo, porque serían los más rápidos en embarcar y los mejores para defender los campamentos.

Kineas dividió el resto del ejército en dos grupos. Ataelo se había marchado con el primer grupo: sólo la élite de los prodromoi, acostumbrada a vivir de la tierra. Habían partido en cuanto sus caballos nadaron hasta la orilla para explorar la ruta que el ejército seguiría por las tierras altas. Kineas esperaba recibir a diario informes de los exploradores; Ataelo contaba con jinetes suficientes para enviar un mensajero cada mañana.

Diodoro estaba al mando del segundo grupo, compuesto por el grueso de la infantería griega y los psiloi sindones. Irían tan rápido como pudieran hasta la costa del mar interior, donde las naves los aguardarían para embarcarlos, cubiertos por dos escuadrones de caballería olbiana.

El príncipe Lot estaba al mando del resto: los sármatas, el escuadrón de caballería de Herón y las tropas de Eumenes. Avanzarían por la pista que había abierto Ataelo en etapas cortas; saldrían una semana después y cubrirían el avance de los demás grupos, porque eran los mejor preparados para sobrevivir en la estepa.

La infantería griega formó y partió del campamento dos días después de desembarcar, con sus pertenencias cargadas a lomos de mulas. Todos los soldados de infantería acababan de pasar un verano en campaña. Llevaban demasiado equipaje, pero lo mismo sucedía con los soldados del mundo entero. Sus cuerpos eran duros, y cantaron al emprender la marcha.

Los hoplitas partieron a un ritmo que les permitiría recorrer una parasanga, treinta estadios, en una hora; un ritmo que ellos y sus burros podrían mantener todo el día si fuese preciso. Salvo una desgracia, cruzarían en treinta días las tierras altas que separan el lago Meotis y el mar Caspio, con sus ciénagas, sus riscos y desfiladeros, y aún tendrían tiempo de comprar grano para comer mientras aguardasen a los barcos de León en el Caspio.

Todo el ejército marchaba, y comía, como habían marchado los soldados griegos durante generaciones. Los hombres formaban rancho aparte; grupos de ocho o diez hombres y sus mujeres y esclavos bajo un jefe de fila. Marchaban juntos, combatían juntos como fila y comían juntos; compraban su comida en el mercado cotidiano y la cocinaban por turnos en la fogata del grupo cuando acampaban. Ese fuego era a menudo el centro de sus vidas, hogar y hoguera a la vez. No tenían tiendas ni mantas además de los mantos que todos llevaban consigo, y sobrevivían y marchaban lloviera, nevara o hiciera un sol implacable.

El sistema era tan antiguo y tan propio de los griegos que incluso las clases altas, la caballería y los oficiales, seguían el mismo sistema. En lo más alto del escalafón, el strategos estaba dispensado de cocinar; tenía muchas otras cosas de las que ocuparse. Pero podía hacerlo y, de vez en cuando, lo hacía. Los principios democráticos griegos no se circunscribían a la política, y fuera espartano o ateniense, olbiano o heracleo, cada soldado heleno sabía que su comida era responsabilidad suya.

Por aquel entonces, Kineas era muy dado a pensar en la comida. De noche, soñaba con el suministro de alimentos cuando no estaba luchando contra los sueños del árbol y, despierto, cavilaba sobre cuándo enviar grano adelantándose al ejército, reflexionaba sobre la adquisición de mulas adicionales, evaluaba posibles desastres en la agricultura y la guerra y las consecuencias de tan parcos suministros.

—Haz lo que consideres mejor —había dicho Kineas a Filocles antes de que éste partiera envuelto en su clámide escarlata de spartiate, montado al lado de León, cuya magnífica clámide azul no había conocido el desgaste de una temporada en el campo; componían todo un estudio de contrastes—. No te ciñas a mi plan. Juzga tú mismo sobre el terreno. Si podemos circundar a caballo el norte de ese mar Hircano, el Caspio, o si te parece mejor, o si no puedes contratar el envío por barco, o si la estación está demasiado avanzada…

Filocles puso una mano en el hombro de Kineas.

—Ya nos has contado todas tus preocupaciones —le dijo.

Kineas sonrió con ironía.

—Estaré preocupado hasta que vuelva a verte —confesó Kineas, y León cambió el peso de pierna, violentado por la evidente emoción que embargaba a ambos hombres.

Kineas sonrió a León.

—No te lo tomes muy a pecho si nuestro plan acaba siendo descartado —le advirtió—. Quizá nunca lleguemos a Hircania.

—No te defraudaré —repuso León.

—Entretendré el largo camino disertando sobre tus defectos y te lo devolveré curado de cualquier culto heroico —bromeó Filocles. Acarició el cuello de su caballo de batalla, un espléndido animal que había conservado durante años de campañas mediante el simple expediente de combatir a pie—. No te he echado en falta, bestia —le dijo—. Los muslos me arderán como un río de fuego antes de la noche.

Abrazó a Kineas, y se dieron palmadas en la espalda durante un minuto entero. Luego se separaron y Kineas abrazó a León.

—Cuídate —le dijo, y se volvió para ocultar sus lágrimas.

A Kineas le resultó difícil despedirse de Filocles.

Una hora después, Kineas estaba en lo alto de una colina, casi con toda seguridad un antiguo kurgán como el que ahora albergaba el cuerpo de Satrax, y observaba a su infantería con orgullo. Había subido al kurgán solo a fin de tener tiempo para pensar, todo un lujo para un comandante, aunque sólo lo fuera de mil hombres. Saludó con el brazo a Filocles, todavía sentado en su caballo como un saco de grano, y a León, que cabalgaba como un centauro y montaba cargando con su escudo, siendo uno de los pocos hombres a los que Kineas había visto hacer tal cosa. Ninguno de los dos reparó en él hasta que se hubieron adentrado un estadio en la llanura, sus voces eran un cántico en el viento, hasta que León se volvió por casualidad para mirar la cima del viejo montículo y Kineas lo vio trotar al lado de Filocles. El espartano se volvió en la silla, miró, se cubrió los ojos con la mano y entonces saludó.

Kineas correspondió a su saludo con entusiasmo. Se sorprendió a sí mismo llorando otra vez. Siguió agitando el brazo hasta que tuvo que forzar la vista para verlos, y entonces se sentó en la hondonada de la cima, apoyando la espalda contra la piedra, y cerró los ojos.

—Quieran los dioses que vuelva a veros otra vez —rezó.

—Los verás —dijo una voz grave a sus espaldas; pero, cuando se volvió, allí no había nadie más que la niña sakje.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Kineas.

Lo miró con la cara de desconcierto que ponen los niños cuando los adultos pierden los papeles.

—¿Saber qué, señor?

Kineas se mordió la lengua para no replicar. La voz había salido de ella y, sin embargo, no era la suya.

—Seguro que hay otras personas a quienes podrías rondar, niña.

—No —contestó ella simplemente, y dio la vuelta hasta donde él estaba para sentarse en la piedra sagrada que coronaba el kurgán. La espada que debería descansar en la piedra o en la tierra adyacente o bien se había oxidado tiempo atrás disolviéndose en el suelo, o bien la había robado con sus poderes un yáta-vu, un hechicero. Los mortales normales y corrientes evitaban sentarse en las piedras de los kurgán, porque temían a los espíritus de los muertos. Ella no.

—¿Cómo te llamas, niña? —preguntó Kineas.

—¿Cuándo vendrás a por tus caballos, strategos? —preguntó ella—. Suspiran por ti; y montas sangre bajuna. Eres rey. Te lo digo yo. Mi padre también lo dice. Le duele verte a horcajadas en un jamelgo geta cuando deberías montar un caballo real.

Kineas se sentó en la grada de tierra cubierta de hierba creada por el lento hundimiento del techo del kurgán y suspiró.

—Son buenos caballos —admitió.

—Y a mi padre le contraría que no vayas a trepar al árbol. Dice —y aquí arrugó la cara y cuadró los hombros para poner la espalda bien derecha, una visión espeluznante—, dice que te dejas guiar por el miedo en lugar de por tu percepción de baqca.

Kineas volvió a suspirar.

—Kam Baqca está muerto —dijo. La chiquilla se encogió de hombros.

—Mucha gente está muerta —replicó la niña—. ¿También debería estar callada?

Kineas habló precipitadamente porque no quería discutir y porque lo estaba fastidiando.

—Nosotros no creemos que los muertos hablen —explicó.

La niña lo miró desde debajo de sus oscuras cejas rectas.

—¡Eso no es verdad! —protestó.

Kineas captó su propio error y se rió de su incapacidad para vencer a una jovencita en un debate.

—Los muertos pueden hablar en las grandes ocasiones —admitió Kineas.

—Los muertos pueden hablar siempre que a los dioses les venga bien permitir que lo hagan —repuso la niña, como si enseñara una lección—. De modo que no deberías mentir. Los muertos hablaron a Ulises en la Odisea. Si el Poeta lo dice, tiene que ser verdad, ¿no te parece? —Lo miró.

Kineas notó que el vello del cogote se le estaba erizando.

—¿Has leído al Poeta? —preguntó.

—Por supuesto —contestó la niña con absoluto desdén—. Y en las obras… en las obras, los muertos hablan sin parar. Vi una en Olbia.

Kineas meneó la cabeza.

—¿Quién eres?

Ella se levantó riendo, como lo haría cualquier niña feliz de doce años.

—Nihmu Caballo Blanco de la Realeza Sakje —contestó orgullosa—. Kam Baqca fue mi padre y Attalos de los Cíclopes mi abuelo. Arraya Solitaria fue mi madre y Srayanka la Arquera fue la madre de mi padre. —Recitó de un tirón su impresionante linaje con el sonsonete de las cosas aprendidas de memoria.

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