Tirano II. Tormenta de flechas (11 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Filocles acercó una banqueta e invitó a León a sentarse.

—Bebe tu vino tranquilo. El arconte puede dedicarte algo de tiempo. Al fin y al cabo, eres uno de sus hombres.

Kineas seguía esforzándose por asimilar las riquezas que de pronto había heredado. La crisis personal de León casi le resultaba más llevadera.

—Dice que sabe montar —Kineas le comentó a Filocles, y se dio cuenta de lo intrascendente que era aquello después de lo que León acababa de revelar.

—Quiero marcharme —insistió León—. No puedo quedarme aquí, en su casa, con sus clientes y sus relaciones. —Se encogió de hombros—. No es la vida que deseo.

—¿Y qué es lo que deseas? —preguntó Filocles. Acercó otra banqueta y se sentó.

Kineas contemplaba un tapiz mientras trataba de estimar el valor de la riqueza de Nicomedes, preguntándose qué haría con ella. La reacción de León era comprensible, ningún hombre quiere ser esclavo, y era evidente que León no era hijo de esclavos, pero a Kineas le costaba comprender la poca sensibilidad del nubio. Nunca se había vestido de luto, nunca se mostraba alicaído, y Nicomedes había sido un hombre muy popular.

—Quiero ir a Oriente contigo, con el ejército —dijo León—. A cambio, ayudaré a sufragar los costes. —A Kineas le dijo—: Antes de que me apresaran y me hicieran esclavo, era guerrero. —Sonrió titubeante—: Y tal vez en Oriente pueda establecer mis propios contactos comerciales. —Le cambió la cara, como por un mal recuerdo—. O encontrar… una vida.

Kineas se sirvió un vaso de vino y lo apuró. Luego repuso:

—León, contribuiste a salvar mi ejército. Siempre estaré en deuda contigo. ¿Por qué me preguntas? Claro que puedes acompañar al ejército; ahora te cuentas entre los hippeis. Probablemente posees más caballos que un sakje —concluyó, encogiéndose de hombros.

A León le temblaban los labios. Le asomaban lágrimas a los ojos, y Kineas se volvió hacia otra parte para ahorrarle el apuro.

Filocles estrechó los hombros del antiguo esclavo.

—Di lo que tengas que decir, León —le instó.

León se irguió y meneó la cabeza.

—No. No soy un pelele.

Filocles apuró su vaso de vino.

—¿Qué edad tienes? —preguntó.

—Unos veinte —contestó León.

—No hay nada vergonzoso en pedir protección. Kineas, presta atención. León necesita tu ayuda, pero es demasiado orgulloso para pedirla.

—Igual que algunos espartanos que he conocido —repuso Kineas.

—Es una epidemia que hace estragos entre los griegos —convino Filocles—. Lástima que se haya extendido hasta África. —Dio una palmada a León—. Di lo que tengas que decir, muchacho.

León inspiró profundamente.

—El abogado de Nicomedes quiere que divida el patrimonio. Creo que tiene intención de estafarme. Como antiguo esclavo, no tengo amigos, ni esclavos ni libres. Tú eres un hombre justo. —Lanzó una mirada a Filocles—. Igual que tus amigos. —Hizo una pausa—. Lo he estado meditando. Quiero ir al este. Y quiero que mi fortuna se quede aquí, pero que no desaparezca. Quiero ser ciudadano cuando regrese. Si mantenemos los bienes en común, tu nombre y el mío unidos, ningún hombre nos robará. Y se lo pensará dos veces antes de asesinarme.

Kineas nunca había sido admirador de la esclavitud en ninguna de sus formas pero, aun siendo comedida, la explicación de León, a saber, que abandonado a su suerte perdería su fortuna y tal vez la vida, ponía de manifiesto hasta qué punto la esclavitud despojaba a un hombre de su dignidad y sus derechos.

—¿Asesinarte? —preguntó Kineas sorprendido—. Continuamente se liberan esclavos que se vuelven ricos.

Filocles resopló como un caballo de batalla:

—No, mi crédulo amigo ateniense. La gente dice que continuamente se liberan esclavos y que se vuelven ricos. Tales esclavos se supone que son la causa de la mala política y devienen en el blanco de los comediantes; ahora bien, ¿alguna vez has conocido alguno?

—Thais era esclava antes de convertirse en hetaira —contestó Kineas. Meneó la cabeza—. De acuerdo, mensaje recibido. —Miró a León—. Ya sabía yo que me repugnaba la esclavitud. Muy bien, ¿en verdad se proponen asesinarlo?

—Demóstenes, el sobrino de Nicomedes, lo estaba comentando hace un rato en el ágora —dijo Filocles. Miró muy serio a Kineas, que supo interpretar su mirada.

—Muy bien —repitió Kineas. Sentía cierta ira, la clase de sentimiento que le sobrevenía cuando lo engañaban en el ágora o le mentían sobre la frescura de un pescado. Se levantó y estrechó la mano de León—. Filocles ha sido abogado. Dejemos que redacte un documento de alianza. Creo recordar que se te dan bien las matemáticas.

León inclinó la cabeza.

—En efecto. Y lo mío me ha costado —dijo.

—Ayúdame a confeccionar un
logistikon
para este pequeño ejército —propuso Kineas—. Y luego podrás ayudarme a gastar parte de nuestro dinero. —Apoyó una mano en el hombro del muchacho—. Bienvenido a mi Estado Mayor.

La tercera reunión fue la más dura en todos los sentidos; más aún por ser tan inesperada. León estaba absorto en un rollo de números y Filocles había ido a guardar las obras que había adquirido en el mercado cuando Sitalkes, todavía renqueante por culpa de su herida, se asomó a la puerta del despacho privado de Kineas, donde el arconte estaba sentado consultando un montón de pergaminos.

—Ha venido un caballero a verte —dijo. Estaba asustado, o quizá sumamente conmovido.

Kineas vio a Arni, otro esclavo liberto, detrás de Sitalkes. Se levantó, pero el hombre que entró lo pilló desprevenido.

—¡Isocles! —exclamó. Isocles era el padre de Ajax. Ajax, que estaba muerto, su cuerpo envuelto en lino, embalsamado. Que había caído sirviendo a Kineas, luchando por Olbia, un héroe.

El buen hombre tenía el rostro demacrado a causa de la aflicción.

—Kineas. —Se quedó callado un momento en el umbral—. Mi hijo ha muerto.

Sus palabras se apagaron, e Isocles dio un paso al frente, abrazó a Kineas y lloró.

Niceas, que también había querido a Ajax, se llevó al padre de allí y dejó a Kineas en paz para que leyera la carta de su héroe de la infancia.

Focionte de Atenas a Kineas, hijo de Nicocles, saluda: El destino, que te asignó el papel de soldado de Macedonia y luego el de exiliado, ahora te ha encumbrado. Nos llegan informes de tu generalato en Olbia y de que venciste a las fuerzas que Antípatro envió a conquistar las ciudades del Euxino.

Aquí hay estúpidos que parlotean sobre una guerra contra Macedonia. La idea de que Atenas es una potencia mundial no se olvida fácilmente, y los hombres, sean jóvenes o viejos, se engañan a sí mismos sobre el poder de su ciudad incluso cuando les cito el ejemplo de Tebas.

Te escribo no como suplicante ni como amigo de Macedonia, aunque podría encajar en ambos papeles. Te escribo como el hombre que te enseñó el manejo de la espada. El partido antimacedonio te reivindica como si fueses una posesión suya, su esclavo, y se atribuye todas tus acciones como propias. Te pedirá que reúnas a tu ejército y que marches sobre Tracia contra Antípatro.

Cuando te exiliaron y te enviaron a Olbia, fuiste una herramienta, una espada. Pero ahora que eres comandante, eres también el hombre que empuña la espada. Cuidado con lo que cortas.

Por favor, transmite mis saludos al joven Graco, a Laertes, hijo de Talo, a Diodoro, hijo de Glauco, y a Coeno el Nisayo.

Kineas leyó la carta de Focionte con placer, porque podía oír sus gruñidos al pronunciar las palabras en voz alta y veía que en el pergamino había palabras borradas y otras añadidas con esmero. Focionte era el más grande soldado ateniense de su generación, quizá de todos los tiempos, y uno de los más íntimos amigos y aliados políticos de su padre.

El segundo rollo era de Licurgo, o mejor dicho, de un escriba a su servicio. No contenía saludo ni fórmula de encabezamiento.

Tu exilio se levantará de inmediato. Considera la restitución de Anfípolis tu próximo cometido, y Atenas será grande otra vez.

Anfípolis era una colonia griega en Tracia que Macedonia había tomado hacía tiempo. La reconquista de Anfípolis, una vieja ambición de la asamblea ateniense, exigiría el derrocamiento absoluto de Macedonia como potencia. Kineas hizo una mueca.

Diodoro entró desde el campo de maniobras tocándose una magulladura del brazo.

—Ares es mi testigo, necesito más tiempo para curarme. El joven Clío acaba de derribarme en la palestra.

—El verano ha musculado al chico, y tú te estás haciendo mayor —sentenció Kineas.

Diodoro hizo un gesto de dolor.

—Esto te aliviará el escozor —dijo Kineas, pasándole la carta de Focionte. Diodoro la leyó mientras bebía vino, luego se sentó y volvió a beber.

—No puede ser que ya esté enterado de la batalla —comentó Diodoro.

Kineas le pasó el otro mensaje.

—El viaje por río desde el campo de batalla a esta ciudad no es tan largo —señaló—. Y tampoco hasta Atenas por mar, en un barco rápido.

Diodoro meneó la cabeza. Comenzó a leer.

Kineas se mesó la barba.

—Aquí hay algo que se me escapa —dijo por fin—. ¿Anfípolis? ¿Se han vuelto locos?

Diodoro dejó el segundo rollo.

—Sí —afirmó—. Me temo que Demóstenes y Licurgo están tan ansiosos por restaurar su partido que son capaces de cualquier cosa. Y nosotros no les costamos nada. Pueden tirarnos como si fuésemos dados sin pagar ningún coste político. —Diodoro miró el pergamino otra vez—. ¿Han levantado todas las órdenes de exilio o sólo la tuya?

—Las de todos —contestó Kineas—. ¡Pobre Laertes!

—Habría hecho cualquier cosa para ganar la estimación del viejo Focionte —dijo Diodoro. Y acto seguido sonrió—. Igual que yo.

Kineas asintió.

—He pensado que eso te haría sentir mejor.

—No vas a llevarnos a combatir a Tracia, ¿verdad? —preguntó Diodoro.

Kineas negó con la cabeza.

—Me voy al este —repuso—. Y, si reúno los hombres y el dinero suficiente, me llevaré un ejército.

Diodoro cogió la carta de Focionte y se la señaló a Kineas.

—¿Contra Alejandro?

Kineas entrecerró los ojos, como resguardándolos de un sol invisible.

—Contra Alejandro —corroboró. Y entonces, dado que él y Diodoro estaban más unidos que la mayoría de hermanos, sonrió y le dijo—: ¡Al Hades con Alejandro! Quiero a Srayanka, y para conservarla aplastaré a la invencible Macedonia. Juro que tomaré por asalto el Olimpo.

Diodoro sonrió y le dio una palmada en la rodilla.

—Ya lo sabíamos —replicó, y esquivó el puñetazo de Kineas.

La honda aflicción de Isocles no se pasó en un día. Kineas envió a los prodromoi a buscar los mejores lugares donde desembarcar en la bahía del Salmón, y el pobre hombre seguía apenado. Kineas emprendió la compleja tarea de trasladar tropas y caballos por barco, enviando grano y dinero a los lugares elegidos, e Isocles seguía entristecido. Iba de un lado a otro del cuartel con desgana, hasta que León lo instaló en casa de Nicomedes, ahora domicilio de Kineas. Cada día acudía al cuartel y se sentaba con los veteranos a escuchar relatos sobre su hijo; relatos que todos los hombres contaban de buena gana. Ajax y su implacable heroísmo ya formaban parte de la tradición de la compañía. El chico se había criado con el embriagador vino del Poeta, y las hazañas de Aquiles le habían hecho hervir la sangre. Había dejado una estela de combates singulares y brillantes proezas a lo largo de aquel sangriento verano, y su padre los oyó todos, adornados por el paso del tiempo hasta tal punto que Ajax parecía destinado a ocupar un lugar entre los héroes de la
Ilíada
, lugar que le asignaba hasta el último jinete de los hippeis.

Sin embargo, tras haber pasado tres días escuchando alabanzas a su hijo y bebiendo vino, Isocles se abrió paso hasta donde estaba Kineas rodeado de su Estado Mayor, leyendo listas de bienes para embarcar con su pequeño ejército, y explotó como un nido de avispas arrojado contra el suelo.

—¡No tenía por qué ser un héroe! —gritó Isocles sin preámbulos.

Diodoro se puso de pie de un salto; Isocles tenía los andares y el aspecto de un loco, los ojos se le salían de las órbitas y empuñaba una espada.

Kineas puso una mano en el brazo derecho de su amigo.

—Es la aflicción —le dijo a Diodoro.

Isocles estaba chillando, la espada prácticamente olvidada mientras daba empujones para acercarse a Kineas.

—¡Era joven y guapo! ¡Era bien amado, despierto en los negocios! Te lo confié un verano, para quitarle la insensatez de la cabeza, y ahora está muerto. ¡Muerto para siempre! ¡Muerto en una guerra que no era de su incumbencia!

Niceas lo agarró por detrás, sujetándole los brazos, pero Isocles se revolvió y casi logró zafarse, lo cual no era nada fácil. Filocles quiso cogerlo por la cintura, pero Isocles le dio un codazo en la cara y le rompió la nariz, que comenzó a chorrear sangre.

—¡Lo mataste! ¡Todos vosotros lo matasteis con vuestra cháchara de gloria y honor!

Isocles escupió las palabras «gloria» y «honor» como si fueran veneno.

Kineas pensó en contestar razonadamente. Hacía más de un año, durante un agradable simposio en Tomis, había advertido a Isocles que su hijo podía morir. Pero Isocles no atendía a razones. Y, aunque Kineas tenía una dilatada experiencia en ver morir a quienes amaba y seguir adelante, la muerte del joven Ajax también le había afectado; tanto era así, que rara vez pasaba ante el cuarto donde yacía su cuerpo amortajado sin tocarlo o derramar una lágrima.

—Todos le queríamos —susurró Kineas a media voz.

—Si le hubieseis querido, no estaría muerto. —Isocles se detuvo en medio de la habitación, con Niceas sujetándole los brazos y Filocles, su rostro una máscara de sangre, agarrándolo resueltamente por la cintura—. Lo utilizaste por su heroísmo, igual que otros hombres usan a una prostituta por su sexo.

Lloró amargamente.

Aquella acusación hirió al arconte en lo más hondo. El implacable heroísmo de Ajax había sido un fundamento del
daimon
de los hippeis.

Kineas guardó silencio. No tenía respuesta para la aflicción de Isocles, y percibía la justicia de sus acusaciones. Nunca había querido llevarse a Ajax, pero sí había querido la juventud y el entusiasmo del chico, porque su compañía era grata y le levantaba la moral.

Isocles había dejado de forcejear. Estaba plantado en medio del barracón, llorando.

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