Tirano II. Tormenta de flechas (14 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Kineas no le hizo caso.

—Yo tengo que ir —prosiguió—. Vosotros, no. Muchos de vosotros, todos, a estas alturas, tenéis aquí propiedades y motivos para quedaros. Todos estáis en condiciones de afincaros en una granja y buscar esposa. Y os aprecio demasiado para obligaros a venir. En realidad… —La voz se le quebró. Bebió un poco de vino para disimular su confusión y luego dijo—: En realidad, no cuento con regresar. Y no deseo que ése sea vuestro sino.

Lo miraron llenos de preguntas, con los ojos rebosantes de dudas, y vio la vacilación que buscaba. Había reflexionado el asunto durante días, decidiendo hacer lo posible para que aquellos a quienes más amaba permanecieran en Olbia.

Pero Filocles hizo un ruido burlón con los labios y se echó a reír.

—Tu vida y tu muerte están en manos de los dioses —dijo—. Y lo mismo vale para cualquier hombre aquí presente.

Kineas lo fulminó con la mirada; sin embargo, como tantas otras veces, Filocles no le hizo el menor caso.

—Nuestro intrépido líder cree que va a morir en el este —aclaró Filocles en tono de mofa—. Por supuesto, estaba igualmente convencido de que el reciente combate en el Borístenes significaría su muerte. Cualquiera diría que los sueños que los dioses le enviaron estaban equivocados.

Todos los hombres rieron, porque para ellos no había burla mejor que los escasos momentos en que Filocles volvía su lengua, afilada como el bronce, contra Kineas. Pues era precisamente ser conscientes de que Kineas era su líder, en muchos aspectos el mejor de todos ellos, lo que tanto les hacía disfrutar cuando se convertía en el blanco de las bromas.

Kineas señaló al espartano.

—Te burlas de cosas sagradas —lo reprendió.

Filocles sonrió abiertamente.

—No, amigo mío, me burlo de ti. A no ser, claro está, que al igual que el pesado del niño rey te hayas nombrado dios.

Kineas entornó los ojos, y la vista se le tiñó de rojo al apoderarse de él la ira. Se levantó del diván y avanzó muy indignado hacia su amigo.

—¡No quiero arrastrar a mis amigos a la muerte! —bramó.

Filocles se puso de pie, levantando su considerable estatura como para recordar a Kineas que la rabia no le serviría de nada, y se volvió a reír.

—Tus amigos te seguirán hasta el fin del mundo —dijo Filocles—, aunque sólo sea para ver qué haces luego.

El grupo lo vitoreó y a Kineas se le bajaron los humos, complacido de que tantos de ellos clamaran por acompañarlo y conmovido, e incluso divertido, por el tono de Filocles.

—¡Y pensar que te considero mi amigo! —exclamó.

—Demasiados hombres te alaban y muy pocos te hablan claro —repuso Filocles en voz baja, aprovechando el alboroto y las risas—. Nos necesitas. Y maldita sea mi estampa si permito que te vayas y encuentres una manera de morir.

Luego se volvió hacia los demás.

—¡Oídme, hombres de Olbia! —gritó—. Kineas de Atenas marcha al este, no para abrir una ruta comercial, sino para hacer la guerra contra Alejandro, rey de Macedonia. Hace esta guerra no por su propio provecho, sino en nombre de todos los hombres de Grecia. Si hubiera un león suelto en una ciudad vecina, ¿acaso no cogeríais vuestras lanzas e iríais a matarlo? Pues entonces coged vuestras lanzas y venid con nosotros, porque el monstruo anda suelto en el mar de hierba.

Y todos se levantaron de los divanes y se apiñaron, y Kineas los abrazó a todos en medio de una tormenta de afecto que fue para él una lección de humildad.

Al alba del día siguiente, mientras los invitados al simposio dormían inquietos la borrachera, Demóstenes se despertó con un ruido estruendoso. Gritó hasta despertar a sus esclavos y les hizo la vida más imposible que de costumbre, exigiendo que le explicaran qué hacía una rana muerta en su copa de agua. Les metió tanto miedo en el cuerpo que transcurrieron horas antes de que uno de ellos se atreviera a decirle que tenía una larga marca de ocre rojo dibujada en la garganta como una gigantesca boca sonriente.

Se desmayó.

No apareció cuando fue invitado a la cena en el cuartel, y sus excusas fueron vagas.

Más tarde, Kineas habló con los supervivientes del simposio en el cuartel. Estaban con el ánimo mucho más sosegado por la bacanal de la víspera.

—Esta será la mayor expedición en su género desde que Darío cruzó las llanuras —dijo Kineas, señalando un ejemplar de Heródoto; en concreto, el ejemplar de Isocles—. La diferencia es que contaremos con la cooperación de la mayoría de tribus, o al menos no seremos el blanco de su rotunda hostilidad. Pero la cuestión principal no serán las acciones hostiles, sino la comida.

Hizo un ademán hacia León, que estaba sentado con Niceas.

—Hemos calculado un logistikon basado en mil hombres y dos mil bestias —prosiguió Kineas—. Todos vosotros habéis servido este verano el tiempo suficiente con los sakje para saber cómo viven en la estepa. Con nuestros exploradores y los sármatas, nunca deberían faltarnos ni pasto ni carne.

Los profesionales de la caballería asintieron.

—Nos faltará grano para los caballos y pan para la tropa. Los soldados griegos comen pan. El opson está muy bien, pero es grano lo que necesitamos. Y es más fácil comprarlo por el camino que intentar llevarlo con nosotros.

Filocles levantó la mano.

—El grano es muy barato aquí —señaló. Otros hombres asintieron manifestando su acuerdo. Olbia era la capital del comercio de grano. Los cereales fluían en torno a ellos como las aguas del río Borístenes, incluso en un verano castigado por inundaciones y batallas.

Kineas asintió.

—También lo he pensado —dijo—, y así he aprendido otra lección de guerra. Escuchad. —Cogió el pergamino de León—. Supongamos que cada soldado coma una ración de grano al día y que cada caballo coma dos raciones —citó textualmente. Los soldados de más edad asintieron, conformes con las cifras—. Eso significa que nuestro pequeño ejército consumirá cinco mil raciones de grano al día. —Levantó la vista del pergamino—. Cada hombre puede cargar con diez raciones de grano además de su equipo. Cada caballo puede acarrear veinte raciones de grano además de su equipo. De modo que el ejército puede emprender una marcha con alimento para diez días. —Kineas los miró a todos, uno por uno—. Hay un mínimo de diez mil estadios hasta el techo del mundo donde nos aguardan los masagetas. En el mejor de los casos, si no sufrimos retrasos, nos llevará sesenta días cruzar el mar de hierba. Los sakje conceden cincuenta días a sus mejores hombres y noventa a las tribus.

Comenzó a hacer marcas en la pared del cuartel con un trozo de carbón de la chimenea.

—Ninguno de nosotros ha cruzado esas tierras hacia el este excepto el príncipe Lot y, por supuesto, Ataelo. Sólo cuento con su información y con las aportaciones de los mercaderes más aventureros de Olbia y de Pantecapaeum. Si vamos hacia el norte para seguir a Srayanka, corremos el riesgo de tropezamos con Marthax, aunque sus fuerzas estén desbandadas. Y tendremos que atravesar los grandes pantanales para ir hacia Oriente. Srayanka seguirá la gran ruta de los sakje, las praderas altas que se extienden hacia el este por Sogdiana y Bactria hasta el país de los masagetas.

—Tendremos que aguardar hasta la primavera —señaló Coeno encogiéndose de hombros con despreocupación. Niceas lo miró con desdén.

—Deduzco que tenemos otra opción —dijo a Kineas, enarcando una ceja.

Kineas asintió.

—He enviado a Eumenes para organizarlo —prosiguió—; o eso espero. Los mercaderes cruzan la altiplanicie que media entre el Euxino y el Caspio, al que algunos llaman océano Hircano, siguiendo el curso de grandes ríos, y luego organizan la travesía del océano Hircano cuando llegan. Si puedo, llevaré todo el ejército a lo largo del río Tanais y a través de la altiplanicie hasta el río que los sakje llaman el Rha. Si avanzamos con empeño, llegaremos a la desembocadura del Rha antes de las primeras nevadas.

Dibujó en la pared con el carbón, indicando la posición del lago Meotis y de la bahía del Salmón, el curso del Tanais, el curso del Rha y el remoto mar salado. Diodoro silbó.

—Salimos del mundo conocido —observó.

Mirando alrededor, Kineas vio el mismo pensamiento reflejado en el rostro de todos los presentes. Asintió.

—Cuando algunos de vosotros decidisteis seguirme a Olbia, dejamos nuestro mundo atrás —dijo. Se rascó la barba y bebió un sorbo de vino—. Cuando nos adentramos en el mar de hierba en primavera, dejamos el mundo atrás. Esto queda mucho más lejos, pero el mundo continúa. Petroclo y León y otros mercaderes conocen el Tanais y el Rha bastante bien, y sus factores dan fe de que existe una ruta que cruza hasta el océano Hircano, una ruta por la que muchos hombres han viajado. —Kineas se volvió un momento para mirar el bosquejo de la pared—. El príncipe Lot ha hecho el viaje varias veces, igual que Ataelo.

Niceas levantó la mano.

—¿Y luego cruzamos ese océano Hircano con un cargamento de caballos cada vez?

Kineas hizo un gesto indicando que aquello estaba en manos de los dioses.

—Veinte barcos cada vez. Trasladan caravanas, Niceas. Podrán trasladarnos a nosotros.

Niceas meneó la cabeza.

—Las caravanas tienen cien jinetes y doscientos caballos —dijo—. ¿Y qué pequeño reino recibirá a nuestro ejército sin sentir que tiene que masacrarnos?

Kineas se rascó la barba.

—Sí —repuso. Y se encogió de hombros—. Nicomedes comerciaba con un reino del mar Caspio.

Filocles se rió.

—Sí, ¿ya te has encargado de eso? O sí, ¿es una buena pregunta?

Kineas enarcó una ceja al ver que se le presentaba la ocasión de recuperar parte del terreno que había perdido la noche anterior.

—A mi entender —contestó, esforzándose en hablar como un orador ducho en retórica—, nuestra compañía cuenta con un hombre excepcional, a quien los dioses han otorgado la facultad de hacer buenos discursos, en una lengua que rezuma miel y talento para la filosofía; el mismo hombre que irá de aquí a la otra orilla del mar Caspio con las caravanas del verano y organizará un recibimiento como es debido y un campamento de invierno en el país bárbaro de Hircania.

Filocles lo fulminó con la mirada, pero los demás hombres rieron. Niceas gruñó.

—Si enviamos a Filocles —protestó—, estoy convencido de que nos masacrarán.

—A no ser que él los mate antes de nuestra llegada —apostilló Diodoro.

Kineas miró en derredor.

—Bromas aparte, ésa es mi intención —declaró—. Cruzar el altiplano y el mar antes de que caiga el invierno, e invernar en el país de los mil reinos; así es como se llama.

—Encantador —repuso Filocles—. Apuesto a que lo llaman los mil reinos porque hay cien mil bandidos luchando entre sí.

—Sí —dijo León, sonriendo—. Namasto es el más sanguinario de todos. Allí es adonde vamos.

Todos lo miraron, y él se encogió de hombros.

—Allí tenemos un factor —explicó León—. Después de perder a media docena de mercaderes, mi amo, es decir, Nicomedes, envió a un mercenario.

—¿Y? —preguntó Filocles.

—Ahora hay mil y un reinos —explicó León—. Y Namasto comercia con nosotros. Hircania tiene riquezas.

Filocles se inclinó hacia delante, interesado a su pesar.

—¿Y qué significa Hircania?

León sonrió de oreja a oreja.

—La tierra de los lobos —contestó el nubio.

Niceas se irguió y se rascó la nariz.

—¿Comida? —preguntó.

Kineas miró a León, y León se puso en pie. Al principio la voz le tembló, porque no estaba acostumbrado a hablar ante grupos de hombres, y a medida que fue hablando lo fue haciendo más deprisa, hasta que su voz sonó estridente.

—Marcharemos con una vacada de bueyes y grano para diez días —indicó—. Los meotes y los sindones cultivan las riberas del Tanais remontándose hasta los grandes lagos, y nosotros no viajaremos tan lejos siguiendo el río.

Kineas lo interrumpió, porque percibió la ignorancia de la concurrencia y porque León no estaba haciendo un buen papel.

—Buena parte del grano que se comercializa a través de este puerto y de Pantecapaeum procede del Tanais —aclaró.

Los soldados asintieron. León, envalentonado, miró a Kineas antes de proseguir:

—Una vez en el paso, dejaremos el Tanais y cruzaremos las tierras altas hasta el Rha. Los mercaderes lo hacen cada año en verano y otoño. —Su voz parecía más sosegada, y habló más despacio a medida que fue cogiendo confianza.

Licurgo, el antiguo lugarteniente de Menón y ahora comandante de infantería, levantó la mano.

—Hijo —dijo con autoridad, y saltaba a la vista que era lo bastante mayor para ser padre de León—, ¿intentas decirnos que podemos conseguir grano en el camino?

León sonrió atribulado, bajó la vista a sus pergaminos y frunció el ceño.

—Sí, señor.

Licurgo hizo una seña a un esclavo para que le llevara agua.

—Pues entonces dilo, hijo.

León balbuceó algo ininteligible y volvió a empezar:

—Será tiempo de siega cuando abandonemos la bahía del Salmón, o poco faltará. Para cuando se agoten nuestras raciones, la cosecha ya estará almacenada y tendremos acceso al grano más barato en el círculo del mundo.

Kineas volvió a levantarse.

—Yo pagaré el grano; al menos, el de este invierno.

Licurgo gruñó.

—Eso convencerá a los haraganes —dijo—. Al menos, hasta la primavera.

Kineas sonrió.

—Y entonces será demasiado tarde para que cambien de parecer —apostilló. Menón se rió.

—Le dio resultado a Jenofonte —dijo—. Estoy casi tentado de unirme a vosotros.

—¿Qué vamos a sacar de esto? —preguntó Licurgo—. Yo voy, digas lo que digas; te he seguido este verano y me gusta la idea. Pero pienso en los chicos de las filas, ¿qué hay para ellos?

—El botín que podamos sacar —respondió Kineas—. ¿Alguien quedó decepcionado con el botín del campamento macedonio?

Diodoro resopló, pero Coeno lo hizo callar.

—¿Dices en serio que llegaremos a saquear el campamento de Alejandro? —preguntó Coeno—. No estoy seguro, pero diría que eso cuenta como orgullo desmedido.

Kineas abrió las manos y admitió que Coeno llevaba razón.

—No puedo decir eso, puesto que estamos hablando de una marcha de diez mil estadios; no menos de diez mil estadios. Cuatrocientas parasangas
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o tal vez más. Diré que espero alguna clase de pago por parte de los masagetas. —Ladeó la cabeza para mirar a Filocles y añadió—: Si conoces a tu Heródoto, nos dirigimos de cabeza a la tierra de los sakje orientales, el país de los grifos
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y el oro.

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